Las Estrellas mi destino (28 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: Las Estrellas mi destino
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—Inmediatamente. Evacuaremos los alrededores. Le daremos una publicidad total emitiéndolo por todas las cadenas. Si Foyle está en algún lugar de los Planetas Interiores, se enterará.

—Pero no por las emisiones —dijo desesperadamente Jisbella—. Oirá la explosión. Será la última cosa que todos oigamos.

—Voluntad e Idea —susurró Presteign.

Como siempre, cuando regresaba de una tormentosa sesión jurídica en Leningrado, Regis Sheffield estaba complacido y complaciente, como un arrogante luchador que ha vencido en una dura pelea. Se detuvo en el Blekmann de Berlín para un trago y algunos comentarios, dio un segundo trago y comentó algo más en el rincón de los leguleyos en el Quai d'Orsay, y tuvo una tercera sesión en el Skin & Bones frente a Temple Bar. Para cuando llegó a su oficina de Nueva York, estaba placenteramente iluminado.

Mientras paseaba a lo largo de los bulliciosos corredores y habitaciones exteriores, fue saludado por su secretaria con un puñado de perlas memorizadoras.

—He derrotado totalmente a Djargo-Dantchenko —informó triunfante Sheffield—. Tienen que pagar los daños y las costas del juicio. El viejo DD estaba rojo de ira. Esto pone el total en once a cinco a mi favor. —Tomó las perlas, hizo malabarismos con ellas, y comenzó a lanzarlas en los más extraños receptáculos de la oficina, incluyendo la abierta boca de un asombrado oficinista.

—¡Qué vergüenza, señor Sheffield! ¿Ha estado bebiendo?

—Ya no trabajaremos más hoy. Las noticias de la guerra son demasiado desalentadoras. Tenemos que hacer algo para animarnos. ¿Qué le parecería si armásemos camorra por las calles?

—¡Señor Sheffield!

—¿Hay algo que no pueda esperar a mañana?

—Hay un caballero aguardándole en su oficina.

—¿Y la obligó a que lo dejara entrar? —Sheffield pareció impresionado.— ¿Quién es? ¿Es Dios o alguien así?

—No quiere decirme su nombre. Me dio esto.

La secretaría le entregó a Sheffield un sobre cerrado. Sobre él llevaba escrito: URGENTE. Sheffield lo rasgó, mientras sus facciones denotaban curiosidad. Entonces, sus ojos se desorbitaron. Dentro del sobre había dos billetes de 50 000 créditos. Sheffield se giró sin decir palabra y entró a la carrera en su oficina privada. Foyle se alzó de su silla.

—Estos billetes son auténticos —estalló Sheffield.

—Que yo sepa sí.

—Exactamente veinte de estos billetes fueron impresos el año pasado. Todos están depositados en las tesorerías de la Tierra. ¿Cómo se hizo con estos dos?

—¿El señor Sheffield?

—¿Quién más podía ser? ¿Cómo se hizo con estos billetes?

—Sobornando.

—¿Por qué?

—Pensé en aquel tiempo que podría ser conveniente tenerlos a mano.

—¿Para qué? ¿Para más sobornos?

—Si es que quiere llamar a los costos legales soborno.

—Yo establezco mi propio salario —dijo Sheffield. Le lanzó los billetes a Foyle—. Podrá ofrecérmelos de nuevo si decido aceptar su caso y si decido que le costaré eso. ¿Cuál es su problema?

—Criminal.

—No sea aún demasiado específico. Y...

—Quiero entregarme.

—¿A la policía?

—Sí.

—¿Por qué crimen?

—Crímenes.

—Mencione dos.

—Robo y violación.

—Diga dos más.

—Chantaje y asesinato.

—¿Tiene alguno más en el muestrario?

—Traición y genocidio.

—¿Acaba eso con su catálogo?

—Creo que sí. Tal vez descubramos algunos más cuando seamos más específicos.

—Ha estado atareado, ¿no? O es usted el Príncipe de los Villanos o está loco.

—Ambas cosas, señor Sheffield.

—¿Por qué desea entregarse?

—Me he vuelto sensato —contestó amargamente Foyle.

—No me refiero a eso. Un criminal nunca se rinde cuando tiene ventaja. Obviamente, usted la tiene. ¿Cuál es la razón?

—Es la cosa peor que jamás le pasó a hombre alguno. He contraído una rara enfermedad llamada conciencia.

Sheffield dio un bufido.

—Esto puede ser a menudo fatal.

—Es fatal. Me he dado cuenta de que he estado comportándome como un animal.

—¿Y ahora quiere purgarlo?

—No, no es tan simple —dijo amargado Foyle—. Es por eso por lo que he venido a usted... para cirugía mayor. El hombre que altera la morfología de la sociedad es un cáncer. El hombre que da prioridad a sus propias decisiones sobre las de la sociedad es un criminal. Pero hay unas reacciones en cadena. El purgar por uno mismo a través del castigo no es bastante. Además se tienen que arreglar las cosas. Desearía que todo pudiese ser solucionado simplemente enviándome de vuelta a la Gouffre Martel o fusilándome...

—¿De vuelta? —cortó interesado Sheffield.

—¿Tengo que ser específico?

—Aún no. Continúe. Suena como si estuviese sufriendo los dolores de un despertar ético.

—Es eso exactamente. —Foyle paseó agitado, arrugando los billetes con dedos nerviosos—. Es un lío infernal, Sheffield. Hay una muchacha que tiene que pagar por un crimen endiablado y repugnante. El hecho de que la amo... no, olvídese de eso. Tiene un cáncer que debe ser extirpado... como yo. Lo que significa que tendré que añadir el ser un soplón a mi catálogo. El hecho de que yo también me esté entregando no significa diferencia alguna.

—¿Qué es todo este lío?

Foyle se volvió hacia Sheffield.

—Una de las bombas de Año Nuevo acaba de entrar en su oficina, y está diciéndole: «Arréglelo todo. Reconstrúyame y envíeme de vuelta a casa. Reconstruya la ciudad que destruí y la gente a la que aniquilé». Es para esto para lo que quiero contratarle. No sé cómo se sienten la mayor parte de los criminales, pero...

—Juiciosos, reconociendo los hechos, como buenos negociantes que han tenido mala suerte —contestó rápidamente Sheffield—. Ésa es la actitud normal del criminal profesional. Es obvio que usted es un aficionado, si es que siquiera es un criminal. Querido señor mío, sea juicioso, por favor. Llega aquí, acusándose extravagantemente de robos, violaciones, asesinatos, genocidios, traiciones y Dios sabe qué más cosas. ¿Espera que me lo tome en serio?

Bunny, el asistente de Sheffield, jaunteó al interior de la oficina privada.

—¡Jefe! —gritó excitado—. Ha sucedido algo nuevo. ¡Un lujuriojaunteo! Dos chicos de buena sociedad contrataron a una meretriz de clase C para... Vaya. Lo siento. No me di cuenta de que tenía... —Se quedó cortado y miró—. ¡Fourmyle! —exclamó.

—¿Cómo? ¿Quién? —preguntó Sheffield.

—¿No lo conoce, jefe? —tableteó Bunny—. Ése es Fourmyle de Ceres. Gully Foyle.

Hacía más de un año, Regis Sheffield había sido tratado hipnóticamente y dispuesto para este momento. Se había preparado su cuerpo para responder sin volición, y su respuesta fue fulminante. Sheffield golpeó a Foyle en medio segundo: en la sien, garganta e ingle. Se había decidido a no depender de ninguna arma, ya que quizá no tuviese ninguna a mano.

Foyle cayó. Sheffield se volvió hacia Bunny y lo noqueó a través de su oficina. Entonces, escupió a su palma. Se había decidido a no depender de ninguna droga, ya que quizá no tuviese ninguna a mano. Las glándulas salivales habían sido preparadas para responder con una secreción anafiláctica al estímulo. Rompió la manga de Foyle, le clavó fuertemente una uña en la parte hueca de la articulación del brazo, haciendo un corte. Apretó la saliva contra la herida y oprimió la piel.

Un extraño grito surgió de los labios de Foyle. El tatuaje apareció lívido en su rostro. Antes de que el atontado ayudante del abogado lograse hacer un movimiento, éste se echó a Foyle sobre los hombros y jaunteó.

Llegó al centro del Circo Fourmyle en el Viejo Saint Pat. Era una jugada arriesgada pero bien calculada. Aquél era el último lugar al que se esperaría que fuese, y el más idóneo para que se hallase el Piros. Estaba preparado para enfrentarse con cualquiera que hallase dentro de la catedral, pero el interior del circo estaba vacío.

Las desocupadas tiendas que se erguían en el interior de la nave se veían hechas trizas; ya habían sido saqueadas. Sheffield se metió en la primera que vio. Era la librería de Fourmyle, repleta con centenares de libros y millares de brillantes perlas novela. Los asaltjaunteantes no estaban interesados en la literatura. Sheffield tiró a Foyle al suelo. Sólo entonces se sacó un arma del bolsillo.

Los párpados de Foyle se movieron; sus ojos se abrieron.

—Está drogado —le dijo rápidamente Sheffield—. No trate de jauntear. Y no se mueva. Le aviso que estoy preparado para cualquier cosa.

Mareado, Foyle trató de alzarse. Sheffield disparó al momento, rozándole el hombro. Foyle se desplomó sobre el suelo de losas. Estaba atontado y asombrado. Notaba un rugido en sus oídos y un veneno corriendo por sus venas.

—Le aviso —repitió Sheffield— que estoy preparado para cualquier cosa.

—¿Qué es lo que desea? —susurró Foyle.

—Dos cosas. Ocho kilos de Piros, y usted. Sobre todo usted.

—¡Lunático! ¡Maldito maniaco! Fui a su oficina para entregarme... para entregar...

—¿A los S.E.?

—¿A los... qué?

—Los Satélites Exteriores. ¿Tengo que deletreárselo?

—No... —murmuró Foyle—. Debía de haberlo sabido. El patriota Sheffield, agente de los S.E. Debía de haberlo sabido. Soy un estúpido.

—Es usted el estúpido más valioso del mundo, Foyle. Lo necesitamos aún más que al Piros. No sabemos lo que éste puede hacer, pero sí lo que es usted.

—¿De qué está hablando?

—¡Dios mío! ¿Aún no lo sabe? Aún no lo sabe. No tiene ni idea.

—¿De qué?

—Escúcheme —dijo Sheffield con voz martilleante—. Quiero que regrese dos años en el tiempo, de vuelta al Nomad. ¿Entiende? De vuelta a la muerte del Nomad. Una de nuestras naves la destruyó y lo hallaron a bordo del pecio. El último hombre con vida.

—¿Así que una nave de los S.E. destruyó el Nomad?

—Sí. ¿No se acuerda?

—No recuerdo nada de eso. Nunca logré hacerlo.

—Le estoy diciendo el porqué. El atacante tuvo una afortunada idea. Lo iban a convertir en un cebo... un cebo de caza, ¿comprende? Estaba medio muerto, pero lo llevaron a bordo y lo atendieron. Lo colocaron dentro de un traje espacial y lo dejaron errando con su emisor de microondas en marcha. Estaba emitiendo señales de auxilio y murmurando pidiendo ayuda en todas las longitudes de onda. La idea era que ellos se quedarían cerca y acabarían con todas las naves de los P.I. que llegasen a rescatarle.

Foyle comenzó a reír.

—Me voy a levantar —dijo tranquilamente—. Dispare de nuevo, so hijo de puta. Pero me voy a levantar. —Se puso en pie trabajosamente, apretándose el hombro—. Así que el Vorga no me hubiera podido recoger aunque hubiera querido —Foyle se rio—. Era un cebo. Nadie tenía que haberse acercado a mí. Era un reclamo, un engaño, una trampa mortal... ¿No es ésa la ironía final? El Nomad no tenía ningún derecho a ser rescatado desde el principio. Yo no tenía derecho a mi venganza.

—Sigue sin comprender —martilleó Sheffield—. No estaban cerca del Nomad cuando lo dejaron errante. Estaban a un millón de kilómetros del Nomad.

—¿A un millón de kilo...?

—El Nomad estaba demasiado apartado de las rutas comerciales. Querían que usted flotase por donde pasasen naves. Se lo llevaron a un millón de kilómetros más cerca del Sol y lo soltaron. Lo echaron por la compuerta de aire y se quedaron contemplando cómo flotaba. Las luces de su traje estaban parpadeando y usted gimoteaba pidiendo ayuda por la microonda. Entonces, desapareció.

—¿Desaparecí?

—Borrado del mapa. Ya no había luces ni emisión. Estuvieron comprobándolo. Había desaparecido sin dejar rastro. Lo siguiente que supimos... era que regresó a bordo del Nomad.

—Imposible.

—Amigo, ¡usted espaciojaunteó! —dijo salvajemente Sheffield—. Estaba malherido y delirando, pero espaciojaunteó. Espaciojaunteó un millón de kilómetros a través del vacío de regreso al pecio del Nomad. Hizo algo que nadie ha hecho antes. Dios sabe cómo. Ni siquiera usted lo sabe, pero lo vamos a hallar. Voy a llevármelo conmigo a los Satélites, y le arrancaremos ese secreto aunque tengamos que despedazarlo.

Agarró el cuello de Foyle con su potente mano y le apuntó la pistola con la otra.

—Pero primero quiero el Piros. Me lo entregará, Foyle. No crea que no lo hará. —Golpeó a Foyle en la frente con la pistola—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo. No crea que no lo haré. —Golpeó de nuevo a Foyle, fría y eficientemente—. ¡Si estaba buscando purgar sus crímenes, amigo, lo va a hacer!

Bunny saltó de la plataforma de jaunteo pública en Five-Points y corrió hacia la entrada principal de la oficina neoyorquina de Inteligencia Central como si se tratase de un conejo asustado. Atravesó el cordón de guardias exterior, el laberinto protector, y penetró en las oficinas interiores. Adquirió una cola de excitados perseguidores y se encontró frente a frente con los guardias más veteranos, que habían jaunteado calmosamente a posiciones más adelantadas y lo estaban esperando.

Bunny comenzó a gritar:

—¡Yeovil! ¡Yeovil! ¡Yeovil!

Siguiendo su carrera, fintó por entre escritorios, saltó sobre sillas, y creó una increíble algarabía. Continuó gritando:

—¡Yeovil! ¡Yeovil! ¡Yeovil! —Y cuando estaban a punto de sacarlo de penas, apareció Y'ang-Yeovil.

—¿Qué es lo que pasa? —dijo con sequedad—. Di órdenes de que la señorita Wednesbury tenía que estar absolutamente tranquila.

—¡Yeovil! —gritó Bunny.

—¿Quién es?

—El asistente de Sheffield.

—¿Cómo... Bunny?

—¡Foyle! —aulló Bunny—. Gully Foyle.

Y'ang-Yeovil cubrió los quince metros que lo separaban en exactamente uno, seis, seis segundos.

—¿Qué hay de Foyle?

—Sheffield lo ha capturado —jadeó Bunny.

—¿Sheffield? ¿Cuándo?

—Hace media hora.

—¿Por qué no lo ha traído aquí?

—Lo ha raptado. Creo que Sheffield es agente de los S.E.

—¿Por qué no vino usted aquí de inmediato?

—Sheffield jaunteó con Foyle... lo dejó frío y desapareció. Lo busqué. Por todas partes. Me arriesgué. Debo de haber hecho cincuenta jaunteos en veinte minutos...

—¡Aficionado! —exclamó exasperado Y'ang-Yeovil—. ¿Por qué no se lo dejó hacer a los profesionales?

—Los encontré.

—¿Los encontró? ¿Dónde?

—En el Viejo Saint Pat. Sheffield busca...

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