Las edades de Lulú (16 page)

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Authors: Almudena Grandes

BOOK: Las edades de Lulú
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Me reconocía.

Actué según el plan previsto, me desabroché el abrigo lentamente, dejando al descubierto mi horroroso uniforme marrón del colegio. Trataba de parecer segura, pero por dentro me sentía como un malabarista viejo y malo, que mantiene a duras penas las apariencias mientras espera a que las ocho botellas de madera que mantiene bailando en el aire se le desplomen, todas a la vez, encima de la cabeza.

Pablo se tapó la cara con una mano, permaneció así durante unos segundos, y luego volvió a mirar me. Seguía sonriendo.

Habló muy poco, aquella tarde, y habló muy mal, se quedó en blanco un par de veces, balbuceaba, daba la sensación de que tenía que esforzarse para construir frases de más de tres palabras, no me quitaba los ojos de encima, mis vecinos me miraban con curiosidad.

Cuando el viejo de las patillas inauguró la ronda de ruegos y preguntas, me levanté de mi asiento. Las piernas aún me sostenían, sorprendentemente.

Recorrí muy despacio, sin ningún tropiezo, el pasillo y abandoné la sala. Crucé el vestíbulo sin mirar para atrás, atravesé las cristaleras de la entrada y sólo tuve tiempo de dar ocho o nueve pasos antes de que él me detuviera. Su brazo se posó sobre el mío, me cogió por un codo, me obligó a darme la vuelta y, tras estudiarme durante unos segundos, me tocó con la varita mágica.

—¡Qué bien, Lulú! No has crecido nada...

Aceptó todos mis dones con una elegancia exquisita. Interpretó todos los signos sin hacer ningún comentario. Habló poco, lo justo. Cayó voluntariamente en mis trampas. Me dejó enterarme de todo lo que quería saber.

Me llevó a su casa, un ático muy grande pero atestado de cosas, en el centro.

—¿Qué ha pasado con Moreto?

—Mi madre lo vendió hace un par de años —parecía lamentarlo—. Se ha comprado un chalet absolutamente hortera, en Majadahonda.

Después, sus ojos me recorrieron en silencio, lentamente, de punta a punta. Sostuvo mis brazos con sus manos por encima de mi cabeza. Los mantuvo en esa posición mientras tiraba de mi jersey hacia arriba, hasta despojarme de él. Me desabrochó la blusa, me la quitó y me miró a la cara, sonriendo. No llevaba sujetador y él se acordaba de todo, todavía. Se inclinó hacia adelante, me asió por los tobillos, y los levantó bruscamente, haciéndome perder el equilibrio. Tiró de mis piernas hacia sí, hasta colocarlas encima de las suyas. Me quedé tumbada, atravesada encima del sofá. Me desabrochó los cierres de la falda. Antes de quitármela, me cogió una mano, la acercó a su cara y la miró con atención, deteniéndose en las puntas de mis dedos, redondas y romas. Se me había pasado por alto ese detalle. Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, rompí el silencio.

—¿Te gustan las uñas largas, y pintadas de rojo?

Todavía con mis dedos entre los suyos, me dirigió una sonrisa irónica.

—¿Importa mucho eso?

No podía contestarle que sí, que sí importaba, mucho, así que hice un vago gesto de indiferencia con los hombros.

—No, no me gustan —admitió al final; menos mal, pensé.

Terminó de desnudarme, despacio. Me descalzó, me quitó las medias, y volvió a ponerme los zapatos. Me miró un momento, sin hacer nada. Luego alargó una mano abierta y la deslizó suavemente sobre mí, desde el empeine de los pies hasta el cuello, varias veces. Parecía tan tranquilo, sus gestos eran tan sosegados,— tan ligeros, que por un momento pensé que no me deseaba en realidad, que sus acciones eran solamente el reflejo de un deseo antiguo, irrecuperable ya. Tal vez había crecido demasiado, después de todo.

Me pasó un brazo por debajo de la axila y me incorporó. Me quedé sentada encima de sus rodillas. Me rodeó con sus brazos y me besó. El solo contacto de su lengua repercutió en todo mi cuerpo. Mi espalda se estremeció. El es la razón de mi vida, pensé. Era un pensamiento viejo ya, trillado, formulado cientos de veces en su ausencia, rechazado violentamente en los últimos tiempos, por pobre, por mezquino y por patético, existían tantas grandes causas en el mundo, todavía, pero entonces, mientras me besaba y me mecía en sus brazos, era solamente la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida.

Atrapé su mano y me la llevé a la cara, cubrí mi rostro con ella, la mantuve quieta un momento, notaba la presión de sus yemas, deposité un beso largo y húmedo encima de la palma, luego doblé los dedos, uno por uno, escondí el pulgar bajo los otros cuatro, rodeé su puño con mi mano y apreté mis mejillas y mis labios contra los nudillos. Trataba de explicarle que le quería.

—Tengo una cosa para ti...

Me apartó con mucho cuidado, se levantó y cruzó la habitación. Sacó una caja larga y estrecha de uno de los cajones del escritorio.

—Te lo compré hace tres años, más o menos, en un momento de debilidad... —me sonrió—. No se lo cuentes a nadie, creo que ahora hasta me da vergüenza, pero entonces me daba la ventolera de vez en cuando, sobre todo cuando estaba solo, cogía el coche y me largaba a Nueva York, a la calle 14 con la octava avenida, un sitio muy divertido, ¿cómo te lo podría explicar para que lo entendieras...? —se quedó callado, pensando, un momento; luego su cara se iluminó — sí, verás, la calle 14 es como una especie de Bravo Murillo a lo bestia, lleno de gente, de bares y de tiendas, y yo me metía dos horas y pico de ida y otro tanto de vuelta para comer empanada de bonito y cantar "Asturias, patria querida" en un bar de un tío de langreo, bebía hasta caerme y luego me sentía mejor. En uno de esos estúpidos arrebatos nostálgicos, te compré esto —se sentó a mi lado y me alargó la caja. Aunque resulte una grosería decirlo, me costó mucho dinero, y no lo tenía, entonces, pero te lo compré de todos modos, porque te lo debía. Me he sentido extrañamente responsable de ti todos estos años. Nunca me atreví a mandártelo, sin embargo. La verdad es que me esperaba encontrarte hecha una mujer, y las mujeres no siempre saben apreciar los juguetes...

La caja, cuidadosamente envuelta en celofán transparente, contenía una docena de objetos de plástico de color blanco, beige y rojo; un vibrador eléctrico con la superficie estriada, rodeado por una serie de fundas y accesorios acoplables. Había también dos pilas pequeñas, metidas en una bolsa.

No me costó ningún trabajo mostrarme satisfecha. Estaba muy contenta, y no solamente porque él se hubiera acordado de mí.

—Muchas gracias, me gusta mucho —le sonreí abiertamente—. Pero deberías habérmelo mandado, me hubiera venido muy bien. Supongo que será de mi talla... —me miraba y se reía—. Si te apetece Puedo probármelo..., ahora.

Rasgué el celofán y examiné cuidadosamente el contenido. Encontré sin demasiada dificultad el depósito para las pilas y cargué el vibrador. Giré una ruedecita que tenía en la tapa de abajo y comenzó a temblar. Incrementé la potencia hasta hacerlo bailar en la palma de mi mano. Era divertido, igual que en la mañana de Reyes, de pequeña, cuando después de encajar dos pilas en su espalda, una muñeca normal y corriente, inerte, comenzaba a hablar o a mover la cabeza. Me di cuenta de que estaba sonriendo.

Miré a Pablo, él sonreía también.

—¿Cuál crees que será el mejor de todos? —no me contestó, simplemente se levantó y fue a sentar se en un sillón adosado a la pared opuesta, unos tres metros y medio más allá, exactamente enfrente de mí.

Ahora verás, pensaba yo, ahora verás si he crecido o no he crecido, me sentía bien, muy segura, presentía que aquélla era mi única baza, había pensado a menudo en ello los últimos días y no había sido capaz de elaborar un plan definido, una táctica con creta, pero él me lo había puesto todo muy fácil, le gustaba yo, todavía me acordaba, y le gustaban las niñas sucias, pues bien, yo le demostraría que podía ser sucia, muy sucia, recordé las palabras de la directora del internado y me di ánimos a mí misma, lo único que me preocupaba era que mi actuación resultara excesivamente teatral, incluso levemente histérica, poco convincente, lo demás me daría igual, soy una criatura de extraños pudores, una señora que exclama ¡qué hermoso está ya! ante la sillita de un niño deficiente, un nuevo rico que le monta un escándalo al camarero de quince años de un chiringuito playero porque no tienen pan integral, una pareja de gordos bien vestidos que dan limosnas de duro, ésas son las cosas que me producen pudor, el otro pudor, el pudor convencional, no lo he tenido nunca.

Abrí las piernas lentamente y deslicé uno de mis dedos a lo largo de mi sexo, sólo una vez, antes de empezar a parlotear.

—Creo que voy a empezar con éste —extraje de la caja una especie de funda de plástico color carne que constituía una representación bastante fidedigna del original, con nervios y todo—. ¿Sabes una cosa? Ya no me gusta ser tan alta, antes estaba muy orgullosa pero ahora me encantaría medir unos veinte centímetros menos, como Susana, ¿te acuerdas de Susana...?

—¿La de la flauta? —su expresión, sabia y risueña a la vez, era la misma que yo me había esforzado por retener durante todos aquellos años.

—Justo, la de la flauta, tienes buena memoria... —le miraba a los ojos todo el rato, trataba de aparentar el aire de frío cálculo que distingue a las mujeres lascivas y expertas, pero mi sexo, vacío aún, crecía y se esponjaba sin parar, y esa sensación nunca ha sido demasiado compatible en mí con la impasibilidad—. Ya está, pero ¡ahora es enorme!... Supongo que no te dará vergüenza que me lo meta aquí mismo, ¿verdad? —negó con la cabeza. Yo me froté un par de veces con el nuevo juguete antes de enterrarlo parsimoniosamente dentro de mí. A pesar de que se trataba del objetivo principal de todo aquello, me despisté y no pude observar su reacción. Era la primera vez que usaba un utensilio semejante y las mías, mis propias reacciones, me absorbieron por completo.

—¿Te gusta? —su pregunta deshizo mi concentración.

—Sí, me gusta... —Callé un momento y le miré, antes de seguir hablando—. Pero no es tan parecido a la polla de un tío como yo pensaba, porque no está caliente, en primer lugar, y además, como tengo que moverlo yo misma, no existe el factor sorpresa ¿comprendes?, no hay cambios de ritmo, ni paradas, ni acelerones bruscos, eso es lo que más me gusta, los acelerones...

—Has follado mucho en estos años, ¿no?

—Bueno, me he defendido... —ahora agitaba la mano más deprisa, bombeaba con fuerza aquel simulacro de hombre contra mis paredes y me gustaba más, cada vez más, me estaba empezando a gustar demasiado, por eso me detuve bruscamente y decidí cambiar de funda, no quería precipitar las cosas—. ¿Esta que tiene púas es para hacer daño?

—No lo sé, no creo.

—Bueno, veremos..., pero yo te estaba contando algo, ¡ah, sí! lo de Susana, que como mide solamente metro y medio, todos los tíos le parecen enormes, es genial, siempre que le pregunto me contesta lo mismo, la tenía así —separé exageradamente las palmas de mis manos—, gordísima, pero quejándose, no lo entiendo, siempre se está quejando, a mí me en cantaría, pero como soy tan grande, pues nunca me llenan del todo, por eso creo que es una desventaja, ser tan alta, lo tienes todo demasiado largo...

—Ya... —se reía a carcajadas, y me miraba, le gustaba todo aquello, estaba segura de que le gustaba, y entonces decidí empalmar aquella historia con otra de procedencia bien distinta, nunca me habría creído capaz de contárselo, pero entonces no me pareció importante.

—Oye, ¿sabes que las púas no hacen daño? Ahora voy a ponerle esto encima, a ver qué pasa —tomé una especie de capuchón corto, de color rojo,— recubierto de pequeños bultitos, y lo encajé en la punta—. Por cierto, que tiene gracia, hablando de Susana, hace un par de meses soñé contigo una noche, y los con soladores tenían mucho que ver con el sueño —me detuve un momento, quería estudiar su rostro, pero no fui capaz de leer nada especial—. El caso es que Susana se ha vuelto muy formalita de un tiempo a esta parte, era la más guarda del curso, de pequeña, pero hace un par de años se echó un novio formal muy formal, un tío supertarra, de veintinueve tacos...

—Yo tengo treinta y dos... —al principio me miró con la misma sonrisa que solía dedicarme mi madre cuando me pillaba hurgando en la despensa, luego la reemplazó con carcajadas francas y sonoras.

—Ya, pero tú no eres tarra.

—¿Por qué?

—Porque no, igual que Marcelo, él tampoco es tarra, aunque ya tenga un hijo y todo, bueno, da igual, el caso es que el novio de Susana tiene mucho dinero, una agencia de servicios editoriales y ni una pizca de sentido del humor, y la otra noche fuimos a cenar, ellos dos, Chelo, que llevó un tío bastante gracioso, y yo, que no tenía nadie con quien ir, en serio, mira, si lo hubiera tenido, a lo mejor me habría llevado esto puesto —extraje el consolador de mi interior y comencé a despojarle de sus vestidos. Quería probarlo sin nada, seguramente resultaría menos efectivo así, las púas estaban empezando a alterarme demasiado—. El caso es que nos emborrachamos, Susana también, y le contamos la historia de la flauta el amigo de Chelo se rió mucho, le encantó aquello, pero él se cabreó, dijo que no tenía ninguna gracia y que, desde luego, no le excitaban ese tipo de tonterías, yo comenté que me parecía muy extraño que tú, cuando te enteraste, te habías puesto muy cachondo, ¿verdad? —me dio la razón con la cabeza—. ¿Me has traído también una flauta de Nueva York?

—No.

—¡Qué pena! —en ese punto no pude evitar la risa, pero a los pocos segundos conseguí rehacerme y seguí—. Bueno, el caso es que aquella noche soñé que íbamos los dos en un coche muy grande y muy caro, conducido por un chófer negro muy guapo, que te llamaba señor y la tenía muy gorda, no sé por qué pero yo sabía que la tenía muy gorda —la expresión de su sonrisa, distinta ahora, me hizo temer que sospechaba a qué categoría pertenecía realmente mi sueño, así que empecé a disparatar, intentando dar a todo aquello un barniz de verosimilitud—. Yo llevaba un vestido largo, gris perla, a la moda del siglo xv? un escote enorme, gola blanca y falda armada con alambres, con un polisón de tul encima del culo y un montón de joyas por todas partes, pero tú ibas vestido con unos pantalones y un jersey grueso, rojo, normal y corriente, y parábamos en la calle Fuencarral, que era Berlín, aunque todos los carteles estaban en castellano, igual que ahora, todo era igual en realidad, y entrábamos en una zapatería, con los escaparates llenos de zapatos, claro... Oye, ¿no te ofenderás si sigo con el dedo, un ratito nada más? Necesito descansar.

—Tú misma...

—Gracias, muy amable, en fin ¿por dónde iba? ¡ah, sí!, dentro de la zapatería había un dependiente vestido de paje, de paje antiguo, pero sus ropas no se parecían demasiado a las mías, llevaba un traje de aspecto francés, como Luis XIV mucho encaje y peluca empolvada, ya sabes, y entonces yo me senté muy modosita en un banco tú te quedaste de pie a mi lado y el dependiente se acercó y te dijo, usted dirá, porque lo más divertido de todo es que no te puedes imaginar qué relación teníamos tú y yo, esa no te lo imaginas...

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