Read Las esferas de sueños Online
Authors: Elaine Cunningham
relacionado con Isabeau Thione. ¿Se me olvida algo?
—Repito lo que dije anoche: no es la primera vez que alguien trata de acelerar mi partida definitiva de este mundo, y estoy convencido de que no será la última. No sé qué puede haber motivado ese ataque en concreto, ni tampoco los otros dos.
—Nosotros tenemos intención de investigarlo —anunció Arilyn.
Obviamente, por mucho que Danilo afirmara lo contrario, ella sospechaba de Elaith. Al elfo le dolió más de lo que hubiera imaginado.
—Me doy por enterado —replicó dirigiéndole una leve sonrisa y una cortés inclinación de cabeza—. Lord Thann, ¿qué hay en esa caja? —preguntó, más para cambiar de tema que porque realmente le interesara.
—Lo único que queda de Oth —contestó Danilo, incómodo.
—¡Ah! Una prueba para entregar a la guardia. Una acción muy loable —murmuró el elfo sin excesivo interés.
—En realidad, pienso entregárselo a la familia Eltorchul para que intente una resurrección.
Elaith se sintió invadido por una súbita y profunda indignación. Era una reacción típicamente elfa. Al mirar a Arilyn, vio que ella compartía sus sentimientos. Al menos, en eso coincidían.
¿Resurrección? ¡Qué arrogancia la de los humanos! Al elfo no se le ocurría nada más egoísta ni repugnante que perturbar la vida después de la muerte de un amigo o familiar.
—¿Por qué os empeñáis los humanos en seguir haciendo tal cosa? —le preguntó.
—Seguramente, porque podemos —contestó Dan en tono cansino—. Cuesta aceptar que un ser querido desaparezca cuando hay magia capaz de hacer que vuelva.
—Podrías haberme dicho antes lo que te proponías —protestó Arilyn.
Danilo se encogió de hombros y miró alternativamente a los dos enojados elfos.
—Prefiero dar las malas noticias cuando estoy en clara desventaja numérica. Me mantiene en buena forma.
Elaith se interpuso entre ambos antes de que la discusión fuese a mayores.
—Aunque lamento vuestras dificultades, no sé nada que pueda seros de ayuda.
¿Se os ha ocurrido que tal vez yo no tenga nada que ver con esto? ¿Que los tren que aparecieron en el subsuelo de la mansión Thann no me acechaban a mí, sino que iban a por Arilyn?
—A mí sí —admitió Arilyn, mirándolo con recelo—. Has dicho «acechándote».
¿Tenían alguna razón para creer que irías a los túneles?
El elfo se maldijo en silencio por el desliz. Si la insistente semielfa se enteraba de que alguien lo había atraído a los túneles con una nota, no descansaría hasta averiguar quién la había enviado. Sin duda, entonces descubriría la conexión que lo relacionaba con las esferas de sueños, lo cual sería desastroso.
—Hablaba desde tu punto de vista —repuso sin alterarse—. Desde luego, tú no podías saber que me pareció verte en los pasillos y te seguí hasta los túneles. Me pareciste perdida y pretendía ayudarte.
Arilyn lanzó una rápida mirada, casi culpable, en dirección a Danilo, e inmediatamente después sostuvo la mirada a Elaith.
—Si se te ocurre algo que pueda sernos de ayuda, espero que te pongas en contacto con Dan.
A Elaith no le pasó por alto que Arilyn se había autoexcluido de la cadena de información.
—Siempre a vuestro servicio, princesa —dijo inclinando nuevamente la cabeza.
Sus visitantes no tardaron en marcharse. Apenas la puerta del estudio se hubo
cerrado tras ellos, Elaith se encaminó a la chimenea y se quedó mirando fijamente el fuego, sin verlo, reflexionando sobre cuáles debían ser sus siguientes pasos. Estaba absolutamente decidido a hacerse con las esferas de sueños. La muerte de Oth no cambiaba nada. No obstante, tendría que eludir los esfuerzos de Arilyn y Danilo, u oponerse a ellos activamente. Desde luego, era preferible tenerlos como aliados que como enemigos, pues se había comprometido con ambos, estableciendo con ellos los vínculos más profundos conocidos por los elfos. Ello había despertado el alma misma de su honor olvidado.
A Danilo lo había nombrado «amigo de los elfos». Elaith no tenía noticia de ningún elfo de carne y hueso o de leyenda que hubiese roto tal compromiso. Y pese a que Arilyn no era más que medio elfa, Elaith se consideraba su pariente y vasallo.
Efectivamente, el clan Craulnober era una rama, aunque secundaria, de la casa real elfa.
Elaith había empuñado su primera espada al servicio de la familia Flor de Luna, y Arilyn era hija de la princesa Amnestria, deshonrada y exiliada. De no haber sido por su propia deshonra personal, Arilyn podría haber sido su hija.
El elfo desechó con firmeza tales pensamientos, pues sabía que solamente le conducían a la desesperación. En los muchos años transcurridos desde que abandonara Siempre Unidos, no había medrado lamentándose sobre el pasado.
Era más sencillo reflexionar sobre la muerte de Oth Eltorchul. Pocos se merecían menos tal final y muchos podrían haberlo ordenado. Varios magos muy poderosos tenían buenas razones para odiarlo, y se rumoreaba que también eran varias las mujeres a las que había ofendido por su modo de tratarlas. Elaith conocía al menos cuatro familias nobles capaces de cualquier cosa para impedir la venta de las esferas de sueños, por motivos muy parecidos a los que explicaban la creciente oposición hacia sus propios negocios en Puerto Calavera. En Aguas Profundas, el comercio legal estaba sujeto a estrictas leyes, y el ilegal, a otras aún más severas.
Con todo, Elaith apostaba por el mercader de gemas Mizzen Doar. Mizzen había confesado, más o menos, estando borracho. El elfo tenía razones para relacionar las fanfarronadas del hombre sobre una «gema elfa» con los juguetes mágicos de Oth Eltorchul. Si la gema era lo que Elaith sospechaba y el mercader de cristales realmente estaba en posesión de ella, Mizzen era el principal sospechoso del asesinato.
Fugazmente, se planteó si era prudente tratar de conseguir la gema. Hasta poco tiempo atrás, Mizzen gozaba de una inmejorable reputación, y no obstante, ya había empezado a rumorearse que se dedicaba a turbios negocios, que iban de la falsificación al fraude descarado. No era descabellado pensar que alguien esclavizado por la piedra elfa pudiera cometer un asesinato.
—Estoy a la altura del desafío —murmuró.
Pero ¿realmente lo estaba? Pocos años atrás, se habría lanzado a esa empresa con total confianza. ¿Acaso no se había librado de todo lo elfo? Para él la gema no habría pasado de ser un tesoro legendario y único, no más. Le habría bastado con poseerla.
Pero eso había sido antes de que recordara el valor del honor, antes de que contemplara el rostro de su pequeña hija y soñara para ella con cosas mucho tiempo atrás olvidadas. Fue antes de emprender la búsqueda de la hoja de luna de los Craulnober para despertarla y guardarla en custodia para su heredera, antes de descubrir y honrar la realeza en una dura semielfa, antes de forjar los sagrados vínculos de la amistad de elfo.
Con todo ello, se había destruido la armadura que Elaith tan trabajosamente se había ido construyendo. De un modo irónico, al dar entrada en su vida a una cierta virtud, se había expuesto al verdadero peligro que suponía la retorcida magia de la gema elfa. Si aún quedaba algo bueno en él, la gema trataría de esclavizarlo. Por el contrario,
si se había convertido en un ser totalmente malvado, la gema se sometería a su voluntad, pues sería la mejor manera de seguir cometiendo maldades. De un modo u otro, su vida cambiaría enormemente, pero, al menos, por fin tendría una respuesta.
—Prefiero abrazar el mal sin reservas que ser vencido por él —murmuró.
Mientras hablaba, la espiral de sus pensamientos dio un nuevo giro. Si negaba el único honor que le quedaba, ¿no sería eso una derrota?
La mente del elfo no podía dejar de dar vueltas, confusa. Ése no era el tipo de enigma que solía ocuparla. En su mundo, una cosa era o no era. O bien era un guerrero de Siempre Unidos con honor, o un disoluto totalmente despreciable. No podía ser ambas cosas.
No obstante, lo era.
Elaith se dirigió a su escritorio y lanzó los libros de contabilidad a un arcón abierto que había al lado. Los libros desaparecieron y no volverían a materializarse hasta que él los llamara.
—¡Thasilier! —vociferó.
El mayordomo elfo acudió a la llamada.
—Avisa a mis capitanes —le ordenó Elaith secamente—. Que se reúnan conmigo en la Torre del Claro Verde al mediodía. Quienes se alojan en la torre tienen hasta entonces para buscarse otro sitio.
—¿Milord?
El asombro se impuso a la inescrutable calma del mayordomo.
—Obedece —dijo Elaith en tono frío y peligroso.
El mayordomo inclinó la cabeza y se marchó dispuesto incluso a obedecer, aunque se tratara de desmantelar uno de los últimos refugios elfos en la ciudad. Elaith era dueño del jardín cercado y de la torre, y haría con ellos lo que le placiera.
Ya no era un guardián, un capitán de la guardia real elfa. Que los elfos de Aguas Profundas se apañaran como pudieran.
Justamente eso pensaba hacer él.
Isabeau Thione caminaba majestuosamente por la calle en dirección al elegante edificio de piedra que albergaba Fragancias Selectas Diloontier. Nunca había tenido ocasión de visitar el establecimiento, ni tampoco dinero para adquirir ninguno de sus productos. Gracias a Oth Eltorchul, entonces disponía de ambas cosas.
Al entrar en la tienda, trató de no mostrarse impresionada ante las hileras de relucientes frascos que se alineaban en las paredes, así como las raras y costosas especias y tinturas cuyo aroma saturaba el aire. La habitación delantera estaba amueblada tan lujosamente como el salón de una dama. Una gran puerta en forma de arco conducía a la trastienda, donde se veían mesas con grandes montones de exóticas flores frescas. Dos jóvenes aprendices machacaban con ahínco flores y hierbas con el almirez para obtener una pasta. Otro muchacho introducía con todo cuidado hierbas o trozos de cáscara de cítricos en botellas de potentes licores para conseguir tinturas.
El propietario salió a su encuentro, atropellándose. Diloontier era un hombrecillo apenas más alto que Isabeau, con las extremidades y el rostro muy delgados, que contrastaban con una barriga tan redondeada que debía llevar el cinturón muy bajo. Se había peinado el pelo —oscuro— hacia atrás con aceite, y sus finos labios exhibían una amplia sonrisa. Su aspecto general recordaba al de un sapo. Isabeau le dirigió una fría inclinación de cabeza, se quitó los guantes y le tendió una muñeca.
—En Espolón de Zazes me prepararon este perfume —dijo hablando en código—.
¿Podríais imitarlo?
El hombrecillo olió discretamente.
—Pachulí, cítrico y flor de las nieves —declaró con aire pensativo—, y tal vez un
último ingrediente.
Era la respuesta correcta. Isabeau sintió un inmenso alivio. Se había tomado muchas molestias y se había gastado una pequeña fortuna para localizar a alguien como Diloontier, por lo que era gratificante descubrir que habían sido esfuerzos bien empleados. Las palabras del perfumista indicaban que no sólo vendía los artículos de lujo expuestos en su tienda, sino además venenos, pociones, amén de ofrecer una amplia variedad de servicios.
La joven lanzó una fugaz mirada a la puerta para asegurarse de que nadie los observaba y, a continuación, extrajo el estuche con las esferas de sueños de su bolsa.
—Éste es el último ingrediente —anunció—. Creo que podríais venderlas en mi nombre.
El perfumista metió una mano en el estuche y sacó una de las relucientes esferas, que contempló absolutamente anonadado.
—Sin duda, sin duda. He oído hablar de ellas, yo y algunos miembros de la pequeña nobleza. He hecho indagaciones discretas que me permitirían colocarlas rápidamente, éstas y todas las que podáis conseguir.
—¿A qué precio?
Diloontier la miró, escandalizado.
—Una dama de vuestra posición no debe preocuparse de tales detalles. Yo me encargaré de todo y luego informaré lealmente a vuestro mayordomo.
Isabeau se negaba a que la adularan o la trataran con condescendencia. Así pues, se acercó tranquilamente a un estante con rutilantes ampollas decorativas y tomó una pequeña botella muy sencilla. Entonces, se volvió hacia el perfumista y, de manera lenta y deliberada, la dejó caer en la bolsa.
—La mitad —exigió fríamente, clavando la vista en el hombrecillo, que, de repente, se mostraba cauteloso—. Espero recibir la mitad de lo que consigáis por cada esfera que logréis vender. Y no tratéis de engañarme.
—¡Mi señora! —protestó Diloontier.
—No os lo aconsejo —prosiguió ella, bajando el tono de voz a la vez que daba golpecitos a la bolsa—. Recordad que tengo uno de vuestros venenos. Ahora que ya nos conocemos, quiero discutir de otros asuntos en los que podéis serme de ayuda.
Danilo y Arilyn descendieron por la larga escalera de mármol negro que partía de la puerta principal de la Casa de la Piedra Negra, una de las residencias favoritas de Elaith. A diferencia de la mayor parte de casas de la ciudad, no tenía ninguna puerta ni ventana en la planta baja, por lo cual los visitantes se veían obligados a subir la estrecha y empinada escalera. Los peldaños eran tan lisos y resbaladizos como el suelo de una pista de baile, y no había barandas.
Arilyn tenía que admitir que era una idea realmente ingeniosa, pues permitía defender con facilidad la casa. El enemigo no podría asaltar la morada del elfo en masa, sino en fila de uno. Además, resultaría extremadamente difícil luchar y mantener al mismo tiempo un precario equilibrio, y no le habría extrañado nada que los grifones de piedra que flanqueaban la base de la escalera fuesen objetos mágicos capaces de abalanzarse sobre quienquiera que cayera.
La semielfa descendió en cuatro saltos y se subió apresuradamente al carruaje, que los esperaba.
—Miente —declaró con rotundidad.
Danilo no lo discutió. Tras subir al vehículo, se inclinó hacia delante, indicó al cochero halfling su dirección y cerró el panel de madera.
—Al menos, no culpa a la familia Thann. La verdad, no me gustaría renovar esa particular enemistad.
—No lo llaman la Serpiente porque sí —señaló ella—. Una serpiente ataca tanto si la consideras amiga como enemiga; es su naturaleza.
—Yo no estoy tan seguro de eso. Incluso para Elaith hay ciertas cosas sagradas; por ejemplo, el nombrarme «amigo de los elfos». Creo que hará honor al compromiso que contrajo conmigo.