Read Las Hermanas Penderwick Online
Authors: Jeanne Birdsall
Para cuando llegó al estanque de los lirios, se había quedado sin aliento. Se encaramó a una roca que se adentraba en el agua, se tumbó boca arriba y contempló el cielo nocturno. Un millón de estrellas titilaban encima de ella. Se preguntó cómo sería observar el firmamento con Cagney a su lado. ¿De qué hablarían? ¿De las constelaciones? Ella se las había aprendido de memoria en cuarto curso, pero sólo se acordaba de Orion. Aunque, a lo mejor, no habría necesidad de hablar. Tal vez se limitaran a tomarse de la mano y...
Entonces aquella fantasía se evaporó de golpe. Rosalind oyó algo, y no era una de las ranas del estanque; más bien parecía una risita. Se giró buscando al emisor de aquella risa, y cuando dio con él, deseó con todas sus fuerzas haberse quedado en su habitación. En la otra orilla había dos personas de pie, mirándose fijamente a los ojos. Acababan de llegar. Rosalind rezó para que se marcharan, pero no sirvió de nada; sólo tenían ojos el uno para el otro. Acto seguido rezó para que aquel chico tan alto que llevaba una gorra de béisbol no fuese quien ella creía que era. Por lo que respectaba a su compañera, una adolescente desconocida de larga melena pelirroja, esperó no volver a verla nunca más.
«Mientras no se besen —pensó—, no tengo de qué preocuparme.»
Se besaron.
Ahora Rosalind sí que sentía como si un camión le hubiera pasado por encima. Tenía que salir de allí; alejarse cuanto pudiera y regresar de inmediato a la seguridad de su lecho. Contuvo la respiración y descendió por la roca de vuelta hacia la orilla. Unos centímetros más y lo habría logrado. ¡Oh, no! ¡Demasiado tarde! La pareja dejó de besarse y se giró hacia ella. Y ahí estaba Rosalind, en lo alto de una roca, brillando a la luz de la luna como una gigantesca araña blanca. Debía hacer algo. Si la veían, sería el acabóse. A lo mejor, si bajaba por el costado de la piedra hacia el agua, no estaría tan expuesta y pasaría inadvertida. Poco a poco fue descendiendo sin ser vista. Entonces, de repente...
—¡Ah! —exclamó; perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente en el estanque.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz femenina que Rosalind no había oído nunca.
—Debe de haberse golpeado la cabeza al caer de la roca. Debemos mantenerla caliente.
En cambio, esa voz masculina sí que le resultaba familiar. Era la voz de un chico cuyo nombre prefería no recordar. Rosalind notó cómo él la envolvía con algo suave y seco. Sólo entonces se percató de que estaba estirada en el suelo, empapada, que tenía frío, y que la cabeza le dolía horrores.
—¿Sabes de quién puede tratarse? —preguntó la desconocida.
—Es Rosalind, la mayor de esas hermanas Penderwick de las que te hablé. Vaya por Dios, está comenzando a tiritar.
—Es bastante guapa, ¿no te parece?
—Y yo qué sé; no es más que una chiquilla. Oye, ¿te importa quedarte junto a ella unos minutos, mientras voy a buscar al señor Penderwick?
Rosalind se estremeció y soltó un gruñido. Quería decirles que no molestasen a su padre, pero en cuanto abrió la boca, dijo algo completamente distinto:
—Pobre Ofelia; el agua se la llevó.
—¿De qué demonios está hablando?
—Debe de estar delirando. ¿Puedes oírme, Rosalind? —preguntó Cagney, que, obviamente, era el muchacho en cuestión.
¿Por qué había tenido que ser él y no un extraño quien la hubiera sacado del agua?
Rosalind abrió los ojos y trató de reaccionar.
—No molestes a papá —acertó a decir.
—Te has golpeado la cabeza.
—Estoy bien, de veras —aseguró ella, intentando incorporarse. Entonces advirtió que estaba envuelta en una camiseta de los Red Sox.
Con mucho cuidado, Cagney volvió a apoyarla contra el suelo.
—Será mejor que no te muevas durante un rato.
—Quiero irme a casa —manifestó Rosalind, y para colmo, rompió a llorar.
—Ya te llevo yo.
—No; en serio, puedo caminar.
Cagney hizo oídos sordos y la tomó en brazos. Rosalind miró a la pelirroja por encima del hombro del jardinero. «Es guapa», pensó, sintiéndose como un saco de patatas.
—Te presento a Kathleen —dijo el joven.
—Hola —la saludó Rosalind.
—Lamento lo del accidente —dijo la chica.
¡Accidente! Lo cierto es que, en ese momento, la muchacha sentía como si toda la estancia en Arundel hubiera sido un accidente.
—Vale, Rosy, aguanta —la animó Cagney—. Allá vamos.
Durante muchos años, Rosalind no podría ver una camiseta de los Red Sox sin recordar aquel largo viaje de vuelta a la casita. Kathleen se dedicó a hablar de amigos que Cagney y ella tenían en común, y que Rosalind no conocía, y sobre la próxima película que irían a ver al cine, una historia de amor de la que tampoco había oído hablar, y de las citas que habían tenido y de las que tendrían en adelante. Cagney dejaba escapar algún comentario de vez en cuando, pero Rosalind no abrió la boca durante todo el trayecto. ¿Qué podía decir? ¿Que aquello era insoportablemente humillante, y que no tenía ni idea de que ellos estarían en el estanque? ¿Y que, de haberlo sabido, habría sido el último lugar de la Tierra adonde hubiera ido? No, no podía decir nada de todo eso, y era plenamente consciente de que ponerse a hablar de las constelaciones era lo más estúpido que podía hacer. Por lo tanto, cerró los ojos y descansó la cabeza contra el hombro de Cagney. Por mucho daño que sintiera, no había otro sitio donde apoyarla, así que dejó que las lágrimas le cayesen en silencio por las mejillas.
El libro desgarrado
—¿Vas a contarme lo que pasó anoche, Rosalind? —preguntó el señor Penderwick.
—Es que no hay nada que contar, papá; en serio. Necesitaba tomar el aire, así que me fui a dar una vuelta, me caí en el estanque de los lirios y me golpeé la cabeza contra una piedra.
Miró a su padre como suplicándole que no insistiera. La noche anterior, cuando Cagney la llevó a casa, medio ahogada y con un moratón en la frente, su padre tuvo la deferencia de no preguntarle nada al respecto. ¿Acaso pretendía que por la mañana ella confesara lo ocurrido? Ya le había costado bastante reconocérselo a sí misma, tras pasar toda la noche dando vueltas en la cama. Qué estúpida había sido al entregar su corazón a alguien que la veía como a una niña pequeña. Pensó que tardaría años y años en volver siquiera a pensar en un chico. A partir de entonces, sus únicas preocupaciones serían su familia, sus amigas y la escuela.
—¿Cómo es que Cagney y esa chica...?
—Kathleen.
—Kathleen, eso es. ¿Cómo es que ellos estaban allí justo para rescatarte? ¿Mera coincidencia?
—Algo así; es decir, sí.
—¿Y no ha tenido nada que ver con el hecho de que Skye volviera ayer empapada? ¿Será Jane la próxima? ¿Acaso tendré que recibir a mis hijas una a una como si acabasen de salir del fondo del mar?
—Venga, papá...
El señor Penderwick miró a su alrededor, como buscando ayuda.
—Te estás haciendo mayor, Rosalind. Hay cosas sobre las adolescentes que, simplemente, se me escapan. Ojalá tu madre...
Se detuvo. Su hija tenía los ojos llenos de lágrimas. Aquello era peor que una confesión.
—Dime algo, Rosy. Si tu madre aún viviera, ¿te daría vergüenza explicarle algo de lo que sucedió anoche?
—No —respondió con firmeza.
—Entonces no tengo de qué preocuparme.
—Bueno, puede que un poco.
—Aclárate.
De repente Skye entró en la cocina como una exhalación.
—¿Se sabe algo de Jeffrey? —preguntó.
—No —contestó Rosalind.
—Vaya. —Entonces advirtió la herida de su hermana—. ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Nada.
—¿Qué quieres decir? Eso tiene incluso peor pinta que el chichón que le causé a Jeffrey cuando me topé con él por primera vez.
—«Nada» significa que tu hermana no tiene ganas de hablar del tema —dijo el señor Penderwick.
Entonces entró Jane, bailando y agitando un cuaderno azul.
—¡Ya está! ¡He terminado mi libro! He despertado esta mañana y el final de la historia se me ha aparecido como por arte de magia, así que me he apresurado a escribirlo. ¿Puedo pasarlo a tu ordenador, papá?
—Con calma, cariño. ¿Cómo te sientes?
—Genial, aunque todavía tengo la nariz un poco tapada —contestó, resoplando sonoramente para demostrarlo—. Creo que acabar el libro me ha ayudado a ponerme mejor.
—En ese caso, claro que puedes usar mi ordenador. ¿Nos dejarás luego leer tu obra maestra?
—Por supuesto, papá. ¡Rosalind! ¿Cómo te has hecho eso? —preguntó entonces Jane.
—No quiere decírnoslo —repuso Skye.
—¿Por qué no?
—Porque ha decidido no hacerlo —respondió su padre.
En ese instante sonó el teléfono, que estaba en una de las paredes de la cocina. Rosalind fue hasta él y descolgó.
—¿Sí? Ah, hola, Churchie. Sí, está aquí —dijo, girándose hacia Skye—. Churchie tiene que darte un mensaje.
—Debe de ser de Jeffrey —supuso Skye, ansiosa, tomando el auricular.
Sin embargo, una vez que colgó ya no estaba tan emocionada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rosalind, fijándose en la angustia que se reflejaba en el rostro de su hermana.
—Ayer la señora Tifton y Dexter se llevaron a Jeffrey a Pensilvania.
—¡Pensilvania! —exclamó Jane—. ¡Eso significa que ha ingresado en la Academia Militar Pencey!
—Oh, no. —Rosalind se desplomó sobre la silla. Sus problemas eran nada comparados con los que tenía el pobre Jeffrey en esos momentos.
—¿Qué nuevo misterio es éste? —preguntó el señor Penderwick.
A las hermanas les llevó un rato contárselo todo. En un principio trataron de explicarle directamente lo de Pencey, pero se dieron cuenta de que, para que la historia tuviera sentido, debían retroceder un poco y hablarle del general Framley y West Point. Luego habían de explicarle el repulsivo papel de Dexter en todo el asunto, junto con la escasa información que tenían acerca del padre de Jeffrey. Cuando hubieron terminado, Skye no aguantó más y escupió el incidente del día anterior con la señora Tifton; o al menos la mayor parte de él. Mencionó los improperios que la mujer había vertido sobre su madre y, para vergüenza de Rosalind, lo que había dicho de ella y Cagney.
—Qué mujer tan abominable —dijo Jane cuando su hermana hubo concluido.
—Y todavía no sé si Risitas lo ha superado —añadió Skye.
El señor Penderwick se asomó a la ventana y miró a su hijita, que estaba jugando a los vampiros con
Hound.
El perro se hallaba tumbado boca arriba, intentando deshacerse de la toalla negra que la niña le había atado al cuello a modo de capa.
—¡Sangre, sangre! —chillaba la niña agazapada detrás del cuenco de agua del sabueso.
—Pues a mí no me parece que se encuentre mal —opinó su padre—. De todos modos, hablaré con ella más tarde.
—¿Y qué pasa con Jeffrey? —preguntó Jane—. ¿Creéis que ya estará encerrado en esa horrible academia? ¿Volveremos a verlo?
—Churchie no sabe nada más al respecto —dijo Skye—. Cuando partieron ayer por la tarde, lo único que dejó dicho la señora Tifton fue que hoy estaría de regreso antes de cenar. Como mencionó lo de Pensilvania en último momento, Churchie no tuvo oportunidad de despedirse de Jeffrey en condiciones, aunque él alcanzó a susurrarle un mensaje antes de que se lo llevaran: «Dile a Skye que no es culpa suya»; eso fue todo.
—Churchie debe de estar muy enfadada —dijo Rosalind.
—Pobre Churchie; y pobre Jeffrey —añadió Jane.
—¿Estáis seguras de que él no quiere ir a Pencey? —preguntó el señor Penderwick—. ¿Y de que no tiene ningún interés en hacer carrera como militar?
—Al cien por cien —respondió Skye.
—¿Y él se lo ha dicho a su madre? Porque normalmente los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero no siempre saben qué es lo mejor.
—Jeffrey ha tratado de explicárselo, pero ella ha hecho oídos sordos —contestó Rosalind.
—Eso no está bien. —El señor Penderwick miró a sus hijas—. Espero que vosotras penséis que os escucho. Al menos eso intento.
—¡No seas bobo, papá! —exclamó Jane, lanzándose sobre él por un lado mientras que Rosalind lo abrazaba por el otro.
—Bueno —dijo Skye entonces—. Está esa vez en que mamá y tú nos obligasteis a hacer de damas de honor en la boda del tío Gordon, a pesar de que os repetí una y otra vez que yo no quería.
—Eso fue hace seis años, Skye —señaló Rosalind.
Ella siguió adelante.
—Y tuve que ir con ese horrible vestido rosa de volantes y ese estúpido sombrero con lazos por todas partes.
—¡Pues a mí ese sombrero me encantaba! —exclamó Jane.
—Y todos los adultos no dejaban de agacharse y decirme lo guapa que estaba —rubricó Skye.
—Lo siento, Skye. Debió de ser muy duro para ti —se disculpó su padre—. Te prometo que nunca más te pediré que hagas de dama de honor.
—Gracias —contestó la niña, con la cabeza bien alta.
—Pero ya somos demasiado mayores para... —protestó Jane.
Rosalind la interrumpió frunciendo el entrecejo y cambió de tema.
—Volvamos a Jeffrey y Pencey.
—Sí —dijo el señor Penderwick, procurando no sonreír.
—¿Qué podemos hacer para ayudarlo? —preguntó Skye.
—La verdad es que no se me ocurre nada. Ahora mismo, lo único que podemos hacer es esperar a que vuelva de Pensilvania.
—Si es que vuelve —apuntó Rosalind.
Jane suspiró, y como si de una espesa niebla se tratase, el desaliento se abatió sobre la cocina.
La culpa no era una emoción demasiado familiar para Skye, pero es lo que sentía en aquel momento. Jeffrey podría haberle dejado mil mensajes diciéndole que nada de todo aquello era culpa suya, y ella no habría acabado de convencerse. Ojalá no hubiese luchado con él en la sala de música; ojalá no le hubiera gritado a la señora Tifton; ojalá no fuera tan bocazas.
Hacía ya una hora que Skye estaba acechando por los jardines de Arundel, asomada por detrás de uno de los rosales, y todavía no había sucedido nada. El coche de la señora Tifton seguía sin aparecer, y nadie había vuelto de Pensilvania. Incluso Cagney parecía haberse esfumado. Era como si el lugar se encontrase bajo algún conjuro maléfico, como en el tostón de
La bella durmiente,
o en la todavía más aburrida
Blancanieves,
o en cualquiera de esas historias infantiles que Jane se sabía de memoria.
Skye se sentó en el banco que había tras el rosal y abrió el libro de matemáticas que había llevado consigo. A lo mejor hacer algunos problemas la distraía. «Si un pedazo de madera de catorce metros se corta en dos partes en una relación de tres a cuatro, ¿cuánto mide cada parte?»