Read Las edades de Lulú Online
Authors: Almudena Grandes
—Ya lo veo —Pablo me miraba con los ojos brillantes, se inclinaba sobre mí y me besaba, bromeaba con el chófer— ¿qué te parece mi hija? —me había desabrochado la blusa y me acariciaba los pechos, encajados en el travesaño de tela que unía los dos tirantes—, es preciosa, señor, será magnífico tenerla entre nosotros, nos hará muy felices, —y entonces atravesábamos una verja muy grande, negra, con boliches dorados, llegábamos a una casa enorme, Pablo me cogía en brazos y me la enseñaba. Estaba vacía llena de habitaciones vacías, no había casi muebles, todo era muy espacioso, y yo vivía allí, no tenía hermanos ni hermanas, solamente a mi padre, y los criados, muchos criados, y siempre había percebes para cenar, y podía comerme una bandeja entera sin que nadie me dijera nada, yo sola.
Todos sabían que yo me acostaba con mi padre lo encontraban natural. El me llevaba a la ciudad, de vez en cuando, y me compraba ropa, mucha ropa que me gustaba, y chocolate, me mimaba, y yo era una completa malcriada, a él le divertía, le gustaba mimarme, yo era feliz, andaba por la casa medio desnuda, le quería mucho, y follaba con él todo el tiempo.
En este punto, casi siempre muy cercano al orgasmo, se desplegaban infinitas variantes.
Estábamos sentados a una mesa de gala, tres o cuatro señores mayores, él y yo, yo con un vestido blanco y vaporoso, algunas veces yo me levantaba la falda y me acuclillaba encima de la silla, con las piernas muy abiertas, para que él pudiera empapar cada bocado en mi sexo antes de llevárselo a la boca, otras veces él me sentaba sobre sus rodillas, me levantaba la falda, me enseñaba a sus amigos, todos coincidían es una preciosidad, tu hija, él me besaba en la mejilla, no podría vivir sin ella, yo me acariciaba lenta mente con mi dedito, para que me vieran todos aquellos señores, Pablo me izaba hasta sentarme encima de la mesa, apartaba de un manotazo copas, platos y floreros, me echaba para atrás, y me penetraba allí mismo, delante de todo el mundo, yo me corría cuando él terminaba invitaba a sus amigos, podéis seguir vosotros, si queréis, no soy celoso, y ellos venían, me penetraban todos, uno detrás de otro, pero ninguno me daba tanto placer como él.
Otras veces estaba enfadado. Yo había hecho algo malo, no importaba qué, y él me castigaba, me ponía encima de sus rodillas, me levantaba la falda y me pegaba en el culo, eran humillantes, sus azotes, me daba fuerte, yo lloraba y me retorcía, le prometía que no lo haría nunca más, pero él solía mostrarse implacable entonces, me ataba a alguna parte, y se iba, me dejaba sola durante horas, días incluso, a veces venía una criada, o un criado, me traían comida pero yo no podía comer porque tenía las manos atadas; a veces me pegaban ellos también, otras veces me obligaban a que les hiciera cosas, o me las hacían ellos a mí, y luego Pablo volvía, volvía siempre, me metía la polla en la boca, yo me la tragaba sin rechistar, hasta que se ablandaba, me desataba y me follaba encima de un suelo de piedra, eran deliciosas, las reconciliaciones.
Nos despertábamos juntos, en una cama muy grande, él me acariciaba un rato, luego me destapaba, sigue tú sola, quiero verte, bajábamos a desayunar por una escalera enorme, tengo una sorpresa para ti estoy muy contento contigo, te he comprado un juguete, ahora lo verás pero termínate el desayuno primero, y me cogía de la mano, me llevaba a la biblioteca, nos esperaba un jovencito vestido con un mono azul, es tuyo, puedes hacer lo que quieras con él, me acercaba al aprendiz de jardinero, le bajaba la cremallera, tenía una hermosa verga, yo estaba desnuda, él me abrazaba, torpemente, parecía un oso, me chupaba las tetas y me mordía, no sabía hacerlo, me hacía daño, nos tumbábamos en el suelo, se movía sobre mí como un animal, estaba hambriento, al principio tenía gracia, pero luego se volvía aburrido, déjame, Pablo estaba sentado en su sillón, nos miraba, no me gusta, papá, no me gusta, atrapaba su sexo con la mano y me sentaba encima, recibía un placer instantáneo de él, sabía moverse tan despacio, eres deliciosa, Lulú, me hablaba en un susurro, deliciosa, te quiero tanto...
Mi profesor de griego me examinaba con expresión irónica, apoyado en una de las gruesas columnas del vestíbulo.
—¿Adónde vas con esa pinta?
Le sonreí mientras buscaba una excusa discreta para justificar mi aspecto, pero no la encontré. Noté que me temblaban las manos, y me las metí en los bolsillos. Me temblaban los labios también, así que me decidí a hablar.
—Anda, Félix, invítame a un café...
—Estás muy equivocada si piensas que voy a comprometer la sólida reputación que me he labrado en esta casa dejándome ver con una chica vestida así.
—Pero ¿de qué reputación hablas? Vamos, invítame a un café —le cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección al bar del sótano.
Félix era un excelente profesor de griego, un individuo muy inteligente, dotado de un sentido del humor especialmente sutil, y un viejo amigo mío. Me había acostado con él tres o cuatro veces y me había gustado hacerlo. Pero tenía un defecto. Era terriblemente cotilla, y, por tanto, la última persona con quien habría querido toparme allí, aquella tarde.
Las cosas no estaban saliendo muy bien.
Me había puesto tan nerviosa yo sola, esperando en casa, que finalmente decidí salir media hora antes de lo previsto. Como mis cálculos ya incluían llegar a la facultad con media hora de adelanto para poder sentarme en el centro de la primera fila, en el momento de mi encuentro con Félix disponía de casi una hora libre, demasiado tiempo para seguir dando vueltas delante de las puertas de la sala, cerradas a cal y canto.
No se me había ocurrido pensar que las puertas pudieran estar cerradas. No se me había ocurrido comprobarlo, y eso que pasaba por delante todas las malditas mañanas. `
Lo mejor era bajar al bar, sentarse en una mesa un poco apartada y chismorrear un rato.
Tenía tantas ganas de registrar presagios favorables que llegué a pensar que, después de todo, mi encuentro con Félix había sido afortunado.
—Llevas algo debajo del abrigo? —me examinaba con auténtico interés.
—¡Pues claro que llevo algo! Ropa. Voy completamente vestida —intenté parecer ofendida—. De verdad, no adivino por qué le das tanta importancia a mi aspecto, ni que fuera disfrazada de...
—Vas disfrazada. Desgraciadamente no sé de qué, pero desde luego vas disfrazada —no iba a ser capaz de engañarle, así que me limité a cambiar de tema.
Cuando me acerqué a la barra a pedir los cafés, los ocupantes de una de las mesas delanteras, un grupito de alumnos de primero, dejaron escapar risitas sofocadas a mi paso, mientras se llamaban la atención los unos a los otros con el codo.
Me pregunté si no habría cargado demasiado las tintas.
El abrigo no me preocupaba demasiado, siempre resulta bastante llamativo, un abrigo de lana blanca, pero lo había pedido prestado precisamente por eso, porque necesitaba llamar la atención.
Lo peor eran las medias de sport, de un beige indefinido, que se me enrollaban constantemente en los tobillos. Los elásticos habían opuesto una resistencia verdaderamente tenaz, pero al cabo, después de haberlas hervido tres veces y embutido a presión en la base de sendas botellas de champán durante un par de días, logré que se me deslizaran pierna abajo con auténtica naturalidad, a pesar de que las acababa de comprar y era la primera vez que me las ponía.
Aunque quizá las medias no resultaran tan ridículas en sí mismas, y lo peor fuera el conjunto que formaban con los zapatos. Recordé el corrillo de dependientas que se formó en la zapatería cuando, después de pedir que me trajeran el treinta y nueve del modelo con más tacón que tuvieran en marrón, saqué una media del bolso, me la arrugué en el tobillo y me probé un montón de zapatos estudiando detenidamente el efecto en los espejitos adosados a las columnas, antes de decidirme por un modelo de salón, muy sencillo, que me levantaba unos nueve centímetros por encima de mi estatura habitual.
Y eso que el día de la zapatería llevaba medias de nylon, normales. Aquella tarde no me había puesto nada, las piernas desnudas, en febrero, y el abrigo, en cambio, abrochado hasta el último botón.
Tal vez había cargado demasiado las tintas, pero ya no había remedio, así que me senté junto a Félix y esperé. Un bedel me había informado de que las puertas de la sala solían abrirse unos diez minutos antes de la hora que figuraba en las convocatorias.
Cinco minutos antes de los diez minutos, me escabullí anunciando que tenía que ir al baño. Caminé lentamente hasta las escaleras, llegué al vestíbulo y me colé por las puertas abiertas para sentarme exactamente en el centro de la primera fila.
Durante un buen rato fui la única persona de todo el auditorio.
Me había enterado por pura casualidad del acontecimiento. La Facultad de Filología Hispánica organizaba cada dos por tres jolgorios de este estilo y nunca había prestado excesiva atención a los folletos y carteles que aparecían en el corcho. Pero andaba buscando clases particulares, necesitaba dinero, estaba decidida a irme a Sicilia como fuera, en verano, y me habían comentado la aparición de un par de anuncios nuevos, dos nuevas bestias bachilleres encasquilladas con toda probabilidad en los usos del dativo.
Entonces vi su nombre, letras pequeñitas, en medio de muchos otros nombres.
Miedo, pánico a la realidad, a una decepción definitiva, porque luego ya no podría recuperarle, no podría devolverle a la casa grande y vacía donde nos amábamos, miedo a perderle para siempre.
Había pasado mucho tiempo.
Para mí había sido muy fácil retenerle, porque yo vivía una vida trabajosa y monótona, estaba sola, sobre todo después de que Marcelo se marchara de casa, mis días eran todos iguales, grises, la eterna lucha por conquistar un espacio para vivir en una casa abarrotada, la eterna soledad en medio de tanta gente, la eterna discusión —no pienso hacer derecho, papá, te pongas como te pongas—, el eterno interrogatorio sobre la fortaleza de mi fe religiosa, sobre la naturaleza de mis ideas políticas —me había afiliado al Partido, por razones más sentimentales que de otra índole, aunque ellos, los dos, se habían marchado ya, Marcelo me sonrió de una extraña manera cuando se lo conté—, la eterna invitación a llevar a mis sucesivos novios a cenar una noche —mi madre se empeñaba en creer que eran mis novios todos los tíos con los que me acosté durante aquellos años—, el eterno ejercicio solitario de un amor triste y estéril, todos los días lo mismo.
Quizás hubiera podido ser feliz si él no hubiera intervenido en mi vida, pero lo había hecho, me había marcado veintitrés días antes de marcharse a Filadelfia, y todo el tiempo transcurrido desde entonces no contaba para mí, no era más que un intermedio, un azar insignificante, un sucedáneo del tiempo verdadero, de la vida que comenzaría cuando él volviera. Y había vuelto.
Vi su nombre en el corcho, en letras pequeñitas, y desde entonces mi cuerpo era un puro hueco. Me retorcía de deseo por dentro.
La ambición de mis objetivos había ido disminuyendo alarmantemente, un día tras otro, mientras preparaba la puesta en escena. Fui a ver a Chelo para pedirle la bolsa de plástico que me había guardado en su armario durante los tres últimos años, desde aquella tarde en que mi madre me comentó que el vestido amarillo que llevaba Patricia era aquel que estrenó Amelia, el que me había regalado la abuela, cómo ha crecido esta niña, está casi tan alta como tú.
No esperé a que me lo reclamara, lo quité de en medio un par de meses antes, y después anduve todo el verano con cara de alucinada, repitiendo que parecía cosa de brujas, el misterio del uniforme desaparecido.
Cometí el error de preguntarle a Chelo si estaría dispuesta a hacerme un favor muy gordo, claro que sí, ya lo sabes, aféitame el coño, ¿qué?, es que me da un poco de miedo hacérmelo yo sola, ¿qué?, que me afeites, entre las dos sería más fácil, se negó, por supuesto que se negó, ya me lo esperaba, porque le había contado lo de Pablo, sabía que era para él, y le ofendió mucho mi proposición, jamás, jamás le perdonaría su negligencia contraceptiva, que ella siempre había creído doble, en aquella época Chelo no había descubierto todavía las delicias de la carne macerada, y sólo le gustaban los chicos muy, muy progres, valoraba el coitus interruptus como una mezcla de gesto cortés y declaración de principios en la igualdad de oportunidades, y al final me lo tuve que hacer yo sola, furtivamente, en el cuarto de baño, descolgué el espejo sin hacer ruido, a las tres de la mañana, para que nadie aporreara la puerta, tardé casi dos horas porque iba muy despacio, como soy tan torpe, pero al final conseguí un resultado bastante aceptable, sentía mi piel desnuda y lisa otra vez, mientras permanecía allí, sentada en el centro de la primera fila, rogando a todos mis adorados dioses muertos que intercedieran ante él para que me aceptara, para que no me rechazara, ya solamente me atrevía a pedir eso, que no me rechazara, que me tomara por lo menos una vez, antes de volver a marcharse.
Poco a poco, la sala se fue llenando de gente.
Un señor bajito, calvo y con patillas fue el primero en sentarse sobre el estrado. Pablo, que llegó hablando con un barbudo de aspecto histórico que le abrazó efusivamente al pie de la escalerilla, ocupó uno de los extremos, en último lugar.
Habían pasado cinco años, dos meses y once días desde la última vez que le vi. Su rostro, la nariz demasiado grande, la mandíbula demasiado cuadrada, apenas había cambiado. Las canas tampoco habían prosperado mucho, su pelo seguía siendo mayoritariamente negro. Estaba bastante más delgado, en cambio, eso me extrañó, Marcelo comentaba siempre que en Filadelfia se comía bastante bien, pero él había adelgazado y eso le hacía todavía más alto y más desgarbado, ésa era una de las cosas que más me habían gustado siempre de él, parecía eternamente a punto de descoyuntarse, demasiados huesos para tan poca carne.
Le sentaban bien los años.
Mientras el tipo de las patillas presentaba a los asistentes con una lentitud exasperante, él encendió un cigarro y echó una ojeada a la sala. Miraba en todas las direcciones con excepción de la mía.
El hueco me devoraba.
Tenía mucho calor. Y mucho miedo.
No me atrevía a mirarle de frente, pero detecté que se había quedado quieto. Me miraba fijamente, con los ojos semientornados, una expresión extraña. Luego me sonrió y sola mente después movió los labios en silencio, dos sílabas, como si pronunciara mi nombre.