Read Las edades de Lulú Online
Authors: Almudena Grandes
Me miró a la cara con su mejor expresión de no pasa nada, aunque me sujetó firmemente los muslos, por lo que pudiera suceder.
—Es para ti —contestó—. Te voy a afeitar el coño.
—¡Ni hablar! Me eché hacia adelante con todas mis fuerzas, intentaba levantarme, pero no podía. El era mucho más fuerte que yo.
—Sí —parecía tan tranquilo como siempre—. Te lo voy a afeitar y te vas a dejar. Lo único que tienes que hacer es estarte quieta. No te va a doler. Estoy harto de hacerlo. Sigue hablando.
—Pero... ¿por qué?
—Porque eres muy morena, demasiado peluda para tener quince años. No tienes coño de niña. Y a mí me gustan las niñas con coño de niña, sobre todo cuando las voy a echar a perder. No te pongas nerviosa y déjame. Al fin y al cabo, esto no es más deshonroso que calzarse una flauta escolar, dulce, o como se llame...
Busqué una excusa, cualquier excusa.
—Pero es que en casa se van a dar cuenta y como Amelia me vea se lo va a cascar a mamá, y mamá...
—¿Por qué se va a enterar Amelia? No creo que os hagáis cosas por las noches.
—Yo —me había puesto tan histérica que ni siquiera tuve tiempo de ofenderme por lo que acababa de decir—, pero ella y Patricia me ven cuando me visto y cuando me desnudo, y los pelos se transparentan —aquello me tranquilizó, creí haber estado brillante.
—Ah, bueno, pero no te preocupes por eso, te voy a dejar el pubis prácticamente igual, sólo pienso afeitarte los labios.
—¿Qué labios?
—Estos labios —dejó que dos de sus dedos resbalaran sobre ellos. Yo había pensado que haría exactamente lo contrario, y me pareció que el cambio era para peor, pero ya había decidido no pensar, por enésima vez, no pensar, al paso que íbamos el cerebro se me fundiría aquella misma noche.
—Ábretelo tú con la mano, por favor... —lo hice—, y sigue hablando. ¿Qué hiciste cuando te vio Amelia?
Noté el contacto de la hoja, fría, y sus dedos, estirándome la piel, mientras volvía a hablar, a escupir las palabras como una ametralladora.
—Bueno, pues, no sé... Cuando quise darme cuenta, ella ya estaba allí delante, chillando mi nombre. Salió corriendo de la habitación, con el paraguas, dando un portazo... —la hoja se deslizaba suavemente, encima de aquello que acababa de aprender que se llamaban también labios. No sentía dolor, era más bien como una extraña caricia, pero no lograba quitarme de la cabeza la idea de que se le podía ir la mano. Apenas le veía la cara, sólo el pelo, negro, la cabeza inclinada sobre mí, y yo salí corriendo detrás de ella. No fue al cuarto de estar, menos mal, se fue directamente por la puerta de la calle, con el paraguas, debía de haber venido solamente a buscarlo. Entonces pensé que no tenía a nadie más que a Marcelo, y fui a contárselo, todavía llevaba la flauta en la mano... —la cuchilla se desplazó hacia fuera, me estaba rozando el muslo—, él estaba en su cuarto, tenía un montón de papeles encima de la mesa y no sé qué hacía con ellos, se rió, se rió mucho, y me dijo que no me pusiera nerviosa, que él le taparía la boca a Amelia, que no se chivaría por la cuenta que le traía, y me habló como tú hace un rato...
Yo pensaba que no me escuchaba, que me hacía hablar a lo loco, como cuando me operaron del apéndice, para tenerme ocupada en algo, pero me preguntó qué me había dicho exactamente.
—Pues eso, que era normal, que todo el mundo se hacía pajas y que no pasaba nada.
—Ya... —su voz se hizo más profunda—. ¿Y no te tocó?
Recordé lo que había dicho antes por teléfono —yo en tu lugar me la hubiera follado sin pensarlo—, y me estremecí.
—No... —debía de haber dado por concluido mi labio derecho porque noté el escalofrío helado de la hoja sobre el izquierdo.
—No te ha tocado nunca?
—No. ¿Pero tú qué te has creído? —sus insinuaciones me sonaban como a ciencia ficción.
—No sé, como os queréis tanto...
—¿Tocas tú a tu hermana? —me respondió con una carcajada, tuve miedo de que le temblara la mano.
—No, pero es que mi hermana no me gusta...
—¿Y yo sí te gusto? —mis amigas decían que jamás se debe preguntar eso a un tío directamente, pero yo no lo pude evitar. El se echó para atrás y me miró a los ojos.
—Sí, tú me gustas, me gustas mucho, y estoy seguro de que le gustas a Marcelo también, y quizás hasta a tu padre, aunque él jamás lo reconocería —sonrió—. Eres una niña especial, Lulú, redonda y hambrienta, pero una niña al fin y al cabo. Casi perfecta. Y si me dejas acabar, perfecta del todo.
Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando comencé a tener esperanzas, y a sufrir. Sus palabras —eres una niña especial, casi perfecta— retumbarían en mis oídos durante años, viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a sus palabras como a una tabla de salvación.
Él se inclinó nuevamente sobre mí e insistió en voz muy baja.
—De todas maneras, creo que nos lo deberíamos montar alguna vez los tres, tu hermano, tú y yo...
—la cuchilla se volvió a desplazar hacia fuera, esta vez al lado contrario—. Muy bien, Lulú, ya casi está. ¿Ha sido tan terrible?
—No, pero me pica mucho.
—Lo sé. Mañana te picará más, pero estarás mucho más guapa —se había echado un instante hacia atrás, para evaluar su obra, supongo, antes de esconderse otra vez entre mis piernas—. La belleza es un monstruo, una deidad sangrienta a la que hay que aplacar con constantes sacrificios, como dice mi madre...
—Tu madre es una imbécil —me salió del alma.
—Indudablemente, lo es... —su voz no se alteró en lo más mínimo y ahora estáte quieta un momento, por favor, no te muevas para nada. Estoy terminando.
Podía imaginar perfectamente la expresión de su cara aun sin verla, porque todo lo demás, su voz, su manera de hablar, sus gestos, su seguridad infinita, me eran muy familiares.
Estaba jugando. Jugaba conmigo, siempre le había gustado hacerlo. El me había enseñado muchos de los juegos que conocía y me había adiestrado para hacer trampas. Yo había aprendido deprisa, al mus éramos casi invencibles. El solía hacer trampas, y solía ganar.
Cogió una toalla, sumergió un pico en otra taza y la retorció por encima de mi pubis que, fiel a su palabra, estaba casi intacto. El agua chorreó hacia abajo. Repitió la operación dos o tres veces antes de comenzar a frotarme para llevarse los pelos que se habían quedado pegados. Me di cuenta de que yo misma podría hacerlo mucho mejor, y más deprisa.
—Déjame hacerlo a mí.
—De ninguna manera... —hablaba muy despacio, casi susurrando, estaba absorto, completamente absorto, los ojos fijos en mi sexo.
Me besó dos veces, en la cara interior del muslo izquierdo. Luego, alargó la mano hacia la bandeja y cogió un bote de cristal color miel, lo abrió y hundió dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, en su interior.
Era crema, una crema blanca, grasienta y olorosa.
Rozó con sus dedos mis labios recién afeitados, depositando su contenido sobre la piel. Sentí un nuevo escalofrío, estaba helada. Entonces pensé que quedaba todavía mucho invierno y que los pelos tardarían en crecer. No iba a ser muy agradable. Pablo recopilaba tranquilamente todos los objetos que habían intervenido en la operación, devolviéndolos a la bandeja, que empujó a un lado.
Entonces, también él se desplazó hacia mi derecha, desbloqueando el espejo que tenía delante.
Mi sexo me pareció un montoncito de carne roja y abultada. A ambos lados de la grieta central, se extendían dos largos trazos blancos. La visión me recordó a Patricia, de bebé, cuando mamá le ponía bálsamo antes de cambiarle los pañales.
Pablo me miraba y sonreía.
—¿Te gustas? Estás preciosa...
—¿No me la vas a extender?
—No. Hazlo tú.
Alargué la mano abierta, preguntándome qué sentiría después. Mis yemas tropezaron con la crema, que se había puesto blanda y tibia, y comenzaron a distribuirla arriba y abajo, moviéndose uniformemente sobre la piel resbaladiza, lisa y desnuda, caliente, igual que las piernas en verano, después de la cera, hasta hacer desaparecer por completo aquellas dos largas manchas blancas.
Después, me resistí a abandonar. La tentación era demasiado fuerte, y dejé que mis dedos resbalaran hacia dentro, una vez, dos veces, sobre la carne hinchada y pegajosa. Pablo se acercó a mí, me introdujo un dedo muy suavemente, lo extrajo y me lo metió en la boca. Mientras lo chupaba, le oí murmurar:
—Buena chica...
Estaba arrodillado en el suelo, delante de mí. Me cogió de la cintura, me atrajo hacia él, bruscamente, y me hizo caer del sillón.
El choque fue breve. Me manejaba con mucha facilidad, a pesar de que era, soy, muy grande.
Me obligó a darme la vuelta, las rodillas clavadas en el suelo, la mejilla apoyada en el asiento, las manos rozando la moqueta. No podía verle, pero le escuché.
—Acaríciate hasta que empieces a notar que te corres y entonces dímelo.
Jamás había imaginado que sería así, jamás, y sin embargo no eché nada de menos. Me limité a seguir sus instrucciones y a desencadenar una avalancha de sensaciones conocidas, preguntándome cuándo debía detenerme, hasta que mi cuerpo comenzó a partirse en dos, y me decidí a hablar.
—Me voy...
Entonces me penetró, lentamente pero con decisión, sin detenerse.
Desde que lo había anunciado, desde que me lo había advertido —vamos a follar, solamente—, me había propuesto aguantar, aguantar lo que se me viniera encima, sin despegar los labios, aguantar hasta el final. Pero me estaba rompiendo. Quemaba. Yo temblaba y sudaba, sudaba mucho. Tenía frío.
Mi resistencia fue efímera.
Antes de que quisiera darme cuenta, le estaba pidiendo que me la sacara, que me dejara por lo menos un momento, porque no podía, no lo soportaba más.
Ni me contestó ni me hizo caso. Cuando llegó hasta el fondo, se quedó inmóvil, dentro de mí.
—No te pares ahora, patito, porque voy a empezar a moverme y te va a doler.
Su voz desarboló mis últimas esperanzas. No iba a servir de nada protestar, pero tampoco me podía quedar allí parada, sufriendo. No estoy hecha para soportar el dolor, por lo menos en grandes dosis. No me gusta. De forma que decidí seguir sus instrucciones, otra vez. Intenté recuperar el ritmo perdido.
Él me imprimía un ritmo distinto, desde atrás. Aferrado a mis caderas, entraba y salía de mí a intervalos regulares, atrayéndome y rechazándome a lo largo de aquella especie de barra incandescente que ya no se parecía nada al inocuo juguete con resorte que me había llenado la boca un par de horas antes, y mucho menos todavía a la célebre flauta dulce.
El dolor no se desvanecía, pero, sin dejar de ser dolor, adquiría rasgos distintos. Seguía siendo insoportable en la entrada, allí me sentía estallar, resultaba asombroso no escuchar el rasguido de la piel, tensa hasta la transparencia. Dentro, era distinto. El dolor se diluía en notas más sutiles, que se manifestaban con mayor intensidad a medida que me acoplaba con él, moviéndome con él, contra él, mientras mis propios manejos comenzaban a demostrar su eficacia.
El dolor no se desvaneció, siguió allí todo el tiempo, latiendo hasta el final, hasta que el placer se desligó de él, creció y, finalmente, resultó más fuerte.
Cuando sentía ya los últimos espasmos, y mis piernas dejaban de temblar para desaparecer del todo, Pablo se desplomó sobre mí, emitiendo un grito ahogado, agudo y ronco a la vez, y mi cuerpo se llenó de calor.
Permanecimos así un buen rato, sin movernos.
Él había escondido la cara en mi cuello, me cubría los pechos con las manos y respiraba profundamente. Yo era feliz.
Se separó de mí y le oí caminar por la habitación. Cuando intenté moverme advertí que me dolía todo. Me volví trabajosamente porque algo parecido a las agujetas, unas agujetas espantosas, me paralizaban de cintura para abajo.
El me ayudó a levantarme. Cuando le rodeé el cuello con los brazos para besarle, me levantó por la cintura, me encajó las piernas alrededor de su cuerpo y comenzó a andar conmigo en brazos, sin hablar.
Salimos al pasillo, que era largo y oscuro, un clásico pasillo de casa vieja, con puertas a un lado. La última estaba entornada. Entramos, se las arregló para encender la luz de alguna manera, y me depositó en el borde de una cama grande. Me quitó la falda y las medias, sonriéndome. Luego apartó la colcha y me empujó dentro. Se despojó de su camisa, lo único que llevaba puesto, y se deslizó conmigo debajo de las sábanas.
Aquellas notas de clasicismo, la cama y mi propia desnudez, me conmovieron y me aliviaron a un tiempo. Se habían acabado las rarezas, por lo menos de momento.
Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo —a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos—, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión.
La profundidad de ese pensamiento me sorprendió a mí misma mientras rodábamos encima de la cama, que ahora resultaba un reducto caliente y cómodo, lo que me devolvió a planos menos trascendentales, sugiriéndome que en la calle debía hacer un frío espantoso, idea placentera por excelencia, mientras yo seguía allí, cobijada y segura.
En realidad no me había dolido tanto.
Aproveché una pausa para indagar acerca de algo que me venía obsesionando desde hacía tiempo.
—¿He sangrado mucho?
—No has sangrado nada —parecía divertido.
—¿Estás seguro? —su respuesta me había desconcertado absolutamente.
—Sí.
—¡Vaya por Dios!
No había sangrado nada. Nada. Aquello sí era terrible. Había pasado algo importantísimo, decisivo, algo que no se volvería a repetir jamás, y mi cuerpo no se había dignado a conmemorarlo con un par de gotas de sangre, un mínimo gesto dramático. Me había defraudado mi propio cuerpo. Yo había imaginado algo más truculento, más acorde con la vertiente patética de la cuestión, toda una hemorragia, un desmayo, algo, y solamente había tenido un orgasmo, un orgasmo largo y distinto, incluso de algún modo doloroso, pero un orgasmo más al fin y al cabo.