Read Las Hermanas Penderwick Online
Authors: Jeanne Birdsall
Sin embargo, todavía presa del pánico, Jane seguía con la vista clavada en sir Barnaby, que de todos los adultos presentes era el menos temible, aparte de ser inglés y, por lo tanto, fascinante. Skye tuvo que tomarla del brazo y llevársela a rastras. Las dos hermanas se despidieron de Jeffrey mientras se alejaban, esperando que no fueran a asesinarlo, descuartizarlo o algo peor. Luego, sintiendo los ojos de toda la comitiva en sus espaldas, las chicas corrieron raudas como el viento hasta llegar al túnel, introducirse en él y sentirse un poco más seguras. Si Skye hubiera podido darse una patada en el trasero, lo habría hecho sin vacilar. ¡Qué idiotas habían sido al no acordarse del concurso del Club de Jardines! ¡¡Idiotas, idiotas, idiotas!!
—¿Crees que la señora Tifton y toda esa gente habrán oído todo lo que he gritado? —le preguntó Jane a Skye a última hora de la tarde, sentadas en el porche. Frente a ellas, Rosalind y Risitas se dedicaban a cazar luciérnagas.
—¿Bromeas? Deben de haberte oído hasta en Connecticut.
Jane gruñó.
—Espero que no hayamos metido a Jeffrey en un problema demasiado grande.
—¡Ja! —soltó Skye, pues no tenía ninguna duda de que el pobre muchacho estaría con el agua al cuello.
Risitas subió corriendo al porche con algo entre las manos.
—Mirad, he atrapado un bicho de luz y lo he llamado
Horacio
—dijo, abriendo las manos poco a poco. La luciérnaga comenzó a trepar torpemente por su pulgar.
—Fijaos, está titilando —señaló Jane—. A lo mejor trata de decirnos algo en morse.
—¿Qué? —preguntó Risitas.
—Por... favor... soltadme... —murmuró.
El insecto salió volando.
—Ahora ya no podré meterlo en el tarro junto a los demás —se quejó la pequeña.
—Bueno, juguemos a otra cosa —propuso Jane—. ¿Qué tal a acróbatas de circo?
Rosalind, que seguía en el patio, destapó el tarro de Risitas y observó cómo las luciérnagas escapaban de su prisión. De repente, cuando hubo salido la última, notó una sensación extraña en la nuca. Como le explicaría más tarde a Anna en una de sus cartas, no era como el cosquilleo de una araña, que resulta escalofriante, sino más parecido a la suave caricia del dedo del destino, que anunciaba la llegada de algo, o alguien, especial.
Se giró y vio que, envuelto en la tenue luz del anochecer, iba hacia ella un joven alto y sonriente que llevaba calada una gorra de béisbol. Estaba todavía más adorable que la última vez que lo había visto, si eso era posible.
—Hola, Cagney —lo saludó, tratando en vano de enroscar la tapa del tarro.
—Déjame a mí. —Cerró el envase con un sencillo movimiento de la muñeca—. Tengo un mensaje para tus hermanas.
—Están en el porche.
Mientras cruzaban el césped, ella alargó el paso para no perderlo, y advirtió que apenas le llegaba al hombro.
Una vez en el porche, se encontraron a Risitas cabeza abajo, mientras Jane la sostenía por los tobillos.
—¿Se sabe algo de Jeffrey? —preguntó Skye.
—Ha estado toda la tarde en su habitación, y tiene órdenes de no salir de ahí hasta mañana por la mañana —les contó Cagney—. Me ha pedido que venga a veros y os diga que está bien.
—Seguro que su madre lo tiene a pan y agua —dijo Jane.
—Pues no; Churchie le ha preparado hamburguesas, mazorcas de maíz a la plancha y pastel de arándanos.
—¿Lo han encerrado con llave? ¿Tiene algún libro que leer? —inquirió. Skye le susurró algo al oído—. ¡Eh, qué gran idea! Rosalind, nos vamos a dar una vuelta. —Le pasó los tobillos de Risitas y saltó del porche junto a Skye.
—No tardéis mucho; se está haciendo de noche —dijo la mayor mientras desaparecían entre los árboles.
—Qué niñas tan simpáticas —comentó Cagney.
—Para la edad que tienen...
Risitas, que seguía cabeza abajo, hizo un ruidito.
—Parece que al final podríamos tener algo de lluvia —comentó Cagney—. Los jardines seguro que lo agradecerán.
—No ha caído ni una gota desde que llegamos aquí —repuso Rosalind.
Risitas hizo un ruidito más fuerte.
—Vaya, me había olvidado de ti.
—¡Pues aquí estoy!
—Ya lo sé; lo siento —se disculpó Rosalind, dejándola en el suelo—. ¿Por qué no traes la sorpresa que tenemos para Cagney?
Risitas fue a la casa y regresó en menos que canta un gallo, con una gran bolsa de plástico llena de tiernas hojas de diente de león.
—Rosalind y yo las hemos removido para
Yaz
y
Carla.
—Se dice recogido —la corrigió Rosalind—. Yo me refería a la otra sorpresa, Risitas. La que conseguimos ayer en el pueblo cuando fuimos con papá.
—Ah, eso. —La chiquilla volvió dentro, y esta vez regresó con un paquete envuelto para regalo que le entregó a Cagney—. Esto es por haber dejado que se escapara
Yaz.
Yo quería comprarte el calendario de los conejos, pero Rosalind dijo que esto te gustaría más. Se ha gastado la paga de los próximos dos meses, porque ya se gastó la de éste en el regalo de Jeffrey.
—Calla —murmuró su hermana.
—¡Un libro de fotos de la guerra de Secesión! —exclamó el chico, después de rasgar el papel—. ¡Menuda sorpresa! No teníais que haberos molestado.
—Claro que sí.
—¿Sabéis una cosa? Creo que en el fondo Risitas le hizo un favor a
Yaz
, porque ya no ha vuelto a intentar escaparse. Ni siquiera se acerca a la puerta. Muchas gracias, Rosalind. No se me ocurre un regalo mejor.
—Vayamos a cazar más luciérnagas —dijo Risitas.
—Ya es hora de que te vayas a dormir —respondió Rosalind—. Subiré dentro de un rato a contarte un cuento.
—Antes tengo que darme un baño.
—Ya te diste uno anoche.
—Sí, pero se me han vuelto a manchar los pies. —Se quitó una sandalia y levantó el pie para que Cagney y su hermana pudieran verlo. Efectivamente, estaba bastante sucio.
—Tienes razón; necesitas un baño —reconoció Rosalind—. Pídele a papá que te llene la bañera, y yo subiré luego a enjuagarte y secarte.
—Pero yo quiero que seas tú quien me llene la bañera.
La muchacha miró a Cagney de reojo y vio que estaba hojeando el libro, acercándoselo bien para ver las fotos en la penumbra. Le concedió tres segundos para que apartara la mirada del libro y se centrase en ella. Uno, dos, tres. Rosalind suspiró.
—Tenemos que entrar en casa, Cagney. Buenas noches.
Sólo entonces el jardinero desvió la vista de su regalo.
—Buenas noches, y gracias de nuevo por el libro y las hojas.
Rosalind tomó a su hermanita de la mano y entró con ella en casa.
—Sigo creyendo que le habría gustado más el calendario de los conejos —dijo Risitas.
—Gracias a Dios que Cagney instaló una escala —le dijo Skye a Jane. Las dos hermanas se encontraban debajo del majestuoso árbol que había junto al dormitorio de Jeffrey, y Skye estaba desatando un cordel de un clavo que había hundido en el tronco—. El otro día, Jeffrey me mostró cómo funciona. Este cordel mantiene la escala enrollada en la rama. Hay que deshacer el nudo, soltar la cuerda y la escala caerá. Hay otro nudo arriba del todo por si alguien quiere bajar en vez de subir.
—¡Ay! —exclamó Jane al recibir el impacto de la escala en la cabeza.
—Se supone que no tienes que ponerte debajo.
—Podrías haberme avisado antes.
—Vamos, sube.
Treparon por la escalerilla de cuerda y se encaramaron con cuidado a la rama más baja, aquella en que se habían quedado varadas la primera vez que intentaron descender del árbol. Jane miró hacia arriba. Había caído la noche, y unas nubes espesas tapaban la luna y las estrellas. Todo lo que podía ver eran ramas oscuras contra un cielo aún más oscuro.
—¿Te da miedo subir en la oscuridad? —preguntó Skye.
—La palabra miedo no está en el vocabulario de Sabrina Starr.
—Cuando lleguemos arriba, contaremos con la luz del cuarto de Jeffrey. —Señaló un rectángulo de luz que había en lo alto de la casa.
—Espera, oigo música.
Skye ladeó la cabeza para poder escuchar.
—Es Jeffrey.
—El muchacho volcaba todas sus penas y su soledad en su amado piano —dijo Jane. «Buena frase», pensó; aunque era demasiado tarde para incluirla en el libro, porque ya había comenzado a escribir la escena del rescate, con arco y flecha incluidos, y no había forma de que Arthur llevara el piano consigo en el globo aerostático. Por supuesto, podía retroceder y añadir lo de las penas y la soledad en algún capítulo anterior, pero no le gustaba nada revisar su propio trabajo, ya que creía fervientemente en mantener su visión creativa original.
—Sube de una vez —bufó Skye.
Con sumo sigilo, las chicas fueron escalando el árbol hasta alcanzar la rama más cercana a la ventana de Jeffrey. Una vez allí, miraron dentro y vieron que su amigo había dejado de tocar y estaba sentado en la banqueta del piano, con la mirada perdida en el infinito.
—Psst —susurró Jane.
Jeffrey pegó un salto y se acercó a la ventana.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Cagney nos ha dicho que estabas bien, pero nos sentíamos culpables y teníamos ganas de verte.
—No sabes cuánto lo sentimos —dijo Skye—. No sé cómo hemos podido ser tan idiotas de olvidarnos del concurso.
—No era responsabilidad vuestra. Soy yo el que vive aquí.
—Supongo que sí, pero si no te hubiéramos distraído, sobre todo Jane con su estúpido Mick Hart...
—No pasa nada, de veras.
—Sí que pasa —insistió Skye, sacándose el folleto de Pencey del bolsillo y entregándoselo—. En fin, te has dejado esto en el porche.
—Debería haberlo tirado por el retrete. ¿Queréis pasar?
—Mejor que no. Ya es tarde y papá se preocupará si no volvemos pronto.
—¿Qué ha dicho tu madre después de que se fuera toda esa gente? —preguntó Jane.
—Más que decir, se ha puesto a gritarme y echarme en cara que ya no me importan sus sentimientos, lo cual no es verdad. Al fin y al cabo es mi madre.
—Ya lo sabemos.
—Luego se ha enterado de que Arundel había obtenido el segundo premio y ha vuelto a chillarme. La señora Robinette ha ganado el concurso, y eso ha acabado de rematarla. No dejaba de repetir que necesito más disciplina.
—¿Te ha dicho algo de ingresar en la Academia Pencey este mismo año? —inquirió Skye.
—No, pero me ha dado a entender que ella y Dexter tendrían mucho de que hablar esta noche.
—Eso no suena bien.
De repente Jeffrey giró la cabeza.
—Viene alguien. Será mejor que os marchéis.
—¿Nos vemos mañana por la mañana? —preguntó Jane.
—Sí. En la casita. Cueste lo que cueste.
La lección de piano
—Qué fastidio —dijo Skye, mirando caer la lluvia por la ventana. Las cuatro hermanas se hallaban en la cocina. Jane y Risitas estaban acabando de desayunar y Rosalind se había puesto a hacer bizcochos de chocolate otra vez.
—Puede, pero a los jardines les viene muy bien esta lluvia —comentó la mayor.
—Ya podría haber llovido ayer, cuando la comitiva del Club de Jardines estaba aquí. Nosotras no habríamos salido a jugar al fútbol y, por consiguiente, no habríamos atravesado el seto.
—Tampoco os habríais colado por el túnel si me hubierais escuchado.
—Por favor, Rosalind. Ya estamos lo bastante preocupadas para que nos lo restriegues por la cara —dijo Jane.
—Yo no estoy preocupada —declaró Skye. Era obvio que mentía, ya que sólo faltaban tres días para que la familia Penderwick regresase a Cameron. ¿Cómo iban a sacar a Jeffrey del embrollo en que estaba metido en setenta y dos horas escasas? Eso, si el chico se dejaba ayudar. ¿Dónde diablos estaba?
—Achís —estornudó Jane.
—Puaj; has escupido en mis cereales —se quejó Risitas.
Rosalind retiró el cuenco con los cereales de su hermanita con una mano, y puso la otra sobre la frente de Jane.
—Me parece que tienes fiebre.
—Estoy bien, de veras.
—¡Ha llegado Jeffrey! —anunció Skye, abriendo la puerta de un tirón—. Gracias a Dios que lo has conseguido.
—Ya os lo dije. —El chaval se quitó la chaqueta, empapada.
—Temíamos que todavía estuvieras encerrado —dijo Jane.
—Mi madre me ha dejado salir de mi habitación esta mañana, y luego se ha ido con Dexter a Vermont a comprar antigüedades; así que soy hombre libre.
—¡¡Achís!! —Jane volvió a estornudar.
—¡¡Puaj!! —exclamó Risitas.
—Jane, sube a tu cuarto y descansa un poco —dijo Rosalind.
—No tengo ganas de descansar.
—No tienes elección. Sube a tu cuarto y métete en la cama.
—Sabrina Starr sabe obedecer órdenes, pero no pienso descansar. Prefiero seguir trabajando en mi libro; ya casi está terminado. ¿No os parece genial?
—Y que lo digas —contestó Jeffrey.
—Hasta luego, Jeffrey. No dejes que Skye vuelva a meterte en problemas —se despidió.
—¿Que yo lo meto en problemas? Al menos no me convertiré en Mick Hart.
—Sabrina Starr partió con la cabeza bien alta —dijo Jane, luego estornudó tres veces más, cada vez más fuerte que la anterior, y se fue a su cuarto.
—¿Qué podemos hacer? —le preguntó Skye a Jeffrey—. Yo tenía ganas de volver a practicar el tiro con arco, pero mientras esté lloviendo, imposible.
—Se me ocurre algo que podemos hacer en mi casa; pero es una sorpresa, y no voy a decirte de qué se trata hasta que lleguemos allí. ¿Quieres venir con nosotros, Rosalind?
—Prefiero quedarme aquí por si Jane necesita algo. Además, tengo un libro sobre la batalla de Gettysburg que quiero leer.
—Se lo ha prestado Cagney —le explicó Skye—. De hecho, ya se ha tragado el que le dejó sobre esos generales tan fascinantes de la guerra de Secesión —añadió con retintín.
—Menudo tostón —opinó Jeffrey.
Rosalind hizo caso omiso.
—¿Puedo ir con vosotros, Jeffrey? —preguntó entonces Risitas.
—Claro.
—No —sentenció Skye.
—¿Qué problema puede haber?
—Ya lo verás.
—¿Podemos pasar primero a dejarles zanahorias a
Yaz
y
Carla
? ¿Y luego podemos ir al estanque de los lirios a ver las ranas? —preguntó la pequeña.
—Oh, Risitas... —Jeffrey miró a Skye con desconsuelo.
—Sé firme.
—Conejos, sí; ranas, no —contestó él finalmente.