Ya al otro lado de la puerta, el corazón del alcaide palpitaba como el de una muchacha que acaba de recibir su primer beso. Intentó calmarse, y acercando la lista a una vela que ardía tímidamente en el muro, la examinó con detenimiento. Al terminar, los ojos se le salían de las órbitas a causa del miedo y la inseguridad: la inquietud pende sobre la cabeza que lleva la corona. Tenía demasiado miedo para pedirle aclaraciones a Bosco, y demasiado orgullo para consultar a su predecesor. Desde luego, tenía razón al pensar que habría parecido idiota e inepto a los ojos de ambos. Al fin y al cabo, su promoción estaba por confirmar. «Hagáis lo que hagáis —había entreoído en cierta ocasión—, hacedlo con decisión». Aquel consejo no demasiado bueno, y sobre todo malinterpretado, había estado muchos años rondando la cabeza del padre alcaide Bergeron, aguardando la ocasión de hacerle una jugarreta. Y al fin había llegado esa ocasión.
¿Es que los demás somos distintos a él? ¿Cuántos de los peores momentos de nuestra vida brotan de algún insignificante absurdo que se aferró a nuestra alma como una hierba a un acantilado rocoso para prosperar allí en contra de todas las probabilidades? La hierba hunde sus raíces en una grieta, las raíces abren la grieta, hay una repentina tormenta, el agua penetra en la grieta, el agua se congela en una noche invernal y resquebraja la roca. Un extraño pasa, su caballo trastabilla en la roca resquebrajada, y caballo y jinete caen al terrible abismo.
De ese modo, Bergeron se apresuró hacia la celda de Peter Brzca y llamó a su puerta con absoluta convicción.
¿Sí...?
—Las personas del ala norte que se encuentran en esta lista han de ser ejecutadas.
Brzca no se sorprendió mucho, dado que ya había dado muerte últimamente a tantos prisioneros del ala norte. Examinó la lista, calculando a ojo de buen cubero la naturaleza e importancia del encargo.
—Creía —dijo, más que nada por entablar un poco de conversación— que las ejecuciones ya habían terminado.
—Es evidente que no —fue la malhumorada respuesta—. Tal vez queráis ir a ver al padre Bosco para aseguraros por vos mismo.
—No es ése mi trabajo —repuso Brzca—. A mí no me importan los motivos. ¿Cuándo ha de hacerse?
—Ahora.
—¿Ahora?
—Acabo de dejar ahora mismo al padre Bosco.
Eso resultaba persuasivo.
—¿Por qué tanta prisa?
—Corno vos mismo decís, los motivos no os importan. Lo único que debe importaros es lo rápido que podéis empezar y concluir.
—¿Cuántos son exactamente?
—Doscientos noventa y nueve.
Brzca meditó un instante. Los labios se le movían en silenciosos cálculos.
—Puedo empezar dentro de dos horas.
—¿Y en cuánto tiempo podéis empezar si os dais toda la prisa posible?
Brzca volvió a pensar.
—En dos horas.
Bergeron lanzó un suspiro.
—¿Cuánto tiempo os llevará?
—Una vez montada la rotonda, podemos hacer uno cada dos minutos. Con los descansos, once horas.
—¿Y sin los descansos?
—Once horas.
—Muy bien —dijo Bergeron, en un tono que daba a entender que había salido victorioso de la negociación—. En dos horas quiero montada la rotonda.
En realidad, Brzca se hallaba trabajando ya en la rotonda, con sus cuatro ayudantes, menos de una hora después. Había echado un detenido vistazo a sus víctimas. Eran un grupo de aspecto rudo. Si se olían lo que iba a suceder, darían problemas. Por el momento, y aunque no parecieran muy contentos, estaba claro que no tenían ni idea de nada, pues ni siquiera hombres de aspecto tan brutal como aquéllos podían estar tan despreocupados a la espera de la muerte y del tormento eterno. Había un detalle que le preocupó.
—¿Por qué —le preguntó al redentor que estaba de guardiano están cerradas con llave las celdas? ¿Y por qué estáis tan sólo vos vigilando?
La respuesta sonó convincente:
—Ni idea.
Evidentemente, si el guardia se mostraba tan poco comunicativo era no sólo porque realmente no sabía nada, sino también porque no quería hablar con Brzca. Nadie quería hablar con él. Hasta el más cruel de los redentores lo miraba por encima del hombro, con desprecio, como se ha mirado siempre a los verdugos. A nadie le caía bien, pero a Brzca eso no le afectaba, o al menos eso era lo que intentaba creerse él mismo. En realidad sí le afectaba la manera en que lo miraban. Le gustaba sentirse temido. Le gustaba que lo vieran como alguien misterioso y letal. Le ofendía, sin embargo, el desdén, que estaba fuera de lugar y resultaba injusto. Se mantenía distante, pero sus sentimientos resultaban heridos por aquella falta de respeto. Sufría en silencio que nadie quisiera hablar con él. Ni siquiera sus ayudantes, dos de los cuales habían intentado recientemente, para irritación suya, que los destinaran a cuidar leprosos en Mogadiscio. A su debido tiempo recibirían su merecido por aquella deslealtad, pero esa noche requería compenetración y armoniosa destreza.
Aún quedaban problemas por resolver, y decidió caminar por el ambulacro para aclararse la mente.
¿Debería atarlos antes? No. La ventaja de las manos atadas y las piernas lastradas no compensaba el inconveniente de que eso les permitiría saber que estaba a punto de ocurrir algo desagradable. Aquéllos no eran del tipo de hombres que se toman las cosas con tranquilidad y, dado que por alguna razón habían dejado las puertas abiertas, era fácil que tuviera lugar un motín. Era preferible, decidió recorriendo el ambulacro, dejarlos en la inopia y hacerlo todo tan rápido que no pudieran comprender nada hasta que ya estuvieran a mitad de camino hacia la otra vida. Eso requería mucha destreza y seguridad en las manos, pero de eso él tenía para dar y tomar.
—Buenas noches, padre —le dijo Bosco al pasar. Iba meditando sobre Cale.
—Buenas...
Pero Bosco ya se había ido.
La rotonda había sido diseñada por el predecesor de Brzca, que era un fanfarrón, en opinión de Brzca, y había sido construida, según su opinión profesional, de modo más complicado de lo necesario. El lema de Brzca era: «Es mejor hacer las cosas con sencillez». Brzca había olvidado el sistema de tres cámaras de la rotonda para ejecuciones en masa (uno a punto de ser ejecutado, otro en la cámara siguiente siendo preparado, y un tercero en espera) y lo había reemplazado por un sistema que dependía más de la cooperación de la víctima, que debía encontrarse bajo la impresión de que lo que sucedía era otra cosa diferente.
A la víctima se le decía que se le iba a presentar brevemente al Prior del Santuario. En cuanto entraba por una gruesa puerta que no dejaba pasar los ruidos, veía al Prior que estaba arrodillado, rezando, de espaldas a él y delante de un sagrado icono del Ahorcado Redentor. Brzca y sus dos guardias estaban arrodillados uno al lado del otro, el último de ellos tal vez un poco más cerca de lo que uno hubiera esperado. El Prior entonces se levantaba y se daba la vuelta. La víctima levantaba la vista. Brzca con su delantal de cuero lo agarraba del cabello, los dos guardias le sujetaban los brazos, y entonces Brzca le pasaba por el cuello su cuchillo incrustado en el guante. Ya agonizante y completamente aturdido, dejaban caer al reo sobre una trampilla que había delante de él. Los guardias bajaban el cuerpo, y el hombre, moribundo o ya muerto del todo, era empujado por un tobogán para ser después recogido en la cámara de debajo por unos redentores, que lavaban la trampilla rápida y cuidadosamente antes de volver a empujarla hacia arriba para que quedara colocada en su sitio. Tras echar un rápido vistazo para comprobar que no quedaba ningún indicio de la lucha, los guardias se levantaban y salían de la cámara por una puerta que estaba más allá, en el pasillo. Fuera, la siguiente víctima estaría aguardando pacientemente entre sus dos guardias. A oscuras, vislumbraría apenas al que pensaba que era su predecesor en la fila saliendo por la puerta de salida. Y entonces se reiniciaba el procedimiento.
Esta rutina continuó durante toda la noche, con la única interrupción de una de las víctimas, que estaba más mosca que el resto y notó que algo no acababa de encajar en la cámara. Este hombre se desprendió de la mano que le atenazaba el cuello y del que intentaba agarrarle la mano izquierda. Escurriéndose y gritando mientras sus cuatro asesinos forcejeaban tratando de inmovilizarlo, siguió gritando y luchando hasta que consiguieron sujetarlo al hueco. Le pisaron la mano, le golpearon la cabeza y, por último, le hicieron entrar por la trampilla para que acabaran el trabajo los redentores de la cámara inferior. Ni siquiera la más gruesa de las puertas hubiera podido evitar que el ruido de semejante lucha llegara a los oídos del siguiente, que aguardaba en el pasillo, fuera de la cámara. Así que el propio Brzca tuvo que salir y apuñalar al asustado redentor tal como estaba, en pie, antes de que pudiera armar más escándalo. Dejando aparte este pequeño incidente, toda la noche transcurrió según lo previsto.
A las once de la mañana siguiente, el ayudante del alcaide, el padre Bergeron, inspeccionó el montón de cuerpos ligeramente lavados que yacían en el Rotunda Posteriorum, esperando ser trasladados al campo de Ginky en la oscuridad de la noche. Se trataba de una visión aleccionadora e impresionante. Media hora más tarde, el ayudante del alcaide se encontraba delante de un Bosco algo impaciente, que trataba de desentrañar los aburridos y complejos documentos que se referían a una disputa en torno al reparto de un gran envío de queso echado a perder.
—¿De qué se trata? —preguntó Bosco sin levantar la mirada.
—Las ejecuciones se han llevado a cabo tal como ordenasteis, padre.
Bosco levantó la mirada irritado, pues el alcaide le había hecho perder el hilo de sus pensamientos enredados en declaraciones y contradeclaraciones concernientes a la responsabilidad por el queso podrido.
—¿Qué decís...?
Un terror espantoso coloreó de rojo la totalidad del rostro de Bergeron, como si lo acabara de alcanzar una repentina avalancha invernal.
—La ejecución de los prisioneros de la Casa del Propósito Especial.
La voz de Bergeron salió suave como un susurro. Sacó la hoja con los nombres y señaló la última página.
—Aquí está la cruz que pusisteis al final para confirmarlo.
Sin armar ningún revuelo, Bosco cogió el papel que le entregaba Bergeron. Una horrible tranquilidad se apoderó de él. Observó la hoja un instante: su precioso cuerpo de soldados de élite había desaparecido, hasta el último hombre.
—La cruz al final —dijo con voz suave— era para indicar que estaba correcto.
¡Ah!
—¡Ah, efectivamente!
—Yo...
—Por favor, no digáis nada. Esta mañana me habéis echado una catástrofe encima. Llevadme a verlos.
En su estancia, Cale miraba por la ventana sin fijarse en nada en concreto, con la mente puesta a cientos de kilómetros de distancia. Tras él se oía el ruido del acólito que le llevaba la segunda comida de aquel día. Ya que no contaba con otros placeres, al menos seguía disfrutando de la comida, ahora que la suya era preparada por las monjas, como la de otros redentores importantes. Al acólito se le cayó al suelo una de las tapas, que rebotó estruendosamente y se fue rodando hasta cer ca de los pies de Cale. La proximidad del acólito, que se había acercado a recogerla, le hizo mirar por primera vez al muchacho a la cara. Aunque tendría al menos la edad de Cale, el muchacho recogió la tapa humildemente y lo miró a su vez, aunque con azoramiento.
—No os conozco —le dijo Cale.
—Hace sólo diez días que me han traído aquí, desde Stuttgart.
Cale había leído algo sobre Stuttgart hacía poco, en un anuario que le había dado Bosco y que daba cuenta con áridos detalles de cada ciudadela armada y amurallada de los redentores que contara con una población de más de cinco mil habitantes. El anuario comprendía diez volúmenes de quinientas páginas cada uno. En opinión de Bosco, la mancomunidad de los redentores era frágil. Lo que estaba claro, por lo que había leído en los anuarios, era que se trataba de una mancomunidad muy amplia, mucho más amplia de lo que hubiera podido imaginarse nunca.
—¿Por qué os han traído aquí? —le preguntó Cale.
—No lo sé.
—¿Cómo os llamáis?
—Model.
Cale se acercó a la mesa y se sentó. Había huevos revueltos, tostadas, muslos de pollo, salchichas, champiñones y gachas. Empezó a servirse.
—Vos sois Cale, ¿no?
Cale no contestó.
—Dicen que vos salvasteis al Papa de los malvados antagonistas.
Cale volvió un instante la vista hacia él, y siguió comiendo. Model lo miraba fijamente. Estaba hambriento porque los acólitos siempre tenían hambre, del mismo modo que tenían frío la mayor parte del año. Pero ni se le pasaba por la imaginación que la comida de la mesa, parte de la cual ni siquiera sabía qué era, pudiera ser compartida con él. Era como una mujer hermosa para un hombre feo: podía reconocer la belleza pero no podía esperar que le tocara una porción de ella. Sin embargo, pese a lo distraído que era, Cale no conseguía comer a sus anchas delante del acólito.
—Sentaos.
—Yo no podría...
—Claro que podríais. Sentaos.
Model se sentó y Cale le puso delante un plato de patatas fritas. Pero había, naturalmente, un problema. Cogió el plato de patatas fritas y vació en su propio plato todas las patatas menos una. Enrojecido de anhelo, Model puso mala cara.