Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
Primero oyó la música, que no tenía nada que ver con las canciones que de vez en cuando los clientes de El Pescador Borracho entonaban a coro. A continuación, su humilde alcoba se desvaneció. Lilly levantó las manos y las fue girando para contemplar desde todos los ángulos su inmaculada blancura. Asombrada, se alisó con ellas la fría seda azul del vestido.
De repente, se vio en un gran salón atestado de invitados ataviados con sus mejores galas. En el otro extremo del salón, divisó a su amado, que bebía vino a pequeños sorbos mientras escrutaba la multitud, sin duda buscándola. Cuando la vio, su rostro se iluminó. Pero antes de que Lilly pudiera acercarse a él, otro caballero abandonó el baile y la saludó con una profunda reverencia, un gesto que nadie de tan baja condición como ella había recibido jamás. Lilly asintió graciosamente y flotó hacia sus brazos. Juntos se unieron al intrincado círculo de la danza.
Su amante la observaba desde el borde de la pista de baile con una cariñosa sonrisa en los labios. Cuando la primera danza acabó, se acercó para reclamarla.
Bailaron y se divirtieron, hasta que se fundió la cera de los centenares de velas aromatizadas que iluminaban el salón y colgó de las lucernas como fragantes encajes.
Lilly conocía todos los pasos de baile, pese a que nunca los había aprendido; recordaba el sabor del vino espumoso, pese a que nunca una cosecha como ésa se había catado en la taberna de mala muerte en la que trabajaba. Reía, flirteaba e incluso cantó, sintiéndose más hermosa, más ocurrente y más deseable de lo que nunca antes se había sentido. Lo mejor de todo era ser una dama entre la nobleza de Aguas Profundas, entre esos altivos personajes tan brillantes como las estrellas invernales y que nunca jamás aceptarían a alguien tan humilde.
Excepto, claro estaba, en sueños.
El discordante chirrido de un violín se insinuó en la cadenciosa melodía de la danza. Sobresaltada por la intrusión, Lilly perdió el paso y se tambaleó. Los brazos de su amante la sujetaron con más fuerza por la cintura para que no cayera. Por su mirada, resultaba evidente que creía que era parte del flirteo y que le gustaba.
Pero, en realidad, el sueño se estaba desvaneciendo. No habría tiempo para que el noble cumpliera lo que prometía su rutilante sonrisa.
Una oleada de pánico invadió a Lilly. Bruscamente, se apartó de los brazos de su amante, se recogió la falda de su vestido de seda y luego echó a correr como una rata de los muelles.
Descendió frenéticamente por la amplia escalinata de mármol para perderse en el anonimato de las calles. ¡Tenía que alejarse antes de que el sueño se desvaneciera!
Prefería morir a ver cómo la caballerosa admiración que se reflejaba en los ojos de su amante era reemplazada por el condescendiente encanto con el que trataba a las bonitas y serviciales criadas.
Poco a poco, fue aflojando el paso. Nuevamente sintió el agotamiento, magnificado por el sueño que se iba apagando, hasta que se sintió como si corriera por el agua. El brusco despertar la encontró sentada en el borde del desvencijado camastro, con la vista fija en esa imagen tan familiar reflejada en un espejo que una dama desconocida había desechado.
Lilly contempló con aire sombrío la imagen que veía en el cristal rayado y deslucido. Ya no quedaba ni rastro de las sedas y las joyas. Volvía a ser una pobre camarera vestida con una humilde falda de tela, mezcla de hilo y lana, y una camisola escotada que había soportado demasiados lavados y planchados para que pudiera ser calificada de mal gusto. Sus grandes ojos, oscuros en contraste con la pálida tez, estaban subrayados por profundas ojeras de cansancio, y la mirada era de una tristeza infinita por los sueños imposibles que reflejaba. Una pequeña mano mugrienta apretaba con tanta fuerza la esfera de sueños que tenía los nudillos blancos. Pero la esfera ya no brillaba; una vez agotada su magia, se veía apagada y turbia.
Lanzando un suspiro, Lilly dejó a un lado la esfera gastada y cogió un chal oscuro, con el que se cubrió el brillante cabello. A continuación, bajó corriendo los viejos escalones de madera que llevaban al callejón. Ágilmente, la joven evitó las tablas sueltas y los escalones que sabía que crujían cuando se pisaban.
Con una cruda sonrisa, recordó la amplia escalinata de mármol que había descendido en su sueño y el repiqueteo de las delicadas sandalias contra el suelo al huir del salón. Pero en la vida real se movía tan silenciosamente como una sombra. Eso era lo primero que tenía que aprender un ladrón si quería llegar a adulto.
A Lilly no le gustaba su trabajo, pero lo hacía bien. Después de todo, una tenía que ganarse la vida. Unas noches más y se tomaría un respiro del distrito de los muelles.
Pero hasta entonces, ésa era su vida, le gustara o no, y tenía que vivirla.
Su primera víctima se lo puso muy fácil: el gordo guardián de un almacén que yacía despatarrado en el callejón situado detrás de El Pescador Borracho durmiendo la mona. Tenía la cabeza apoyada en una caja cualquiera, y los carnosos carrillos temblaban cada vez que soltaba un ronquido. Lilly lo examinó con ojo avezado, tras lo cual se sacó un cuchillo del bolsillo y se agachó. Con un diestro movimiento, le abrió una de sus gastadas botas de piel, con lo que varias monedas de cobre cayeron sobre los adoquines. Rápidamente, las recogió, se las guardó en el bolsillo y se puso en pie.
Mientras se refugiaba en la bruma y las sombras pegadas al muro del callejón, reflexionó sobre cuál sería su siguiente movimiento. El círculo de grasienta luz que proyectaba la farola marcaba el final del callejón. El lejano rumor de voces y risas procedentes de El Pegaso Volador, una taberna situada más allá, de pronto aumentó de volumen cuando se abrió la puerta, sin duda para dejar salir a los últimos clientes de la noche. Tras intercambiar saludos, los compañeros de juerga se despidieron y, caminando o tambaleándose, se perdieron en la noche. Por experiencia, Lilly sabía que era muy probable que al menos uno de ellos fuese en su dirección.
La camarera ladrona se escondió en una estrecha grieta entre dos edificios de piedra. No tuvo que esperar mucho antes de oír los pasos de un solitario caminante, que resonaban en los adoquines.
Por el sonido, supuso que era un hombre, y no muy fornido. Llevaba botas nuevas de suela de cuero, lo cual indicaba que eran obra de un zapatero caro. Y por el ritmo irregular de las pisadas, era evidente que había bebido lo suficiente para estar achispado, aunque no tanto como para no ser capaz de silbar una popular balada sin desafinar excesivamente.
Lilly asintió, satisfecha. Un borracho por noche era su límite; no tenía ninguna gracia robar a un beodo. Se sacó del bolsillo un pequeño cuchillo en forma de gancho y aguardó a que su víctima pasara por delante.
Merecía la pena esperar. Iba lujosamente vestido y, casi con total seguridad, llevaría encima un montón de monedas. Debía de tratarse de un próspero miembro de una cofradía o de un representante de la nobleza comerciante. Lilly se disponía a arrebatarle la bolsa que le colgaba del cinto cuando se oyó una voz.
—¿Maurice? ¡Ah, ahí estáis, golfo más que golfo!
La voz provenía del extremo del callejón. Era una voz femenina de exótico acento, una voz cargada de regocijo y coquetería, así como del tipo de seguridad en uno mismo que solamente proporcionan la riqueza y la belleza. Lilly apretó los dientes cuando el tal Maurice, con el rostro iluminado, se volvió hacia la seductora voz poniendo fuera de su alcance la bolsa.
—¡Lady Isabeau! Pensaba que os habíais marchado con los otros.
—¡Bah! —exclamó sencillamente la mujer, pero de una manera tan expresiva que Lilly casi pudo ver el taimado mohín y el leve ademán desdeñoso de una enjoyada mano—. ¡Son todos unos cobardes! No hacen más que jactarse de los peligros que los acechan mientras regresan en coches cerrados con guardias y cocheros que los protegen.
Sólo vos sois lo suficientemente hombre como para atreveros a desafiar la noche — añadió la seductora voz, casi en un ronroneo.
La voz decía mucho más de lo que expresaban las palabras. En los ojos del hombre prendió una inconfundible chispa, pero se apagó casi al instante cuando recuperó su habitual expresión atribulada.
Lilly esbozó una sonrisa al darse cuenta de la verdadera razón de su supuesta audacia. Él no era el primero que se dirigía a un oscuro callejón tras una noche de juerga. Sin duda, sus intenciones habían sido aliviarse y luego parar el coche de sus amigos cuando doblara la calle de la Vela. La aparición de la dama había frustrado sus planes y se debatía entre satisfacer sus necesidades fisiológicas o aceptar la oferta implícita en las palabras de la bella. Al fin, ganó la necesidad.
—Debéis tener cuidado, pues incluso las calles principales son peligrosas, y no digamos los callejones. Debo insistir en que regreséis con los otros.
Pero el suave taconeo indicó que la dama prefería acercarse a Maurice.
—No tengo ningún miedo —declaró—. Vos me protegeréis, ¿verdad?
«No», respondió Lilly para sí. Bueno, era casi tan fácil desplumar a dos incautos como a uno. Una simple carterista como ella no podría, claro estaba. Pero ¿acaso no había oído en El Pescador Borracho que muchos ladrones que operaban en el distrito de los muelles no se limitaban a cortar los cordeles de las bolsas? Entonces, vio a la dama y olvidó su desprecio.
Lady Isabeau era muy atractiva, con una belleza oscura y exótica que encajaba perfectamente con su voz. Llevaba la espesa melena de brillante pelo negro recogida de un modo ingenioso alrededor de su bellamente cincelada cabeza, aunque dejando una parte suelta para que le cayera en forma de rizos, tan a la moda. Tenía unos ojos grandes, de un marrón aterciopelado, nariz aristocrática, así como unos labios carnosos y sensuales. Sus vertiginosas curvas desafiaban la firmeza de los cordones que le sujetaban el vestido, de un color rojo subido, y un cinturón bordado con piedras preciosas ceñía su estrecho talle. Lilly lanzó un suspiro de envidia.
Lady Isabeau enarcó una de sus cejas de ébano. Por un momento, Lilly temió que la dama la hubiera oído, pero la mujer seguía contemplando admirativamente al heroico Maurice, sin echar ni una breve mirada al escondite de Lilly.
—Bueno, si vos lo decís, realmente debe ser muy peligroso. —Isabeau cogió al hombre del brazo—. No iréis a dejarme aquí sola, ¿verdad?
—Os escoltaré hasta la calle de la Vela y luego seguiré mi camino —repuso él, dándose importancia—. Hay asuntos que no pueden resolverse a la luz del día. —Su tono de voz insinuaba reuniones clandestinas, duelos de honor y doncellas que languidecían en altas torres.
Lilly tuvo que taparse la voz para no prorrumpir en carcajadas.
Pero Isabeau asintió y se sacó de entre los pliegues de la falda una petaca de plata.
—Como deseéis. Pero al menos podemos compartir la última de la noche.
El aristócrata aceptó la petaca y bebió. Luego, cogidos del brazo, se fueron alejando del campo de visión de la ladrona. Lilly esperó hasta que todo quedó en silencio antes de atreverse a salir y avanzar sigilosamente hacia la calle principal.
Al final del callejón, a punto estuvo de tropezar con Maurice y caer. El hombre yacía en el suelo, boca abajo, justo en el borde de la zona iluminada por la farola. Pese a las manchas de fuerte licor que exhibían sus elegantes ropas, Lilly dudaba de que se hubiera desmayado por la bebida. Se inclinó cuidadosamente y le acercó los dedos al cuello para comprobar si aún tenía pulso. Sí tenía; débil pero regular. Picada por la curiosidad, fue palpando con una mano la cabeza del hombre para descubrir qué le había ocurrido. En la nuca se le empezaba a formar un chichón. Se despertaría con un terrible dolor de cabeza y, naturalmente, sin la bolsa.
Lilly se puso en pie, furiosa. Noble o plebeya, ninguna mujer decente ponía pies en polvorosa al primer signo de peligro dejando en la estacada a un amigo. ¡La muy zorra ni siquiera se había molestado en dar la alarma!
Silenciosamente, se aproximó a la luz del farol y escrutó les calles, buscando cualquier indicio de la dama que había huido. Un destello rojo desapareció por un callejón próximo. Lilly adoptó una actitud resuelta y emprendió la persecución; aunque raras veces desplumaba a mujeres, hacía mucho tiempo que la ladrona no se topaba con una persona que se lo mereciera más que la tal Isabeau.
Seguirla fue muy fácil. Tan concentrada estaba la dama en el débil ruido de un carruaje que se aproximaba al final del callejón que ni una sola vez volvió la vista. Lilly la alcanzó aproximadamente en la mitad de la calleja y se deslizó con sigilo a su espalda. La ladrona se fijó en una profunda bolsa sujeta al enjoyado cinturón de Isabeau; era una bolsa grande y suave, del mismo tono carmesí que el vestido de la mujer, y confeccionada de tal manera que se confundía con los pliegues de la falda.
Lilly se dijo que era un diseño muy astuto. Aunque la bolsa estaba llena y, por su aspecto, pesaba, a un ladrón menos experimentado que ella se le habría pasado por alto.
Cortó los cordeles con tanto sigilo como lo haría un fantasma, e inmediatamente buscó refugio en las sombras para contar su botín.
Al abrir la bolsa, los ojos casi se le salieron de las órbitas por la sorpresa: contenía el monedero ricamente bordado que había pertenecido al pobre Maurice.
—Eres buena —dijo una voz grave y sensual—, pero yo soy mejor.
Lilly alzó bruscamente la vista de las monedas doblemente robadas y se encontró con la mirada fría y serena de la noble en apariencia incauta. Antes de que pudiera reaccionar, lady Isabeau le arrebató la bolsa con una de sus manos adornadas con sortijas y, hundiendo la otra bajo el chal de la ladrona, la agarró por el pelo. Entonces, dio un violento tirón hacia delante, de modo que la cabeza chocara dolorosamente contra la bolsa repleta de monedas.
Lilly se tambaleó hacia atrás, despojada del botín y, a juzgar por la quemazón que sentía en el cuero cabelludo, despojada asimismo de al menos un mechón. La moza de taberna fue a estrellarse con fuerza contra la pared del callejón.
Rápidamente pugnó por sacudirse de encima el aturdimiento, se apartó de la pared, desenvainó un cuchillo y atacó. Isabeau separó las piernas y blandió la pesada bolsa de seda a modo de mangual.
No había tiempo para estratagemas. Lilly lanzó un golpe que era medio parada medio estocada y, aunque no alcanzó a la rival ni de refilón, logró dar un tajo a la peligrosa bolsa. Las monedas cayeron al suelo con un satisfactorio repiqueteo, aunque descubrió que la bolsa seguía siendo muy pesada cuando recibió un golpe que la hizo trastabillar hacia atrás. El cuchillo se le escapó de la mano y cayó entre las monedas.