Las llanuras del tránsito (18 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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La gran variedad y el considerable tamaño de los animales que vivían en aquellas antiguas estepas, más el excedente de los exagerados y poderosos apéndices, así como el desarrollo complementario, podían mantenerse sólo en un ambiente de calidad excepcional. Sin embargo, era una tierra frígida, seca y dura, rodeada por barreras de hielo altas como montañas y sombríos océanos de agua helada. Parecía contradictorio que un ambiente tan duro pudiese suministrar la riqueza necesaria para el desmesurado crecimiento de los animales, pero en realidad el ambiente era el más apropiado para propiciarlo. El clima frío y seco facilitaba el crecimiento de la hierba e impedía el de los árboles.

Los árboles, por ejemplo, los robles o los abetos, crecen de manera pasmosa, pero necesitan mucho tiempo y abundante humedad para madurar. Los bosques pueden alimentar y sostener toda una gama de distintas plantas y diferentes animales, pero los árboles necesitan recursos para mantenerse y no facilitan el desarrollo de multitud de grandes animales. Unos pocos animales pueden consumir nueces o frutos, y otros alimentarse de hojas, o incluso de las ramitas de un árbol, pero la corteza y la madera en general son incomibles y vuelven a crecer despacio una vez destruidas. La misma energía e iguales nutrientes del suelo aplicados al mismo peso de pasto alimentarán a muchos, muchos más individuos, y la hierba se renovará constantemente. Un bosque puede ser el ejemplo fundamental de una vida vegetal fecunda y productiva, pero la hierba fue lo que originó la vida animal extraordinaria y abundante, y los pastizales fueron el factor que la apoyó y la sostuvo.

Ayla se sentía incómoda, pero no sabía muy bien por qué. No era nada específico, sólo un sentimiento extraño y excitante. Antes de que comenzaran a descender la alta colina, habían visto nubes de tormenta que se agrupaban a cierta altura sobre las montañas, hacia el oeste, e incluso relámpagos, y habían oído el retumbar distante de los truenos. Sobre sus cabezas, empero, el cielo ostentaba un azul claro e intenso, y el sol continuaba alto, aunque ya había pasado el cenit. Era improbable que lloviese cerca, pero a Ayla no le gustaban los truenos y se preguntaba si la amenaza de tormenta sería la causa de su inquietud. El profundo retumbar de los truenos siempre le recordaba los terremotos.

«Quizá sea sólo que mi período lunar comenzará dentro de un día o dos», pensó Ayla, y trató de ahuyentar su preocupación. «Será mejor que tenga preparadas mis correas de cuero y la lana de musmón que Nezzie me dio. Me dijo que era el mejor acolchado para usar de viaje, y tenía razón. Después podré lavar la sangre con agua fría.»

Ayla no había visto antes onagros, y, absorta en sus pensamientos, no prestaba atención mientras los animales descendían la pendiente. Creyó que se trataba de caballos, pero cuando se acercaron, comenzó a percibir las diferencias. Eran un poco más pequeños, con las orejas más largas, y las colas no eran una trenza móvil de muchos mechones de pelo, sino una suerte de eje más corto y fino cubierto con el mismo tipo de pelo que tenían en el cuerpo, y con un pompón más oscuro en el extremo. Ambas clases de animales tenían crines erectas, pero en los onagros eran más desiguales. El pelaje de los animales del pequeño rebaño era de color pardo rojizo claro en el lomo y los costados, con una tonalidad mucho más clara, casi blanca, en el vientre, incluso en las patas y los hocicos; además tenían una raya oscura a lo largo de los omoplatos, otra a través de las paletillas y varias fajas más oscuras en las patas.

Aunque el pelaje leonado de Whinney era un poco más claro de lo común y presentaba un intenso tono amarillo dorado, la mayor parte de los caballos de la estepa poseían un matiz pardo grisáceo neutro análogo, y en general se asemejaban a la yegua de Ayla. El tono pardo intenso de Corredor era desusado en su especie. La tupida y dura melena de la yegua era gris oscura, y el color descendía por el centro de su lomo hasta la cola larga y suelta. La zona inferior de las patas también era oscura, casi negra, y apenas podía percibirse la leve sugerencia de unas rayas en el sector superior de las patas. El color del corcel bayo era demasiado oscuro para mostrar muy claramente la raya feral negra que descendía por la columna vertebral, pero su melena negra, la cola y las patas se ajustaban al esquema típico.

Para los entendidos en caballos, la conformación del cuerpo de los animales que marchaban frente a ellos era también un tanto distinta. No obstante, parecían caballos. Ayla advirtió que incluso Whinney demostraba más interés del acostumbrado al ver a otros animales. Entretanto, el rebaño había dejado de pastar y les observaba. Lobo también estaba interesado y había adoptado una postura de acecho, preparado para perseguirlo, pero Ayla le ordenó que permaneciera sentado. Deseaba observarlos. Uno de los onagros emitió de pronto un sonido y ella percibió la diferencia. No era un relincho o un gemido, sino más bien un rebuzno que parecía tener mayor estridencia.

Corredor movió la cabeza y relinchó en respuesta, y después adelantó enérgicamente la cabeza para oler un gran montón de estiércol fresco. A juicio de Ayla, que cabalgaba junto a Jondalar, tenía el aspecto y el olor del estiércol de caballo. Whinney rozó y olió también el montón, y cuando el olor llegó más fuerte a su nariz, Ayla creyó percibir un componente distinto, quizá como consecuencia de diferentes preferencias alimenticias.

–¿Son caballos? –preguntó.

–No exactamente. Se parecen a los caballos, como los antes se parecen a los renos, o los alces a los ciervos. Se llaman onagros –explicó Jondalar.

–Me gustaría saber por qué no los he visto antes.

–No lo sé, pero parece que les agrada esta clase de lugar –dijo Jondalar, inclinando la cabeza en un gesto que aludía a las colinas rocosas y la escasa vegetación de las planicies altas, áridas y semidesérticas por las que atravesaban. Los onagros no eran un cruce de caballos con asnos, aunque parecían serlo, sino más bien una especie única y viable, con ciertas características de las dos anteriores, y muy resistente. Podían subsistir con una dieta alimenticia más basta que la de los caballos, en la que entraban cortezas, hojas y raíces.

Cuando se acercaron más al rebaño, Ayla vio un par de animales jóvenes y no pudo evitar una sonrisa. Le recordaron a Whinney cuando era de temprana edad. En ese momento, el lobo aulló para atraer su atención.

–Está bien, Lobo. Si quieres cazar a estos... onagros –pronunció lentamente la palabra nueva, acostumbrándose al sonido–, adelante.

Ayla se sentía complacida con los progresos que realizaba en el entrenamiento del animal, pero a Lobo no le agradaba permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Aún rebosaba el entusiasmo y la curiosidad propios del cachorro. Lobo aulló y saltó en pos del rebaño. Con un movimiento de sobresalto, los onagros huyeron a una velocidad constante y no tardaron en dejar atrás al joven y supuesto cazador. Lobo se reunió con Ayla y Jondalar cuando éstos ya se aproximaban a un ancho valle.

Aunque los valles de los ríos que transportaban el sedimento originado por la lenta erosión de las montañas todavía les salían al paso mientras avanzaban, en realidad el suelo descendía gradualmente hacia la cuenca del delta del Río de la Gran Madre y el Mar de Beran. A medida que se desplazaban hacia el sur, el verano era más intenso y los vientos cálidos provocados por el desplazamiento de las depresiones atmosféricas a través del mar se sumaban a las temperaturas cada vez más elevadas de la estación, así como a las turbulencias del tiempo.

Los dos viajeros ya no vestían prendas de abrigo, ni siquiera cuando apenas se habían levantado. Ayla pensaba que el aire fresco y limpio a primera hora de la mañana era el mejor momento del día. Una vez entrada la tarde hacía calor, más calor que de costumbre, y ella sentía deseos de descubrir un arroyo agradable y fresco para nadar. Echó una mirada al hombre que cabalgaba unos pocos metros delante. Estaba desnudo hasta la cintura, y también llevaba las piernas descubiertas; se cubría sólo con un taparrabos. Los largos cabellos rubios, recogidos y sujetos con una cuerda sobre la nuca, tenían mechones más claros a causa del sol y aparecían más oscuros allí donde la transpiración los había humedecido.

De tanto en tanto veía la cara afeitada de Jondalar, y le agradaba contemplar la mandíbula fuerte y el mentón bien dibujado, si bien aún le resultaba extraño, al menos en parte, ver a un hombre adulto sin barba. Él le había explicado una vez que le gustaba dejarse crecer la barba en invierno para calentarse la cara, pero siempre se la cortaba en verano, porque así estaba más fresco. Todas las mañanas, para afeitarse, usaba una hoja especial de pedernal, muy afilada, tallada por él mismo y repuesta cuando era necesario.

También Ayla había reducido su atuendo a una breve prenda, parecida al taparrabos de Jondalar. Ambas prendas consistían básicamente en un retazo de cuero suave, pasado entre las piernas y sostenido con una cuerda alrededor de la cintura. Él lo usaba con el extremo suelto de la espalda asegurado por el cordel y el extremo del frente formando una solapa corta. Ayla también sujetaba el suyo con un cordel alrededor de la cintura, pero la pieza era más larga, y los dos extremos estaban sueltos, uniéndose a los costados para colgar a guisa de delantal delante y detrás. El resultado era una especie de camisa corta abierta en los costados. Con la protección del cuero suave y poroso que servía como asiento, la cabalgata durante períodos prolongados a lomos de un caballo sudoroso era más cómoda, si bien la piel de becerro echada sobre el lomo del animal también contribuía a ello.

Jondalar había aprovechado la alta colina para determinar el lugar en que se encontraban. Se sentía complacido con los progresos de la marcha, y por lo mismo su actitud respecto del viaje era más optimista. Ayla advirtió que parecía más tranquilo. Sabía que este cambio se debía, en parte, al dominio cada vez mayor que ejercía sobre el joven corcel. Aunque ya había cabalgado en él a menudo, el viaje a caballo le proporcionaba la asociación constante que le permitía comprender el carácter, las preferencias y los hábitos de Corredor, y al mismo tiempo permitía que el caballo conociera mejor a Jondalar. Incluso los músculos de éste habían aprendido a adaptarse al movimiento del animal, y su modo de sentarse era más cómodo, tanto para él como para el corcel.

En cualquier caso, Ayla creía que la postura cómoda y descansada con que cabalgaba indicaba algo más que una mayor destreza en el dominio del caballo. Había menos tensión en sus movimientos y era evidente que la inquietud de Jondalar se había atenuado. Aunque no podía verle la cara, adivinó que la expresión inquieta había desaparecido y que quizá estaba dispuesto a sonreír. A ella le encantaba que él sonriera y adoptase una actitud juguetona. Observó el modo en que los músculos de Jondalar se movían bajo la piel bronceada, al compás del paso de Corredor, en un suave movimiento hacia arriba y hacia abajo, y entonces sintió una ola cálida que nada tenía que ver con la temperatura... y sonrió para sí misma. Le agradaba observarlo.

Hacia el este, aún podían ver las montañas que se elevaban con su color púrpura a lo lejos, coronadas por el blanco reluciente que atravesaba las nubes más oscuras. Raras veces veían los picos helados y a Jondalar le encantaba ese goce desusado. En general, estaban ocultos por las nubes brumosas y bajas que los envolvían como suaves pieles blancas destinadas a proteger un secreto chispeante, y que se abrían apenas lo suficiente para revelar tentadoras imágenes y hacer que fuesen aún más deseables.

También él sentía una oleada cálida, y hubiera querido estar más cerca de aquellas cumbres montañosas coronadas de nieve; tan cerca, por lo menos, como de las viviendas de los sharamudoi. Pero cuando vio el resplandor del agua en el valle, más abajo, y elevó los ojos al cielo para comprobar la posición del sol, decidió que bien podían detenerse y acampar aunque era más temprano que de costumbre. Avanzaban a buen ritmo, desplazándose con más rapidez de lo que él había calculado, aunque no sabía cuánto tiempo les llevaría llegar a la siguiente fuente de agua.

La ladera alimentaba abundantes pastizales, principalmente espolín, festucas y hierbas mezcladas con variedades de gramíneas anuales de reproducción rápida. El espeso subsuelo de loess, que sustentaba una capa de marga negra y fértil con abundancia de humus procedente de la vida vegetal descompuesta, incluso favorecía el crecimiento de los árboles; éstos, excepto el ocasional pino achaparrado que luchaba por obtener el agua del subsuelo, eran poco habituales en las estepas de la región. Un bosque donde había hayas y alerces, así como coníferas cuyas agujas se desprendían en invierno, descendía por la ladera de la colina junto con ellos, y fue reemplazado más abajo por alisos y sauces. Al pie de la ladera, donde el suelo se nivelaba a cierta distancia del arroyo rumoroso, Ayla vio sorprendida algún que otro roble enano, una haya o un tilo en diferentes lugares abiertos. No había visto muchos árboles de hoja grande después de abandonar el Clan de Brun, en el extremo sur bien irrigado de la península que se internaba en el Mar de Beran.

El riachuelo se abría paso alrededor de los arbustos mientras atravesaba el fondo del valle, pero una de sus curvas se deslizaba más cerca de una hilera de sauces altos y esbeltos que eran una continuación de la ladera más boscosa del lado opuesto. Ayla y Jondalar generalmente preferían cruzar un río antes de acampar, porque de ese modo no necesitaban mojarse cuando partían por la mañana; por tanto, decidieron acampar en las inmediaciones de los sauces. Descendieron el curso del río, en busca de un lugar para atravesarlo, y encontraron un paso ancho, pedregoso, que permitía vadear la corriente; después, dieron media vuelta y regresaron al sitio elegido para acampar.

Mientras armaban la tienda, Jondalar advirtió que estaba observando a Ayla, consciente del cuerpo cálido y bronceado de la joven, mientras pensaba cuán afortunado era. No sólo era hermosa; su fuerza, su gracia flexible, la seguridad de sus movimientos, todo eso le agradaba, pero, además, era una buena compañera de viaje y contribuía al bienestar de ambos. Aunque Jondalar se sentía responsable de la seguridad de Ayla y deseaba protegerla de todo daño, también le reconfortaba saber que podía confiar en ella. En ciertos sentidos, viajar con Ayla era como viajar con su propio hermano. También había adoptado la misma actitud protectora con respecto a Thonolan. Entraba en su carácter preocuparse por los seres amados.

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