Read Las Hermanas Penderwick Online
Authors: Jeanne Birdsall
—Fijaos en este pobre muchacho —dijo Jane, señalando la fotografía de un joven tieso como una estaca, vestido con un uniforme militar de color azul.
—Y mirad la lista de clases que hay detrás —añadió Jeffrey—. No hay nada de música, salvo la banda de vientos. No lo soportaré. Me volveré loco y moriré.
—Maldito sea ese Dexter. Ojalá se pudra en el infierno.
Rosalind y Risitas salieron al porche justo a tiempo de oír el improperio de Skye.
—¿Ya estáis hablando de Dexter? —preguntó Rosalind.
—Pues claro —contestó Jane.
—Grrr —soltó Skye.
—He estado pensando. No es que me importe demasiado irme a un internado, sobre todo después de que mi madre se case con Dexter. —Jeffrey se estremeció—. Pero ¿por qué no enviarme a un lugar donde sea feliz? Conozco a un chico que tiene una hermana que va a un internado en Boston para que los sábados pueda recibir clases de viola en el Conservatorio de Música de Nueva Inglaterra. Me encantaría hacer algo parecido.
—Lo que deberías hacer es hablarle a tu madre de esto, Jeffrey —opinó Rosalind.
—¿Cómo? Ni siquiera me ha contado que piensa casarse con Dexter.
—Grrr —repitió Skye.
—Pobre Jeffrey —dijo Risitas, acariciándole la mejilla—. Rosalind y yo vamos a buscar hojas de diente de león para
Yaz
y
Carla,
porque Cagney dice que a los conejos les encantan. ¿Por qué no vienes con nosotras? Será divertido.
—No puede —terció Skye—. Vamos a jugar al fútbol.
—Otra vez será, Risitas —dijo él.
—Aseguraos de permanecer a este lado del seto durante las próximas horas —recalcó Rosalind—. Churchie ha llamado para avisarnos de que la gente del Club de Jardines llegará de un momento a otro.
—Ya nos lo has dicho —le recordó Skye.
—Pues os lo repito. Papá va a dejar a
Hound
dentro de casa, al menos hasta después del almuerzo. No podemos cruzar a los jardines hasta estar seguros de que esas personas se han ido, ¿de acuerdo? —preguntó. No hubo respuesta. Skye y Jane estaban leyendo el folleto de Pencey, mientras que Jeffrey se había puesto a devorar en silencio las crepes rellenas de mermelada de arándanos.
Rosalind levantó la voz—: ¡¡Skye!! ¡¡Jane!! ¡Aseguraos de manteneros apartadas de Arundel Hall hasta que el concurso haya concluido! Y no olvidéis que tenéis que comportaros como damas, o como caballeros, o lo que sea.
—Ya lo sabemos, Rosalind —afirmó Jane.
—En serio —remató Jeffrey.
—Hace días que somos buenas —declaró Skye—. No somos tan estúpidas como para echarlo todo a perder a estas alturas.
—Porque la señora Tifton...
—No te preocupes.
—Vamos, Rosalind —dijo Risitas, tirándole de la mano—. Se lo hemos prometido a Cagney.
Sin más, las dos hermanas emprendieron la marcha.
—Escuchad —dijo Jane con la nariz pegada al folleto—: «En Pencey construimos una sólida base moral a través del trabajo duro, una estricta disciplina y una rigurosa actividad física.»
—Ya no lo aguanto más —soltó Jeffrey, robándole el folleto y tirándolo al suelo del porche—. Vamos a jugar al fútbol.
Le tocaba a Skye decidir la modalidad de juego, y se decantó por un combate de dos contra uno, una combinación de carrera campo a través, tácticas de guerrilla y juego de la peste, perfecta para el abrupto terreno que rodeaba la casita, con todos aquellos árboles y la hierba tan alta. Era incluso mejor con dos balones, de los que disponían porque el señor Penderwick había reparado el que
Hound
había mordido. Por otra parte, hacía ya días que habían bautizado a la pelota de Jeffrey como
Dexter.
Skye escupió en la otra y, después de ponerle el nombre de
Academia Militar Pencey,
la lanzó al aire. La contienda había comenzado.
Jeffrey jugaba como un salvaje, golpeando los balones con una furia desconocida para Jane y Skye. Tomaba el control de la pelota
Pencey
a cada oportunidad que se le presentaba y la estrellaba contra los árboles, contra las piedras y contra cualquier cosa que se le ponía por delante, hasta el punto de que las chicas pensaron que el balón iba a reventar. Eso no quería decir que Skye se lo tomara con más calma. Le hervía la sangre cada vez que pensaba en el posible destino de su amigo, y en tanto que no podía descargar su rabia contra Dexter, sí que podía hacerlo con el esférico que llevaba su nombre. Jane, con diferencia, era la peor de los tres. La inquietud que sentía por lo que pudiera pasar con Jeffrey, mezclada con el brutal enfrentamiento futbolístico, sacó su lado más agresivo, tan agresivo que, de hecho, tuvo que adoptar la identidad de alguien más rudo que ella misma, más rudo incluso que Sabrina Starr, para soportar la contienda. Fue ahí cuando entró en escena Mick Hart, el talentoso centrocampista de Manchester, Inglaterra, inventado por ella hacía seis meses tras un terrorífico partido en el que fue vapuleada por una defensa dos veces más grande que ella. Cuando Jane se convertía en Mick, aparte de no sentir dolor, podía regatear a cualquier defensa sobre la faz de la Tierra, y era idolatrada por hinchas y por compañeros de equipo. Por no mencionar lo bocazas que se volvía. Ésa era su parte favorita.
—¡¡Majadera!! —gritó una y otra vez—. ¡¡Mentecata!! ¡¡Burra!!
Skye trató con todas sus fuerzas de sobreponerse a los insultos. Tropezó con la raíz de un árbol y acabó mordiendo el polvo, pero luego tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para recuperar a
Dexter
o
Pencey,
que no dejaban de pasar de largo. Lo cierto es que tanto Jeffrey como Jane estaban jugando a su mejor nivel, y Skye no daba una, por lo que su frustración iba en aumento.
—¿Qué te ocurre, Skye? —se burló Jeffrey, pasándole la pelota a Jane por encima de ella.
—¡Nada! —replicó, sin poder impedir que el balón regresase al chico.
—¡¡Atontada!! —gritó Jane con insidia—. ¡¡Lerda!!
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Una cosa era que
la
llamaran burra, pero nadie soportaría que su hermana pequeña la tildara de lerda, incluso considerando que Jane no sabía lo que significaba. Skye se olvidó de las reglas, reglas, todo hay que decirlo, mínimas, y fingió caer dolorida al suelo. Jane titubeó, pero durante un segundo el amor fraternal prevaleció sobre la dureza de Mick Hart. Skye aprovechó el momento y, soltando una risa demoníaca, se puso de pie, se lanzó contra
Pencey
y se lo pasó a Jeffrey.
—¡Jane va al medio! —gritó, triunfante.
¡Y ahí fueron nuevamente! Corriendo, acelerando, frenando, regateando y jadeando, Skye y Jeffrey fueron pasándose a
Dexter
y
Pencey
una y otra vez. Jane gritaba, amenazaba y trataba de alcanzar algún balón, hasta que finalmente, en un rapto de inspiración, pegó un salto impresionante y cortó la trayectoria de
Dexter
con un bloqueo de manual.
Ahora era Jeffrey el que debía cazar una de las dos pelotas. Se colocó entre ambas hermanas, decidido a recuperar su posición inicial en el juego, pero de repente Jane y Skye se habían convertido en el equipo perfecto. Comenzaron a colarse entre los árboles y pasarse los balones con precisión milimétrica, manteniéndolos fuera del alcance del chico. Aquello era un dos contra uno en toda regla. Incluso Jeffrey, a pesar de su furia, se daba cuenta de ello. Sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse. Decidió hacer caso omiso de las pelotas, que no dejaban de pasar de largo, y cargó contra Skye.
—¡¡Skye!! ¡¡Atención!! —gritó Jane, lanzando a
Dexter
lo más alto que pudo.
Su hermana vio acercarse a Jeffrey y chutó a
Pencey
fuera del alcance del chico.
Ambos balones se elevaron en paralelo varios metros por encima del suelo, mientras que, debajo, los contrincantes se afanaban por tomar posiciones. Luego, cuando parecía que iban a seguir ascendiendo hasta llegar al cielo,
Dexter
y
Pencey
se quedaron suspendidos en el aire...
E iniciaron un lento y elegante descenso al otro lado del seto, hasta caer en los jardines.
¿Acaso alguno pensó en ese momento en el concurso del Club de Jardines? ¿Acaso alguno vaciló, recordando vagamente que les habían recalcado una y otra vez que se mantuvieran alejados de los jardines? En absoluto; ni un instante. Frenéticos y sedientos de sangre como estaban, los tres amigos se introdujeron en el túnel, mientras Jane no dejaba de proferir gritos de guerra en nombre de los demás.
—¡¡Ven a mí,
Pencey
!! ¡¡Ven con Mick!! ¡¡Arriba las Penderwick!! ¡¡Abajo Dexter!!
Una vez que emergieron al otro lado, cuando todavía contaban con alguna posibilidad de salvarse, ¿oyeron acaso el murmullo de voces que se aproximaba? ¿Advirtieron las manchas de color en movimiento detrás del rosal? ¿Se percataron de algo, por mínimo que fuera? De nuevo, no. Sólo tenían oídos para los alaridos de Jane y ojos para los balones, que, todavía en perfecta sincronización, aterrizaron delante de la estatua del hombre del rayo y rebotaron una y otra vez en dirección a la vasija en que Skye se había escondido el primer día, y que estaba llena de unos preciosos y exuberantes jazmines rosas.
Los niños corrieron hacia allí como si fuera lo último que fuesen a hacer en la vida.
—¡¡Por Churchill, el almirante Nelson y el príncipe Guillermo!! —gritó Jane.
Galoparon cada vez más rápido hasta que, al final, los tres futbolistas y los dos balones se estrellaron espectacularmente contra la vasija, todos al mismo tiempo, esparciendo flores y tierra en todas direcciones, para luego caer al suelo en un glorioso y tremendo estropicio.
—Bueno, esto ha sido un combate futbolístico en toda regla —balbuceó Jane, satisfecha.
—Y que lo digas —coincidió Jeffrey.
Skye fue la única que percibió el peligro que se cernía sobre ellos. A lo mejor, como diría más adelante, fue porque ella era la MPD, o tal vez porque de repente, por la razón que fuera, recordó lo del concurso del Club de Jardines y el instinto le hizo volver la vista.
Y lo que vio fue un par de zapatos de tacón alto de color azul marino, y, un poco más arriba, una falda de lino de color blanco de cuyo borde colgaban varios pétalos aplastados de jazmín rosa. Sin embargo, eso no era todo. Junto al par de tacones había un par de mocasines de hombre, demasiado elegantes y europeos para que fueran propiedad de Dexter. Y no sólo eso, sino que detrás de los zapatos de tacón alto y los mocasines había todavía más zapatos de tacón alto, un verdadero mar de ellos, un auténtico ejército.
—Jeffrey —susurró con nerviosismo.
El chico estaba demasiado ocupado bromeando con Jane para prestarle atención.
—Además, ¿qué diablos es un lerdo?
—Básicamente, un lerdo es...
—Jeffrey —repitió Skye desesperada, con la vista clavada en las hordas de zapatos—. Jane.
—... una persona particularmente mema. ¿No te parece una palabra genial? La encontré en el
Diccionario Oxford
de papá. —Jane puso el fuerte acento británico de Mick Hart—: En serio, ese panoli de Dexter es un auténtico...
Skye le tapó la boca justo a tiempo.
—Hola, señora Tifton —dijo con un descaro inusitado, fruto de la desesperación—. ¿Qué tal va el concurso?
A lo largo de su estancia en Arundel, las chicas habían vivido momentos malos, y todavía habrían de llegar más, pero lo desastroso de aquella situación en particular permanecería en su memoria durante largo tiempo. Jeffrey y las niñas consiguieron desenmarañar sus cuerpos e incorporarse como si fueran a enfrentarse a un pelotón de fusilamiento, el cual, por otra parte, tenía todo el derecho de acabar con ellos, ya que se habían comportado fatal, y toda la cólera que dicho pelotón, o lo que era lo mismo, la señora Tifton, quisiera descargar sobre ellos les estaba bien merecida.
Con todo, cuando estuvieron cara a cara con la madre de Jeffrey, ésta no pronunció todas las barbaridades que debía de estar pensando. Su rostro era la viva imagen de la rabia, la humillación y la impotencia, pero la mujer decidió mantener la boca cerrada. A fin de cuentas, si hubiese tratado de hablar, habría chillado, y de hacerlo, no habría podido parar, cosa que de ninguna manera podía ocurrir delante de sir Barnaby Patterne y los miembros del Club de Jardines. Aquello supuso una lucha interna de proporciones épicas para la mujer, y de no haber estado tan asustadas, Skye y Jane se habrían compadecido de ella.
Entonces alguien rió. Era una risa masculina, y todo el mundo desvió la atención de la señora Tifton y la centró en sir Barnaby Para sorpresa general, el hombre no parecía molesto en absoluto; al contrario, tenía una sonrisa de oreja a oreja dibujada en el rostro.
—Mi hijo también juega al fútbol en su escuela de Inglaterra. Qué lástima que no haya venido conmigo —dijo girándose hacia la señora Tifton—. ¿Son todos suyos estos niños tan encantadores?
Aquel comentario empeoró la situación todavía más si cabe, y las Penderwick seguirían discutiendo años después si el hombre lo había hecho a propósito o no. La indignación de la madre de Jeffrey era ya tan dolorosamente visible que Skye temió que fuera a estallar allí mismo. Entonces, por primera vez desde su llegada, la niña sintió un leve ramalazo de admiración hacia aquella mujer que, de alguna manera, consiguió mantener la compostura y se volvió con aplomo hacia el caballero inglés.
—Jeffrey es hijo mío. Las chicas son... —Titubeó, incapaz de dar con una respuesta lo bastante educada.
—Amigas mías —dijo Jeffrey, ayudándola—. Le presento a Skye y Jane Penderwick.
—Somos huéspedes —explicó Jane—, meras arrendatarias de la casita que hay más allá de la mansión. Es decir, nuestro padre es el arrendatario y nosotras somos dos de sus cuatro hijas. Lamentamos profundamente este estropicio, pero me preguntaba si, siendo usted inglés y por tanto natural de Inglaterra, habría asistido alguna vez a una Copa del Mundo.
Skye le dio una patada para que cerrara el pico.
—Ya va siendo hora de que nos vayamos a casa, pero antes recogeremos todo esto.
—No os molestéis —dijo la señora Tifton, tajante. Su autocontrol estaba a punto de irse al garete.
—En fin, buena suerte con el concurso, señora Tifton. Ha sido un placer conocerlo, don sir Patterne. Buenos días a los demás —se despidió Skye, inclinando levemente la cabeza ante la comitiva, parte de la cual, para alivio suyo, parecía estar haciendo un grandísimo esfuerzo para no estallar en carcajadas—. Vamos, Jane.