Hizo trabajar duro a sus hombres, pero no más duro de lo que trabajó él mismo. Al tercer día, las tres alas eran capaces, aunque entre blasfemias y empujones, de pasar de columna de marcha a línea de batalla a una sola llamada del corneta de Corfe, Cerne.
Sus movimientos habrían dejado sin habla a un jefe de maniobras toruniano, pero Corfe pensó que el resultado final era bastante bueno. No había tiempo de enseñarles refinamientos. La imagen que más lo inquietaba era la de sus hombres rompiendo la formación y regresando a las bandas guerreras tribales, especialmente si conseguían poner en fuga al enemigo. Les repitió muchas veces, en asambleas junto al fuego, y mientras Morin traducía sus palabras, que no debían romper la formación ni avanzar sin órdenes directas de sus comandantes de ala. Hubo algunas protestas ante aquello, y, desde la oscuridad al final de la columna, alguien gritó que eran guerreros y no esclavos, y que nadie tenía que enseñarles cómo luchar.
—Luchad a mi modo —respondió Corfe a gritos—. Sólo una vez, luchad a mi modo, y si no os llevo a la victoria, podréis pelear como os apetezca. Pero preguntad a Marsch y sus felimbri si mi modo no es el mejor.
Los murmullos se acallaron. Todos los hombres habían oído hablar de las batallas que habían ganado los primeros catedralistas en el sur, pese a una inferioridad numérica tan apabullante. Corfe comprendió que estaba a prueba. Si llevaba a aquellos hombres a la derrota, al menos las primeras veces, no volverían a confiar en su liderazgo. Respetaban más la capacidad que el rango, y los hechos más que los discursos floridos.
La noche anterior a la partida, volvió a ser convocado por la reina madre. Se presentó en sus aposentos con su uniforme viejo y maltrecho, consciente de los susurros que lo seguían por todo el palacio. Los rumores corrían como el fuego por la ciudad: Torunn iba a ser sitiada como Aekir, el rey iba a abandonar la ciudad al enemigo para llevarse la guarnición al sur, iba a firmarse un tratado, se llegaría a un acuerdo. Martellus había muerto, había vencido, era rehén de los merduk. Nadie podía distinguir la realidad de la ficción, y miles de personas habían empezado a huir de Torunn, hileras de carros, vehículos, carretillas y caminantes dirigiéndose al sur. En Aekir había reinado la esperanza, incluso la seguridad, de que mientras John Mogen estuviera al mando y las murallas aguantaran, la ciudad conseguiría resistir. En Torunn, la esperanza huía con las hordas de refugiados. Corfe se sentía asqueado. Empezaba a preguntarse si quedaría algo del mundo que conocía después del invierno siguiente.
Odelia estaba sola cuando él entró, sentada junto a un brasero, entre las sombras altas y oscuras de las paredes.
—Señora.
Algo escapó de la luz de las llamas demasiado rápidamente para que Corfe pudiera distinguirlo, pero la reina madre no se movió.
—Has tenido suerte, coronel.
—¿Por qué, señora?
—Prácticamente se han olvidado de ti. Hasta el momento, nadie te ha mencionado.
Corfe frunció el ceño.
—No sé a qué os referís.
—Me refiero a que mi hijo el rey se ha olvidado de ti, a causa de las… emociones del momento. Pero alguna otra persona (el coronel Menin, o mejor dicho, el general Menin) acaba de enterarse de tu existencia. Cuanto antes abandones la ciudad, mejor será.
—Comprendo —dijo Corfe—. ¿Acaso busca pelea?
—No lo sé —dijo Odelia, con una sonrisa desagradable—. Ya no se me informa de lo que sucede en el gobierno. Mis instintos me dicen que el rey es un cobarde y su general un inútil. Los lacayos de Menin han estado observando las maniobras de tus hombres.
Mañana por la mañana recibirás nuevas órdenes. Deberás entregar tu mando a otro oficial, uno más… maleable, que ha llegado hoy mismo del sur.
—Aras —siseó Corfe.
—El mismo. Según él, dejaste tu misión allí a medias, y él tuvo que encargarse del grueso de los combates mientras tú regresabas al lecho de la reina madre. —La sonrisa de Odelia era como una cicatriz en su rostro a la luz de las llamas.
—Dejé con él a mis heridos, el muy bastardo.
—Me he encargado de que Passifal los aloje en un lugar discreto, no te preocupes.
Pero tienes que marcharte, Corfe, antes de que te arruinen.
—Partiremos al amanecer. O antes, después de esto.
—El amanecer debería ser suficiente. Pero sin ruido. Creo que necesitas marcharte discretamente.
—¿Y cuándo no he sido discreto, señora?
Ella se echó a reír de repente, como una muchacha.
—No te preocupes, Corfe. Sólo asegúrate de regresar con los laureles en la frente, y yo me encargaré del resto. Todavía tengo influencias, incluso en el alto mando. Pero no te he pedido que vinieras para eso. —Apartó una tela para revelar una caja de madera larga y reluciente. Intrigado, aunque algo irritado por la pérdida de tiempo, Corfe se acercó—.
¡Bueno, ábrela!
Corfe obedeció, y en el interior, sobre una tela de seda, descansaba una espada larga y reluciente.
—Es tuya. Considérala un amuleto de buena suerte, si quieres. La he guardado durante seis años.
Corfe levantó la espada. Era un sable de caballería pesada, sólo levemente curvado y de doble filo, con un guardamano sencillo en forma de taza, y una empuñadura de marfil envuelta en alambre, oscurecida por el sudor de otro hombre. Una espada antigua veterana en el combate; había unas marcas diminutas en el filo. Mirando más de cerca, distinguió los destellos serpentinos de unos viejos grabados.
—Debe de ser muy antigua —dijo, intrigado.
—Era de John Mogen.
—¡Dios mío!
—Él la llamaba
Hanoran
, que en normanio antiguo significa «la que responde». Había pasado de padres a hijos en su familia. La dejó aquí cuando partió para convertirse en gobernador de Aekir. Prefiero que la tengas
tú. —Su voz
era
tranquila, pero tenía los ojos
clavados en él, con la intensidad de dos peridotos gemelos.
—Gracias, señora. Poseer esta espada significa mucho para mí.
—Él hubiera querido que la tuvieras tú. Hubiera querido que su espada volviera a probar la sangre en manos de un hombre valiente, y no que se quedara aquí, acumulando polvo en la habitación de una vieja.
Corfe la miró y sonrió, embargado por la alegría que le causaba sentir el delicado equilibrio de la espada. La empuñadura encajaba en su mano como si hubiera sido fabricada para él. Presa de un impulso, se arrodilló ante Odelia y se la ofreció.
—Señora, por lo que pueda valer, sabed que contáis al menos con un campeón en este reino. —Levantó los ojos relucientes—. Y no sois una vieja.
—¡De modo que ahora eres galante! —rió ella—. Todavía haré de ti un cortesano, Corfe.
Se levantó, y en aquel momento pareció realmente joven, una mujer apenas entrada en su tercera década, aunque al menos debía de tener el doble de esa edad. Corfe pensó que era hermosa, y la admiró. Una mano de dedos esbeltos le acarició la mejilla.
—Eso es todo, coronel. No te tendré apartado de tus bárbaros ni un momento más. A toda costa, debes partir al amanecer. Libra tu batalla, regresa con Martellus y sus hombres, y te garantizo que nadie podrá tocarte.
Corfe asintió.
Hanoran
se deslizó en su vaina sin apenas hacer ruido, aunque era una pulgada demasiado larga. Tomó el maltrecho sable que lo había acompañado desde Aekir y lo arrojó a un rincón con estrépito. Luego se inclinó y abandonó la habitación sin mirar atrás.
Pero Odelia, la reina madre, se inclinó sobre el sable abandonado. Tras recogerlo, lo depositó en el estuche forrado de seda que había albergado la hoja de Mogen, y luego guardó la caja con tanto cuidado como si contuviera un gran tesoro.
La hora gris que precede al alba, gélida como la tumba. Y, al norte de Torunna, en las colinas truncadas que bordeaban la carretera del oeste, un pequeño grupo de viajeros agotados hizo una pausa para contemplar toda la extensión de la capital toruniana en la distancia. Las antorchas ardían en las murallas como una serpiente de gemas tumbada sobre la tierra dormida, y el rio Torrin parecía ancho, profundo y pálido mientras el cielo empezaba a clarear sobre las montañas de Jafrar en el este.
Dos monjes, dos soldados fimbrios y dos mulas medio muertas, todos manchados con el barro del camino. Permanecieron en silencio, quietos como rocas a la luz del amanecer, hasta que el más bajo de los dos monjes, con el rostro terriblemente desfigurado, cayó de rodillas y juntó las manos en gesto de oración.
—Gracias a Dios, oh, gracias a Dios.
Los soldados miraban a su alrededor como zorros perseguidos por una jauría, pero las colinas estaban vacías, a excepción de unos cernícalos en el cielo.
—Tendréis vuestro fuego, entonces —dijo uno de ellos a los monjes—. Dudo que los merduk se atrevan a acercarse tanto a las murallas.
—¿Por qué no continuamos hasta la ciudad? —protestó Avila—. Apenas hay una legua. Estoy seguro de que lo conseguiremos.
—Esperaremos a que amanezca por completo —replicó Siward—. Si os acercáis a las puertas ahora, es posible que os disparen. Torunn está prácticamente sitiada, y los guardias de la puerta estarán nerviosos. No he llegado hasta aquí para acabar perforado por una bala toruniana.
No hubo más discusión, y, en realidad, los dos monjes apenas podían dar un paso más. Habían andado durante toda la noche. Joshelin y Siward descargaron el haz de ramas de lomos de una de las mulas, y empezaron a afanarse con la yesca y el pedernal, tras arrojar un odre fláccido a sus protegidos. Albrec y Avila bebieron un trago de vino a falta de un desayuno mejor, y permanecieron sentados, contemplando la última capital ramusiana al este de las montañas Címbricas.
—El Santo debe de haber velado por nosotros —dijo Albrec. Le temblaba la voz—.
Menuda penitencia, Avila. Nunca había estado tan cansado. Pero esto refina el alma. El bendito Santo…
—Se acercan jinetes —gritó Avila.
Maldiciendo, Joshelin y Siward apagaron a puntapiés la incipiente hoguera, y se arrojaron al suelo arrastrando consigo a las exhaustas mulas.
—¿Dónde?
—¡Dios mío, es un ejército! —gritó Avila—. Allí. Toda una columna. Deben de haber salido de la ciudad.
Incluso los endurecidos rasgos de los dos fimbrios se llenaron de desesperación.
—Son merduk —gimió Siward—. Torunn ya ha caído. —Muy serio, empezó a cargar su arcabuz, mientras Joshelin se afanaba furiosamente por encender su mecha lenta.
—Van vestidos de escarlata —dijo Albrec con tono inexpresivo—. Dulces santos, pensar que hemos llegado tan lejos sólo para acabar así.
Ciertamente, era un ejército, una columna larga y disciplinada de caballería pesada, compuesta por más de mil hombres. Llevaban un extraño estandarte, negro y escarlata, y algunos cabalgaban cantando en un idioma desconocido, que sin embargo sonó áspero y salvaje a oídos de los dos asustados monjes. La línea de marcha de los jinetes les haría pasar a pocas yardas del cuarteto, y, aparte de la depresión donde yacían ocultos, estaban rodeados de varias millas de terreno abierto. No había lugar adonde huir.
Albrec rezó con fervor, con los ojos cerrados, mientras Avila parecía tristemente resignado y los dos fimbrios dispuestos a vender caras sus vidas. La cabeza de la columna estaba apenas a un cable de distancia, y los dos soldados estaban amartillando suavemente sus armas cuando oyeron una voz que gritaba en un inconfundible normanio:
—¡Di a Ebro que mantenga su maldita ala en la carretera! No quiero rezagados.
Andruw, ¿me oyes? ¡Por la sangre del Santo, esto no es un maldito picnic!
Albrec abrió los ojos.
El primer jinete tiró de las riendas y detuvo a la larga columna levantando la mano. Los monjes habían sido descubiertos. Un grupo de soldados se adelantó al trote, mientras el sol naciente levantaba destellos escarlata en sus armaduras. Su estandarte ondeaba bajo el frío aire, y Albrec vio que parecía representar las torres de una catedral. Se incorporó, mientras sus tres compañeros trataban de volverlo a tumbar.
—¡Buenos días! —gritó, con el corazón atronándole en el pecho.
El jinete adelantó a su caballo, observándolo atentamente. Se despojó de su yelmo de bárbaro.
—Buenos días.
Tenía el cabello oscuro, y los ojos grises y hundidos. Sus rasgos hicieron pensar a Albrec en los de los dos fimbrios. Era un hombre duro, formidable, lleno de autoridad natural. Un hombre joven, pero con la mirada de uno maduro. Tras él había otro soldado cortado por el mismo patrón, pero con cierto aire alegre que ni siquiera la extraña armadura podía disimular. A la escasa luz, parecían dos antiguos guerreros legendarios que hubieran cobrado vida.
—¿Quiénes sois? —preguntó Albrec, tembloroso.
—Corfe Cear-Inaf, coronel del ejército toruniano. Éstos son mis hombres. —Sus ojos se ensancharon levemente cuando finalmente se incorporaron los demás compañeros de Albrec—. ¿Por casualidad sois fimbrios?
—Nosotros dos lo somos —dijo orgullosamente Joshelin. Sostenía el arcabuz como si aún no hubiera decidido si disparar o no—. Del vigésimo sexto tercio de la columna del mariscal Barbius.
El coronel de caballería parpadeó, y luego se volvió hacia su compañero.
—Ponlos de nuevo en marcha, Andruw. Ya te alcanzaré. —Desmontó y tendió una mano a Joshelin, mientras la larga columna de jinetes volvía a ponerse en movimiento detrás de él. Cientos de soldados, soberbiamente montados y con extrañas armaduras, muchos de ellos con los rostros tatuados. Si eran tropas torunianas, ciertamente no se parecían a ningún soldado que Albrec hubiera visto u oído mencionar.
—¿Dónde está Barbius? —preguntó a Joshelin el coronel Corfe Cear-Inaf mientras le estrechaba la mano.
—¿Por qué quieres saberlo? —replicó el fimbrio.
—Quiero ayudarle.
—¿Y dices que estos dos vienen de Charibon? —preguntó a Joshelin el coronel Corfe Cear-Inaf—. Son clérigos, entonces. ¿Qué sois vosotros dos? ¿Emisarios del pontífice?
—No exactamente —le dijo secamente Avila—. La fama de hospitalidad de Charibon suele exagerarse mucho. Decidimos buscar nuestra salvación terrenal en otra parte.
—Son herejes, como vosotros los torunianos —dijo Joshelin, impaciente—. Traen algunos papeles para el otro pontífice que tenéis alojado aquí. Ya te lo he dicho, toruniano, el mariscal y el ejército estaban a una semana del dique cuando los dejamos, y marchaban al sureste, hacia la costa. Pero escucha; no sólo pretenden reunirse con vuestro Martellus. El mariscal también se propone asaltar el flanco del ejército merduk que está subiendo desde el golfo Kardio.