Las llanuras del tránsito (19 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Pero sólo en ciertos aspectos. Cuando la joven levantó los brazos para sacudir la manta que iba a colocar en el suelo, Jondalar advirtió que la piel era más clara en la superficie inferior de los pechos redondos y sintió el deseo de comparar el tono con su propio brazo bronceado. No creía estar mirándola fijamente, pero comprendió que así era cuando ella suspendió su trabajo y se volvió a mirarle. Cuando los ojos de los dos se encontraron, Ayla sonrió lentamente.

De pronto, Jondalar sintió el ansia de hacer algo más que comparar tonos de piel. Le complacía saber que si deseaba compartir placeres con Ayla en ese mismo momento, ella se mostraría dispuesta. Eso también era reconfortante. No era preciso aprovechar todas las oportunidades. El sentimiento era muy intenso, pero no podía decirse lo mismo del apremio, y a veces esperar un poco mejoraba las cosas. Jondalar podía pensar en ello y gozar con la expectativa. Correspondió a la sonrisa de Ayla.

Una vez montado el campamento, Ayla quiso explorar el valle. No era usual hallar una zona de bosques tan frondosos en medio de las estepas, y ella sentía curiosidad. Hacía años que no veía una vegetación como aquélla.

Jondalar también deseaba explorar. Después de la experiencia de ambos con el oso en el campamento próximo al bosquecillo, él deseaba examinar las huellas o cualquier otro indicio de los animales que podía haber en los alrededores. Ayla cogió su honda y un canasto, y Jondalar su lanzavenablos con un par de lanzas, y se internaron en el bosquecillo de sauces. Dejaron pastando a los caballos, pero Lobo mostró vivos deseos de acompañarles. Los bosques constituían un lugar extraño para él y abundaban en aromas fascinantes.

A cierta distancia del agua, los sauces dejaban el sitio a los alisos y después los abedules mezclados con alerces se generalizaron y aparecieron algunos pinos de gran tamaño. Ayla se apresuró a coger unas pocas piñas cuando vio que eran pinos doncel, porque contenían piñones grandes y deliciosos. Lo que le pareció realmente extraño fue la presencia ocasional de árboles de hoja grande. En un sector, todavía en la zona llana del valle, aunque cerca del comienzo de la ladera que conducía al pastizal abierto situado más arriba, había un bosquecillo de hayas.

Ayla examinó cuidadosamente los árboles, comparándolos con su recuerdo de árboles análogos que crecían cerca de la caverna donde había transcurrido su infancia. La corteza era lisa y gris, las hojas ovaladas se estrechaban hasta llegar a un punto en el extremo con afilados dientes alrededor del borde y una superficie blanca y sedosa debajo. Las pequeñas nueces pardas, encerradas en su cáscara peluda, aún no estaban maduras, pero la alfombra de nueces y cáscaras en el suelo, restos de la temporada anterior, demostraba que la cosecha solía ser abundante. Recordó que no era fácil romper las nueces de haya. Los árboles no eran tan grandes como los que ella recordaba, si bien las proporciones eran respetables. De pronto fijó la vista en las extrañas plantas que crecían bajo los árboles y se arrodilló para observarlas mejor.

–¿Te propones recolectar esas plantas? –preguntó Jondalar–. Parecen muertas. No tienen hojas.

–No están muertas. Crecen así. Toca; está fresco –dijo Ayla, arrancando un trozo del extremo superior del tallo suave y sin hojas que medía unos treinta centímetros y tenía esbeltas ramas en toda su extensión. La planta entera tenía un color rojizo apagado, que se observaba también en los capullos de las flores, sin un atisbo de verde.

–Crecen en las raíces de otras plantas –explicó Ayla–, como las que Iza solía ponerme en los ojos cuando yo lloraba, aunque aquéllas eran blancas y algo brillantes. Algunas personas las temían porque creían que el color se asemejaba al de una persona muerta. Incluso las llamaban... –hizo memoria–, algo así como planta del muerto o planta del cadáver.

Clavó los ojos en el espacio, tratando de recordar.

–Iza creía que yo tenía los ojos débiles porque lagrimeaba, y eso la molestaba. –Ayla sonrió ante la idea–. Tomaba una de estas plantas blancas del cadáver y exprimía el jugo del tallo en mis ojos. Si los tenía irritados porque había llorado demasiado, de ese modo siempre mejoraba. –Guardó silencio un momento y después sacudió la cabeza–. No sé si éstas son buenas para los ojos. Iza las utilizaba para curar las pequeñas heridas y los golpes, y para ciertas inflamaciones.

–¿Cómo las llaman?

–Creo que el nombre que ella usaba... –se detuvo vacilante y añadió–: Jondalar, ¿cómo se llama este árbol?

–No estoy seguro. Me parece que no crecen cerca de mi hogar, pero el nombre sharamudoi es «haya».

–Entonces, creo que llamarían «gotas de haya» a estas plantas –dijo Ayla, mientras se incorporaba y se frotaba las manos para quitarse la tierra.

De pronto, Lobo se inmovilizó, el hocico apuntando a las profundidades del bosque. Jondalar vio su postura al acecho, y recordando que Lobo había olido la presencia del oso, extendió la mano para coger una lanza. La puso sobre la muesca de su lanzavenablos, un pedazo de madera que tenía aproximadamente la mitad de la longitud de la lanza y al que mantenía en posición horizontal con la mano derecha. Aplicó el hueco que había en el mango de la lanza a la muesca practicada en la parte posterior del lanzador. Después, pasó los dedos por los dos salientes que había cerca del frente del artefacto de lanzamiento y los deslizó hasta llegar casi al medio de la lanza, para mantener el eje en su lugar, apoyado sobre el lanzavenablos. Hizo todo esto con un movimiento ágil y permaneció con las rodillas levemente flexionadas, preparado para atacar. Por su parte, Ayla había cogido varias piedras y tenía a punto su honda, al mismo tiempo que formulaba mentalmente el deseo de haber traído también su lanzavenablos.

Desplazándose a través del matorral ralo, Lobo se abalanzó hacia un árbol. Hubo un movimiento agitado en el lecho de nueces y bayas; después un animal pequeño trepó en línea vertical sobre el tronco liso. Irguiéndose sobre las patas traseras, como si también él intentase trepar al árbol, Lobo aulló en dirección a la criatura peluda.

De pronto, una conmoción en las ramas altas del árbol atrajo la atención de los presentes. Alcanzaron a ver el lujoso pelaje pardo oscuro y la larga y sinuosa forma de una marta de las hayas que perseguía a la ardilla que chillaba ruidosamente y creía haberse puesto a salvo trepando por el árbol. Lobo no era el único interesado en la ardilla, aunque parecía llevar las de perder, ya que el robusto animal parecido a una comadreja, de cuarenta y cinco centímetros de longitud y cuya cola peluda agregaba otros treinta centímetros a sus dimensiones, tenía mejores posibilidades de éxito. Corriendo entre las altas ramas, era tan ágil y rápido como su presunta presa.

–Creo que esa ardilla ha saltado de la sartén para caer en las brasas –dijo Jondalar, mientras contemplaba el desarrollo del drama.

–Quizá consiga huir –dijo Ayla.

–Lo dudo. No apostaría por eso un cuchillo roto.

La ardilla emitía chillidos sonoros. Un excitado arrendajo lanzó un graznido ronco y acentuó el escándalo, y acto seguido una agitación en el sauce donde se había posado denunció su estridente presencia. Lobo no pudo soportar en silencio semejante algarabía, tenía que unirse al coro. Echó hacia atrás la cabeza y emitió un aullido prolongado. La pequeña ardilla corrió hacia el extremo de una rama; y después, para sorpresa de las dos personas que observaban, saltó de ella. Abriendo las patas, extendió la ancha lámina de piel que corría a ambos costados de su cuerpo, la cual unía las patas delanteras y las traseras, y se lanzó al aire.

Ayla contuvo la respiración cuando vio cómo la ardilla voladora evitaba las ramas y los árboles. La cola peluda cumplía la función de timón, y mientras variaba la posición de las patas y la cola, lo cual modificaba la tensión de la membrana deslizante, la ardilla podía evitar los objetos que se cruzaban en su vuelo, mientras descendía en una curva larga y suave. Apuntaba a un árbol que estaba a cierta distancia, y cuando se aproximó, elevó tanto la cola como el cuerpo y aterrizó a baja altura sobre el tronco, y después trepó deprisa. Cuando llegó a unas ramas altas, el animalito peludo se volvió y descendió nuevamente, cabeza abajo, las garras traseras descubiertas para clavarse en la corteza y sostenerse. Miró alrededor, y después desapareció en el interior de un pequeño orificio. El dramático salto y el airoso vuelo habían impedido que la capturasen, aunque no siempre tan considerable hazaña tenía éxito.

Lobo continuaba sosteniéndose sobre las patas traseras, apoyado en el árbol, mientras buscaba a la ardilla que tan fácilmente le había esquivado. Luego cayó al suelo, comenzó a olfatear el matorral, y de pronto se alejó a la carrera, persiguiendo otra cosa.

–¡Jondalar! No sabía que las ardillas podían volar –dijo Ayla, con una sonrisa de sorprendida admiración.

–Yo hubiera podido explicártelo, pero nunca lo había visto, si bien lo había oído comentar. No sé si realmente lo creía. La gente siempre hablaba de que las ardillas vuelan por la noche, y yo pensé que probablemente se trataba de un murciélago que alguien había confundido con una ardilla. Pero no cabe duda de que ésta no era un murciélago –con una sonrisa maliciosa agregó–: Ahora será a mí a quien no crean cuando hable de la ardilla voladora.

–Me alegro de que sólo haya sido una ardilla –dijo Ayla, que de pronto sintió un escalofrío. Alzó la mirada y vio que una nube cubría el cielo. La piel se le erizó entre los hombros y en la espalda, aunque en realidad no hacía frío–. No sé qué es lo que hace Lobo ahora.

Sintiéndose un poco ridículo por haber reaccionado tan intensamente ante una amenaza que era puramente imaginaria, Jondalar sostuvo con menos fuerza la lanza y el lanzavenablos, pero no los abandonó.

–Pensé que podría haber sido un oso –dijo–. Sobre todo porque estamos en un bosque muy espeso.

–Algunos árboles siempre crecen cerca de los ríos, pero no he visto árboles como éstos desde que abandoné el clan. ¿No es extraño que los hallemos aquí?

–No es normal. Este lugar me recuerda el país de los sharamudoi, pero eso está más al sur, incluso al sur de esas montañas que vemos hacia el oeste, y cerca de Donau, el Río de la Gran Madre.

De pronto, Ayla se detuvo en el sitio en que estaba. Con un gesto dirigido a Jondalar, señaló en silencio. Al principio, él no vio lo que había atraído la atención de la joven, y después percibió el tenue movimiento de un pelaje rojo zorruno y divisó la cornamenta de tres puntas de un corzo. La conmoción y el olor del Lobo habían determinado que el pequeño y cauteloso animal se paralizara. Había permanecido en el mismo lugar, sin moverse, oculto entre los arbustos, esperando para ver si había algo que temer del depredador. Pero ahora que el cazador cuadrúpedo se había alejado, el corzo había comenzado a avanzar cautelosamente. Jondalar continuaba sosteniendo con la mano derecha la lanza y el lanzavenablos. Lo alzó lentamente, y después de apuntar, dirigió la lanza al cuello del animal. El peligro que el corzo intuía había llegado de un ángulo inesperado. La lanza arrojada con fuerza dio en el blanco. Incluso al sentir el arma, el corzo intentó alejarse a saltos, dio algunos brincos y, por fin, se desplomó.

La fuga de la ardilla y el fracaso de la marta pronto quedaron olvidados. Jondalar salvó en pocos pasos la distancia que le separaba del corzo, y Ayla le acompañó. Mientras Ayla le volvía la cabeza, Jondalar se arrodilló al lado del animal que aún se debatía y le cortó el cuello con su afilada hoja para rematarlo deprisa y dejarle sangrar. Después, se incorporó.

–Corzo, cuando tu espíritu retorne a la Gran Madre Tierra, agradécele habernos dado uno de tu especie, de modo que podamos comer –dijo Jondalar en voz baja.

Ayla, que estaba de pie junto al hombre, asintió, y luego se preparó para ayudarle a desollar y descuartizar la cena.

Capítulo 7

–Lamento dejar el cuero. El corzo tiene un cuero tan suave –dijo Ayla, mientras depositaba el último pedazo de carne en su alforja–, ¿y has visto la piel de esa marta?

–Pero no tenemos tiempo de preparar el cuero, y tampoco podemos transportar mucho más de lo que ya llevamos –dijo Jondalar, ocupado en armar el trípode de estacas del cual colgaría la alforja llena de carne.

–Lo sé, pero de todos modos lamento abandonarlo.

Colgaron la alforja; después, Ayla miró en dirección al fuego y pensó en la comida que acababa de poner a cocer, a pesar de que nada era muy visible. Estaba cocinando en un horno de suelo, un orificio en el terreno revestido con piedras calientes, y en su interior había depositado la carne de corzo sazonada con hierbas, así como hongos, helechos y raíces de espadaña que ella misma había recogido, todo ello envuelto en hojas de uña de caballo. Luego colocó encima más piedras calientes y una capa de tierra. Pasaría un rato antes de que se completara la cocción, pero Ayla se alegraba de que se hubiesen detenido bastante temprano –y de haber tenido la buena suerte de conseguir carne fresca varias horas antes– para cocerla de ese modo. Era su método favorito, porque así el alimento conservaba el sabor y al mismo tiempo era tierno.

–Siento calor y el aire está pesado y húmedo. Voy a caminar y a refrescarme un poco –dijo ella–. Incluso pienso lavarme el cabello. He visto algunas raíces jaboneras que crecen río abajo. ¿Te animas a nadar?

–Sí; creo que sí, y también me lavaré el pelo, si encuentras suficiente cantidad de esa raíz jabonera para mí –dijo Jondalar. En sus ojos azules bailoteaba una sonrisa mientras se recogía un mechón de grasientos cabellos rubios que le habían caído sobre la frente.

Caminaron juntos a lo largo de la ancha y arenosa orilla del río. Lobo les seguía, entrando y saliendo de los arbustos, sin dejar de olfatear nuevos olores. De pronto, se abalanzó hacia delante y desapareció en un recodo.

Jondalar observó el rastro de cascos equinos y patas de lobo que habían dejado antes.

–Quisiera saber qué pensaría alguien si viese esto –dijo, sonriendo ante la idea.

–¿Qué pensarías tú? –preguntó Ayla.

–Si las huellas de Lobo fuesen claras, diría que un lobo está siguiendo a los caballos; pero en ciertos lugares es evidente que las huellas de los caballos están sobre las del lobo, de modo que no puede estar siguiéndolos. Está caminando con ellos, y eso confundiría al rastreador –dijo.

–Incluso si las huellas de Lobo fuesen claras, yo me preguntaría por qué un lobo está siguiendo a los dos caballos. Las huellas demuestran que son animales fuertes y sanos; mira lo profunda que es la marca y el dibujo de los cascos. Uno adivina que van cargados –dijo Ayla.

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