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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (30 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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—¿Buru gyarr? —preguntaba el vapor.

—Acha. Acha, rit-kit-dit-cit m'gid —contestaron las rápidas sombras.

—Ohhh. Ahhh. Jiii. Tiii —clamaban las oleadas de calor.

Hasta las llamas prendidas en sus propias ropas rugían sin sentido en sus oídos:

—¡MANTERGEISTMANN! —aullaban. El color era para él dolor... calor, frío, presión; sensaciones de intolerables alturas y desplomadoras profundidades, de tremendas aceleraciones y aplastantes compresiones:

El tacto era para él sabor... la sensación de la madera era acre y yesosa en su boca, el metal era salado, la piedra sabía agridulce al toque de sus dedos, y la sensación del cristal llenaba su paladar como pasteles grasientos.

El olfato era tacto... la piedra caliente olía como terciopelo acariciándole la mejilla. El humo y las cenizas eran rasposos tejidos que le rasgaban la piel, casi como si fueran lonas húmedas. El metal fundido olía como un martillo golpeándole el corazón, y la ionización de la explosión del Piros llenaba el aire con ozono que olía cual agua resbalándole por los dedos.

No era ciego, ni sordo, ni sin sentidos. La sensación le afectaba, pero era filtrada a través del sistema nervioso alterado y cortocircuitado por el shock de la concusión del Piros. Estaba sufriendo de sinestesia, esa rara condición en la que la percepción recibe mensajes del mundo objetivo y los transmite al cerebro, pero allí en el cerebro las percepciones sensoriales son confundidas unas con otras. Así, para Foyle, el sonido se registraba como visión, el movimiento como sonido, y el sabor se convertía en tacto. No sólo estaba atrapado en el laberinto del infierno bajo el Viejo Saint Pat; estaba atrapado en el caleidoscopio de sus propios sentidos alterados.

Desesperado de nuevo, al aterrador borde de la extinción, abandonó todas las disciplinas y hábitos vitales; o quizá le fueron arrebatados. Revertió de un condicionado producto de su ambiente y experiencia a una criatura virgen que buscaba la huida y la supervivencia ejercitando todo el poder de que disponía. Y, de nuevo, el milagro de hacía dos años tuvo lugar. La indivisa energía de todo un organismo humano, de cada célula, fibra, nervio y músculo potenció ese deseo, y Foyle espaciojaunteó de nuevo.

Se zambulló a lo largo de las líneas espaciales geodésicas del universo curvo a la velocidad del pensamiento, que excedía en mucho la de la luz. Su velocidad espacial era tan rápida que su eje del tiempo fue torcido de la línea vertical trazada desde el pasado hasta el futuro, pasando por el presente. Fue parpadeando a lo largo de un nuevo eje casi horizontal, en esta nueva geodesia del espacio-tiempo, empujado por el milagro de una mente humana ya no inhibida por el concepto de lo imposible.

De nuevo consiguió lo que Helmut Grant y Enzio Dandridge y muchos otros experimentadores no habían logrado, porque el pánico aterrador le forzó a abandonar las inhibiciones espacio-temporales que habían derrotado los intentos previos. No jaunteó a Algunaparte sino a Alguntiempo, pero, lo que era más importante, la conciencia cuatridimensional, la visión completa de la Flecha del Tiempo y su posición en él, que nace en cada hombre, pero que se halla profundamente sumergida en las trivialidades del vivir, se hallaba en Foyle cerca de la superficie. Jaunteó a lo largo de las geodesias del espacio-tiempo a los Algunapartes y los Alguntiempos, transformando «i», la raíz cuadrada de menos uno, de un número imaginario a una realidad por un magnífico acto de imaginación.

Jaunteó.

Jaunteó hacia atrás a través del tiempo a su pasado. Se convirtió en el Hombre Ardiente que se había inspirado a sí mismo terror y perplejidad en la playa de Australia, en la oficina de un curandero en Shanghai, en las Escaleras Españolas de Roma y en la Luna, y en la Colonia Skoptsy de Marte. Jaunteó hacia atrás a través del tiempo, volviendo a visitar las salvajes batallas que había luchado en la tigresca persecución de Gully Foyle en busca de venganza. Sus llameantes apariciones fueron vistas en algunas ocasiones; en otras no.

Jaunteó.

Estaba a bordo del Nomad, flotando en el gélido vacío del espacio.

Se encontraba en la puerta a ninguna parte.

El frío sabía a limones y el vacío era un rasguño de garras en su piel. El Sol y las estrellas eran una fiebre intermitente que le estremecía hasta los huesos.

—¡Glommha Frednis! —rugía el movimiento en sus oídos.

Era una figura dándole la espalda desapareciendo por un corredor; una figura con una olla de cobre llena de provisiones sobre el hombro; una figura corriendo, flotando, agitándose en caída libre. Era Gully Foyle.

—Meehat jessrot —aulló la visión de su movimiento.

—¡Aja! ¡Oh-jo! M'git no para kak —le respondió el parpadeo de la luz y sombra.

—¿Ooooooooh? ¿Soooooo? —murmuró la gigante masa de restos que lo seguía.

El sabor a limón en su boca se hizo insoportable. El rasguño de las garras en su piel era una tortura.

Jaunteó.

Reapareció en el horno bajo el Viejo Saint Pat menos de un segundo después de que desapareciese de allí. Era atraído, como el pájaro marino es atraído, una y otra vez, a las llamas de que estaba tratando de escapar. Soportó la rugiente tortura tan sólo por otro momento.

Jaunteó.

Estaba en las profundidades de la Gouffre Martel.

La aterciopelada oscuridad negra era la satisfacción, el paraíso, la euforia.

—¡Ah! —gritó con desahogo.

—¡Ah! —llegó el eco de su voz, y el sonido se tradujo en una cegadora trama de luz.

AHAHAHAHAHAHAHAHAH HAHAHAHAHAHAHAHAHA AHAHAHAHAHAHAHAHAH HAHAHAHAHAHAHAHAHA AHAHAHAHAHAHAHAHAH HAHAHAHAHAHAHAHAHA

El Hombre Ardiente parpadeó.

—¡Basta! —gritó, cegado por el sonido. De nuevo llegó la anonadadora luz del eco:

BaStAbAsTa

AsTaBaStAbAs

BaStAbAsTaBaSí

AsTaBaStAbAsTaBa

BaStAbAsTaBaSt

AsTaBaStAbAs

BaStAbAsTa

Un lejano repiqueteo de pasos llegó a sus ojos en suaves ondulaciones de luces boreales:

Era la patrulla perseguidora en el Hospital de la Gouffre Martel, que buscaba a Foyle y a Jisbella McQueen con el geófono. El Hombre Ardiente desapareció, pero no sin que antes hubiera, sin desearlo, apartado a los perseguidores del rastro de los desvanecidos fugitivos.

Estaba de vuelta bajo el Viejo Saint Pat, reapareciendo tan sólo un instante después de su última desaparición. Sus locas zambullidas en lo desconocido lo mandaban rodando por líneas geodésicas espacio-temporales que inevitablemente lo traían de vuelta al Ahora del que estaba tratando de escapar, pues en la sinusoidal curva del espacio-tiempo su Ahora era el punto mínimo de la curva.

Podía lanzarse hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba en las líneas geodésicas hacia el pasado o el futuro, pero inevitablemente debía caer de regreso a su propio Ahora, como una pelota lanzada hacia arriba por las inclinadas paredes de un pozo infinito para subir, permanecer inerte por un momento, y luego rodar de vuelta otra vez a las profundidades.

Pero todavía golpeaba a lo desconocido en su desesperación.

Jaunteó de nuevo.

Estaba en la playa de Jervis, en la costa australiana.

El movimiento de las olas gritaba:

—¡Loggermistcrotehaven!

Y el sonido de las olas lo cegó con el brillo de una batería de reflectores:

Gully Foyle y Robin Wednesbury estaban frente a él. El cuerpo de un hombre yacía en la arena, que tenía el tacto de vinagre en la boca del Hombre Ardiente. El viento rozándole el rostro sabía a papel de embalaje.

Foyle abrió la boca y gritó. El sonido surgió en ardientes burbujas estrelladas.

Dio un paso.

—¿Grash? —resonó el movimiento.

El Hombre Ardiente jaunteó. Estaba en la oficina del doctor Sergei Orel en Shanghai.

Foyle estaba de nuevo ante él, hablando en tramas de luz:

QEST IESDQEST UNUE UNUE UNUE IESDQEST IESD

Parpadeó de nuevo a la agonía del Viejo Saint Pat y jaunteó otra vez.

BSfflHas3fflaa(3(íJHSssfflssaBB(r)aa(r)s^^

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ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS. ESTABA EN LAS ALBOROTADAS ESCALERAS ESPAÑOLAS.

El Hombre Ardiente jaunteó.

Hacía frío de nuevo, con el sabor a limones, y el vacío le rasgaba la piel con innombrables garras. Estaba mirando a través del ojo de buey de la plateada nave. Las cortadas montañas de la Luna se alzaban al fondo. A través de la ventanilla podía ver el tintineante sonido de las bombas sanguíneas y de oxígeno y oír el bramido de los movimientos que Gully Foyle hacía dirigiéndose hacia él. Los rasguños del vacío le apretaron el cuello en una ahogadora sensación.

Las líneas geodésicas del espacio-tiempo lo rodaron de nuevo al Ahora en el Viejo Saint Pat, donde habían pasado menos de dos segundos desde que inició su frenética lucha. Una vez más, como una lanza ardiente, se arrojó a lo desconocido.

Estaba en la catacumba Skoptsy de Marte. La babosa blanca que era Lindsey Joyce se estremecía ante él.

—¡No! ¡No! ¡No! —chillaban sus movimientos—. No me hagan daño. No me maten. No, por favor... por favor... por favor... —El Hombre Ardiente abrió su boca de tigre y se rio.

—Hace daño —dijo. El sonido de su voz le quemó los ojos.

El Hombre Ardiente parpadeó.

—Demasiado brillante —dijo—. Menos luz.

Foyle dio un paso hacia adelante.

—¡Blaa-gaa-daa-maww! —rugió el movimiento. El Hombre Ardiente se tapó las orejas con las manos, agonizante.

—Demasiado ruido —gimió—. No se mueva tan ruidosamente. El movimiento agitado de la Skoptsy seguía aullando, gimoteante:

—No me hagan daño. No me hagan daño.

El Hombre Ardiente rio de nuevo. La mujer era muda para los hombres normales, pero para sus cortocircuitados sentidos le resultaba claro lo que decía.

—Escúchenla. Está chillando. Rogando. No quiere morir. No quiere que le hagan daño. Escúchenla:

—Fue Olivia Presteign la que dio la orden. Olivia Presteign. No yo. No me hagan daño. Olivia Presteign.

—Nos está diciendo quién dio la orden. ¿No pueden oírla? Escuchen con sus ojos. Dice Olivia.

¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!?

¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!?

¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!? ¿¡QUÉ!?

El brillo cuadriculado de la pregunta de Foyle fue demasiado para él. El Hombre Ardiente tradujo la agonía de la Skoptsy de nuevo:

—Dice Olivia. Olivia Presteign. Olivia Presteign. Olivia Presteign.

Jaunteó. Cayó de regreso al pozo bajo el Viejo Saint Pat y, repentinamente, su confusión y su desesperación le dijeron que estaba muerto. Esto era el fin de Gully Foyle. Esto era la eternidad, y el infierno existía en realidad. Lo que había visto era el pasado desentrañándose frente a sus sentidos en el instante final de la muerte. Lo que estaba sufriendo tendría que soportarlo hasta el fin de los tiempos. Estaba muerto. Sabía que estaba muerto.

Rehusó inclinarse ante la eternidad.

Se zambulló de nuevo en lo desconocido.

El Hombre Ardiente jaunteó.

Estaba en el centelleante centro de una nevada nube de estrellas.

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