Las cuatro postrimerías (4 page)

Read Las cuatro postrimerías Online

Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
9.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero vuestra experiencia se ha dilatado considerablemente en estos últimos ocho meses. De hecho, creo que ha sido excepcional. Es evidente que Dios os ordenó escapar y que todas las cosas extraordinarias que os han acontecido han ocurrido precisamente para que pudierais responder a esa pregunta. Os habéis codeado con los más grandes de este mundo, habéis sido amado de todos los modos posibles por la más bella, habéis hecho importantes servicios y a cambio no habéis recibido más que traición.

Todo esto tenía, desde el punto de vista de Bosco, la gran ventaja de ser más o menos lo mismo que pensaba el joven sobre lo acontecido: una mezcla de verdad y autocompasión que formaba un todo armonioso.

—Yo diría —prosiguió Bosco— que habéis comprobado mejor que nadie que los hombres son lobos para los hombres.

—Son unos hipócritas —contestó Cale—. Me he cruzado con un montón de ellos últimamente. Por eso ahora entiendo cuántos hay.

—Eso va por mí, supongo —dijo Bosco, aparentemente sin sentirse ofendido—. Creo que deberíais explicar por qué lo decís.

—¿Cómo podéis todavía mirarme a la cara y hablar de traiciones?

—Seguís sin entenderme. Suponed que os hubiera dejado en manos de aquella buena gente que quería venderos por seis peniques. Desde el día que hubierais aprendido a caminar, os habríais encontrado con un arado en las manos, contemplando durante quince horas al día el culo de un caballo. Habríais sido tonto, ignorante, y a estas horas probablemente estaríais muerto. Lo mismo que nada.

—Dios ha tenido compasión. Además, creía que yo era especial.

—Hay mucha gente que nace especial. Como dijo el Ahorcado Redentor: «Más de una flor nace para brillar donde nadie la ve y perder su aroma en el aire del desierto».

Cale se rio.

—¿Una aromática florecita? Así soy yo, sin duda: una florecita más olorosa y delicada de lo que se cree la gente.

—Es una licencia poética, desde luego, pero dejadme que lo exponga con más claridad: vos nacisteis para llegar hasta el trono de Dios por medio de la muerte. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Sin embargo, yo os he elegido a vos, y eso os convierte en agente del final prometido.

—¿Tenéis idea de lo demenciales que suenan vuestras palabras?

—Desde luego. En momentos de crisis he llegado a plantearme si de verdad estaba cuerdo.

Sonrió haciendo un gesto que (cosa extraña) le sentaba bien, un gesto con el que se reía de sí mismo.

¿Y...?

—En esos momentos me terminaba preguntando qué tipo de cosa es el hombre, con su defectuosa capacidad de razonamiento, sus escasas capacidades, la fealdad de su forma y de sus movimientos, con lo mucho que se parece al demonio en sus acciones, y a una vaca en sus aprensiones. ¿La belleza del mundo? ¿El parangón de los animales? Para mí el hombre no es más que la quintaesencia del polvo. —Bosco parecía haberse extraviado en sus palabras, pero de repente se volvió hacia Cale con enorme interés y le preguntó¿No estáis de acuerdo?

Cale no respondió.

—Olvidad por un momento vuestro odio hacia mí y considerad vuestra experiencia del mundo. En el fondo del corazón, ¿no estáis de acuerdo conmigo?

Hubo otra larga pausa.

—Preferiría que siguierais con vuestra explicación.

—No es ésta la primera vez que el Señor barre a la humanidad de la faz de la Tierra a causa de sus pecados. No es del conocimiento general el hecho de que ya hubo una especie humana antes de Adán. Dios la destruyó en una gran inundación en la que ahogó al mundo entero para comenzar de nuevo.

—¿Ahogó al mundo entero?

—Al mundo entero. Hasta la última hoja de hierba.

—Parece sencillo. ¿Por qué no hace lo mismo ahora?

—Porque hay demasiada gente y demasiada hierba. Y no hay suficiente agua.

—¿Cree el Papa algo de todo eso?

—No exactamente —respondió Bosco—. Pero cuanto él pierda en la tierra se perderá en el cielo.

—No lo entiendo... Ah, me parece que ya vislumbro algo... —Cale meditó en lo que le parecía comprender—. Vais a matar al Papa y ocupar su puesto.

—Si no os conociera bien, diría que tenéis más de demonio que de ángel. ¿Creéis que se puede matar al Papa ungido por el Señor sin dañarse uno mismo?

—Supongo que no.

Se quedaron callados, sentados los dos. Bosco esperaba que Cale le pidiera una explicación. Consciente de ello, y pese a toda su curiosidad, Cale se resistió a proporcionarle esa satisfacción.

—El Papa ya no es el que era —dijo Bosco.

—¿Quién es ahora? —respondió un Cale asombrado, malinterpretando la frase de Bosco.

—¡Lo que yo quería decir es que no se encuentra bien! Es muy anciano, y sufre una enfermedad mental. Se trata de una enfermedad que lo debilita, y que va a peor. Se olvida...

Yo me olvido...

—A él se le olvida quién es.

—Si está tan mal, no tardará en morir.

—Él está mal, pero la gente que padece la enfermedad que padece él a menudo vive mucho tiempo..., mucho tiempo.

Volvió a mirar a Cale, disfrutando la sensación de volver a ser, una vez más, el maestro de su alumno.

—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Bosco. Y no lo preguntó para recabar consejo, sino para que Cale demostrara su buen juicio.

—Debéis estar allí cuando muera y convertiros en Papa.

Bosco se rio.

—Eso es bastante más fácil de decir que de hacer.

—Os podéis reír —dijo Cale—, pero ¿me he equivocado en la respuesta?

—No... Miremos las cosas complejas con mirada sencilla. Ése es, efectivamente, el final, pero ¿cuál es el comienzo? Incluso para alguien muy inteligente puede resultar dificilísimo observar con una mirada nueva y un poco de distanciamiento algo que ha tenido delante de las narices toda la vida.

—¿Cuánto poder tenéis vos? —preguntó Cale después de un rato.

—¡Excelente pregunta! —dijo Bosco riéndose—. Al matar al padre Picarbo tuvisteis la bondad de promoverme desde, digamos, el décimo en la línea de sucesión al Papado al puesto noveno más o menos.

¿No me habríais castigado por ello?

—No es fácil decirlo. Vuestras acciones me parecieron inconvenientes en aquel momento. Mis planes con respecto a vos, con respecto a todo, eran cosa a varios años vista. Estar el décimo en la línea sucesoria al Papado es como no estar en la línea sucesoria. Pero vuestra desaparición y posterior captura han representado un avance espectacular e inesperado. Menfis ha caído. Yo tengo gran parte del mérito, y el mérito que no me corresponde a mí os corresponde a vos. Ahora soy el tercero en la línea sucesoria. Pero, en fin —dijo con una sonrisa—, estar el tercero en realidad es sólo un poquito mejor que estar el décimo o el duodécimo.

—¿Quiénes son el primero y el segundo?

—¡Vais directo al grano! —dijo Bosco en tono de broma—. Gant y Parsi.

—Jamás he oído hablar de ellos.

—¿Y por qué tendríais que haber oído sus nombres? Sin embargo, creo que me equivoqué al pensar que era demasiado pronto para poneros al corriente de estas cosas.

—¿Entonces me vais a poner al corriente ahora?

—Ahora lo que os voy a pedir es que lo averigüéis.

—¿Y por qué no me lo explicáis, sencillamente?

—Porque lo veréis todo con más claridad si lo averiguáis por vos mismo. Y también porque eso me dará más placer a mí.

Es curioso que el demonio que ha atormentado a alguien durante toda su vida le proponga a ese alguien que adivine sus secretos, pese al profundo odio que sabe que inspira.

—En la biblioteca había un libro que tenía cerradura: el censo. Logré abrir otros, pero ése no.

—Sin embargo, conseguisteis echar a perder la cerradura.

—¿Cómo es de grande el imperio del Redentor?

—No es un imperio, sino una mancomunidad. La mancomunidad ha logrado la unión de cuarenta y tres países y, de acuerdo con el último censo, tiene la posibilidad de redimir a cien millones de personas.

—¿Cómo es de grande el mundo?

—No lo sé realmente, pues conocemos muy poco de lo que concierne a China y a las Indias. Pero en lo que se refiere a las llamadas cuatro partes del mundo, sin incluir Menfis, tiene probablemente cuatro veces el tamaño y varias veces la riqueza que suele creerse.

—¿Por qué sin incluir Menfis?

—Menfis basaba su influencia en su poder militar. Nosotros hemos conquistado Menfis y destruido a los Materazzi, pero no hemos conquistado su imperio, que simplemente se ha colapsado. Cada uno de los países de ese imperio se ha declarado libre y ha empezado a reñir con sus vecinos por las mismas cosas que solía reñir antes de la llegada de los Materazzi. Menfis ha resultado ser una bendición a medias, y con el tiempo podría convertirse en un regalo envenenado, sencillamente.

—Pero si el imperio del Redentor es mucho más grande de lo que todo el mundo piensa...

—La mancomunidad... —corrigió Bosco.

... de lo que todo el mundo piensa, ¿por qué os encontráis en un punto muerto en la lucha contra los antagonistas?

—Buena pregunta. Efectivamente, es cierto que nos encontramos en un punto muerto. —Bosco se mostraba claramente conten to con aquella pregunta—. La mancomunidad de los redentores no sólo es grande, sino que está inflada y llena de contradicciones. Algunas partes de la mancomunidad son flojas en sus creencias, y están tan llenas de blasfemias que no resultan mucho mejores que los antagonistas. Muchos nos sacan más a nosotros en subsidios de lo que pagan en impuestos. Otros son verdaderamente fanáticos en sus creencias, pero están siempre disputando unos con otros acerca de este o aquel punto de la doctrina. Hay numerosos cismas que amenazan con convertirse en herejías tan grandes como el propio antagonismo.

—Pues si las cosas están tan mal, ¿por qué no os han derrotado ya los antagonistas?

—Tampoco ésa es mala pregunta: los antagonistas se enfrentan a los mismos problemas que nosotros. No es la falta de religión lo que destruye a la humanidad, sino la humanidad la que destruye la religión. Una criatura así es incapaz de aspirar a la semejanza de Dios. Dios lo intentó pero fracasó. Pero volverá a intentarlo.

—Creí que Dios era perfecto —repuso Cale.

—Dios es perfecto.

—Entonces, ¿por qué ha hecho semejante estropicio con la humanidad?

—A causa de su perfecta generosidad. Dios no es ningún tramposo de los que engañan en su propio juego de naipes. Desea atraernos libremente, que nuestro amor por Él sea elección nuestra. Ni siquiera Dios puede cuadrar un círculo. Dios se siente solo, y quiere que la humanidad elija libremente obedecerle, no obligarla a que lo haga. ¿Comprendéis lo que estoy diciendo?

—Comprendo lo que decís, sí.

—Que conste que ni yo ni el Dios al que ambos servimos tenemos necesidad de que estéis de acuerdo. Vos no sois un hombre, y tampoco sois un Dios: vos sois la decepción y la ira hechas carne. Lo que hacéis es lo que sois. Lo que penséis, sin embargo, resulta irrelevante.

—¿Y cuando todo haya acabado?

—Se me ha revelado en mis visiones que os llevarán a la isla de Avalón para que viváis allí apartado. Es un lugar en el que flu yen la leche y la miel. Os quedaréis allí, vestido con las más ricas y blancas sedas hasta que llegue el momento, si llega, en que Dios vuelva a necesitaros.

Tras eso, Cale se quedó callado un buen rato.

—Habladme de Chartres.

—El Santuario es el corazón militar de la fe, pero por eso lo pusieron aquí, en el quinto pino, donde no supone un peligro para ellos. Aunque yo tenga gran poder, cualquier capitán del Santuario que se acerque a menos de setenta kilómetros de Chartres debería ser excomulgado por orden del Papa. A mí se me permite ir allá sólo mediante su expreso consentimiento, que rara vez se otorga, y no me dejan ir acompañado por más de una docena de sacerdotes. Incluso así, nunca me he encontrado a solas con él desde que Gant y Parsi lo recluyeron del mundo, encerrándolo como un guisante en su vaina.

—No sé lo que es eso. —Hubo una pausa—. ¿Por qué no os matan?

—Seguís yendo al grano, como de costumbre... A mí me consideran un rival, pero un rival neutralizado de hecho porque todo mi poder reside en el ejército, y no en Chartres. Pero vais muy aprisa, Cale, pasáis demasiado rápidamente por encima de los asuntos.

—O tal vez sois vos —repuso Cale—, que permitís que se os vayan de las manos.

—En absoluto. Casi desde el día en que llegasteis aquí, comencé a reclutar trescientos oficiales de la milicia que han asumido el hecho de que la humanidad no tiene remedio, y que vos sois la solución. No tardarán en llegar aquí. Vos entrenaréis a ese número ya considerable de hombres, y ellos entrenarán a otros trescientos más, y así sucesivamente. Al cabo de cuatro años habréis preparado a cuatro mil oficiales, y yo estaré en condiciones de avanzar contra Gant y Parsi. Si logro mi objetivo, se nos invitará a entrar en Chartres para salvar al Papa.

—¿Y cómo lo haréis?

—Eso no tiene por qué preocuparos.

—Pero me preocupa.

—Entonces olvidad esas preocupaciones.

—¿Qué era ese vestido blanco que mencionasteis antes?

—Un vestido hecho con las más ricas sedas. Sedas blancas y entretejidas de oro, dignas de un rey.

No es que Cale se creyera lo que Bosco decía sobre Avalón, aunque Bosco era claramente sincero al mostrar su certeza sobre la existencia de aquel lugar. A Cale le molestaba aquella imagen de lo que supuestamente tenía que satisfacerle.

—El último al que vi vistiendo pesadas sedas blancas fue un arzobispo que daba una misa solemne en alabanza del Señor. Aquellas cuatro horas fueron un buen castigo. Por si no lo habéis notado, yo no soy de los que rezan.

—¿Y por qué ibais a serlo? En Avalón os cuidarán setenta y dos seres que no serán exactamente ángeles.

—¿Qué queréis decir?

—Se cuentan entre los ángeles rebeldes que desafiaron a Dios y fueron arrojados al infierno. Pero setenta y dos de ellos se arrepintieron ante la victoria final de Dios y fueron enviados a Avalón en parte como castigo por haber flaqueado en su lealtad y en parte como premio por su arrepentimiento. Os aguardan allí para serviros en todos vuestros deseos.

—Como las monjas del convento...

—Eso será cosa vuestra. Y por eso asumo que no será exactamente como las monjas del convento.

—¿Y cómo sabéis todo eso?

—Me fue revelado en el desierto.

Other books

Blowing Smoke by Barbara Block
Bid Me Now by Gilise, Rebecca
Nick by Inma Chacon
Showdown at Gun Hill by Ralph Cotton
Hissy Fit by Mary Kay Andrews
100 Cupboards by N. D. Wilson
The Team That Stopped Moving by Matt Christopher