Confiaba en haber permanecido fuera el tiempo suficiente. Había sido una mala noche.
A lo primero me sentí muy decidido, pero luego, al oscurecer, aquella resolución mía se debilitó bastante. Nunca antes había pasado una noche en otro sitio que no fuera mi alcoba. En ésta todo me resultaba familiar, mientras que el hogar vacío de los Wender se me había antojado lleno de ruidos misteriosos. No obstante, el hecho de poder encontrar y encender unas cuantas velas, así como avivar el fuego echándole más leña, contribuyó a que el lugar me pareciera un poco menos solitario…, pero sólo un poco menos Porque los ruidos raros continuaron produciéndose, dentro y fuera de la casa.
Durante un buen rato estuve sentado en un taburete, con la espalda pegada a la pared para que nada que pudiera acercarse a mí me pasara desapercibido. Más de un vez noté que me abandonaba el valor. Deseé dolorosamente apretar a correr. Me gusta pensar que fue la palabra dada y el pensamiento de la seguridad de Sophie lo que me mantuvo allí, pero recuerdo asimismo muy bien lo negro que estaba el exterior y cuán llenas se hallaban las tinieblas de sonidos y movimientos inexplicables.
Aunque la noche se me presentó al principio repleta de terrores, nada ocurrió realmente. Los ruidos semejantes a cautelosos pasos no correspondieron a nadie que se dejara ver, el tamborileo no preludió nada en absoluto, y lo mismo puede decirse de los ocasionales sonidos de arrastre; si bien eran inexplicables, por lo visto estaban también, afortunadamente, más allá de toda manifestación, e incluso al final, y a pesar de ello, resultó que se me empezaron a cerrar los ojos al balancearme en el taburete. Por eso intenté recuperar el valor y osé moverme con mucho cuidado hasta la cama. A ella me subí, y muy agradecido volví a pegar la espalda en la pared. Durante un tiempo permanecí vigilando las velas y las inquietantes sombras que producían en las esquinas de la habitación, mientras me preguntaba sobre lo que debería hacer yo cuando hubieran desaparecido, cuando, repentinamente, hubieran desaparecido… Y el sol estaba brillando…
Aunque había comido un poco de pan como desayuno en casa de los Wender, al llegar a mi casa me sentí otra vez hambriento. Sin embargo, eso podía esperar. Con la muy escasa esperanza de que nadie hubiera notado mi ausencia, intenté llegar a mi alcoba sin ser visto para luego pretender que me había quedado dormido. Pero no tuve suerte: cuando atravesaba a todo correr el patio, Mary me vio por la ventana de la cocina y me llamó:
—¡Ven aquí en seguida! Todo el mundo te está buscando. ¿Dónde has estado?
Y sin aguardar respuesta, añadió:
—Padre está furioso. Mejor será que te presentes a él antes de que se ponga peor.
Mi padre y el inspector se hallaban en la habitación delantera que apenas usábamos.
Por lo visto llegué en un momento crucial. El aspecto del inspector era muy parecido al de siempre, pero mi padre echaba chispas.
—¡Ven aquí! —bramó en cuanto me vio aparecer por el pasillo.
Me acerqué a ellos de mala gana.
—¿Dónde has estado? —exigió—. Has pasado fuera toda la noche. ¿Dónde?
No contesté.
Me lanzó media docena de preguntas más, y al no obtener ninguna respuesta por parte mía, su aspecto se tornó más fiero.
—¡Vamos! —me gritó—. La terquedad no te va a ayudar ahora. ¿Quién es esa niña, esa blasfemia, con la que estabas ayer?
Seguí sin replicar. Tenía sus ojos clavados en los míos y yo nunca le había visto tan encolerizado. A mí no me llegaba la camisa al cuerpo.
Entonces intervino el inspector. Con voz normal y tranquila, me dijo:
—David, tú sabes que el encubrimiento de una blasfemia o el dejar de informar de una aberración humana es un asunto muy, muy serio. La gente va a la cárcel por ello. Todo el mundo tiene la obligación de advertirme de cualquier tipo de ofensa, aunque no estén seguros de que lo sea, para que yo decida sobre el caso. Siempre es importante y desde luego importantísimo si se trata de una blasfemia. Y por lo visto en esta ocasión no parece haber ninguna duda, a menos que el joven Ervin se haya equivocado. Porque él dice que esa niña con la que estabas tiene seis dedos en los pies. ¿Es cierto?
—No —contesté.
—Está mintiendo —observó mi padre.
—Ya —replicó el inspector con calma—. Entonces, si no es verdad, no te importará decirnos quién es, ¿no?
Aunque el tono de aquel hombre era razonable, seguí sin responder. En aquellas circunstancias me parecía lo más seguro. Nos miramos mutuamente.
—Te darás cuenta de que es así, ¿no? —agregó persuasivo—. Si eso no es verdad…
—Yo arreglaré esta cuestión —cortó mi padre tajante—. El chico está mintiendo. Y dirigiéndose a mí, me ordenó:
—Vete a tu alcoba.
Dudé un momento. Sabía muy bien lo que aquella orden significaba, pero tampoco desconocía que mi padre, en su actual estado, lo llevaría a cabo tanto si se lo contaba como si no. Apreté las mandíbulas y me volví para marcharme. Antes de echar a andar detrás de mí, mi padre cogió un zurriago que había encima de la mesa.
—Eso —dijo secamente el inspector— es mío.
Mi padre pareció no haberle oído. El inspector se levantó, y con voz dura y amenazadora repitió:
—Le he dicho que ese látigo es mío.
Mi padre se detuvo. Con un gesto de mal genio arrojó el zurriago sobre la mesa. Echó una mirada furiosa al inspector y luego se volvió para seguirme.
No sé dónde estaba mi madre, quizás tuvo miedo de mi padre. Pero fue Mary quien vino a curarme la espalda mientras soltaba pequeños sonidos de consuelo. Cuando me ayudó a meterme en la cama vi que unas cuantas lágrimas rodaban por sus mejillas; luego me dio un poco de caldo con una cuchara. Me esforcé por mostrarme valiente delante de ella, pero al marcharse mi llanto empapó la almohada. Sin embargo, no era tanto el dolor corporal lo que producía mis lágrimas como la amargura, el autodesprecio y la humillación. Sintiéndome desdichado y miserable, apreté en mi mano la cinta amarilla y el mechón castaño.
—No he podido soportarlo, Sophie —sollocé—. No he podido soportarlo.
Al anochecer, cuando me hube tranquilizado un poco, noté que Rosalind estaba tratando de hablar conmigo. Algunos de los otros me preguntaban también ansiosos sobre el asunto. Les conté lo de Sophie. Ya no era un secreto para nadie Sentí que aquello les sobresaltaba. Intenté explicarles que una persona con una aberración —por lo menos con una aberración pequeña— no era la monstruosidad que nos habían dicho, que en realidad no representaba ninguna diferencia, por lo menos en Sophie.
Recibieron mi explicación con muchas dudas. La enseñanza que nos habían dado estaba en contra de su aceptación, si bien ellos tenían la certeza de que cuanto yo les decía debía ser verdad para mí. Es imposible mentir al hablar con el pensamiento. Mis amigos contendían con la nueva idea de que una aberración podría no ser repugnante y mala; aunque no con mucho éxito. En aquellas circunstancias no podían servirme de gran consuelo, y no me molesté cuando fueron retirándose uno por uno y supe que se habían quedado dormidos.
Yo también estaba cansado, pero el sueño tardaba en llegar. Permanecí allí tendido, imaginándome a Sophie y a sus padres en su lento caminar hacia el sur en dirección a la dudosa seguridad de los Bordes, y confiando desesperadamente en que se encontraran ya lo bastante lejos como para que no les perjudicara mi traición. Después, cuando por fin me dormí, tuve muchas pesadillas. Rostros personas y escenas se movían incesantemente. Una vez más apareció aquel cuadro en el que todos estábamos formando un corro en el patio, mientras mi padre se aprestaba a sacrificar una ofensa que era Sophie; me desperté en aquel momento al escuchar mi propia voz que le gritaba para que se detuviera. Aunque tenía miedo de volverme a dormir, no pude evitarlo, si bien en aquella ocasión fue totalmente distinto. Volví a soñar de nuevo con la gran ciudad junto al mar, con sus casas y sus calles, y con las cosas que volaban por el cielo. Hacía años que no tenía un sueño así, pero las imágenes seguían siendo las mismas y de alguna forma sirvieron para calmarme.
Mi madre apareció por la mañana, pero se mostró seria y reprobante. Mary fue la única que cuidó de mí, y decretó que aquel día no me levantaría. Tenía que acostarme sobre el vientre y permanecer inmóvil para que la espalda pudiera sanar con mayor celeridad.
Acepté sumisamente sus instrucciones porque en efecto me sentía mejor. Me mantuve pues tendido y considerando los preparativos que habría de hacer para escapar en cuanto estuviera fuera de la cama y con fuerzas otra vez. Decidí que sería mucho mejor contar con un caballo, por lo que pasé casi toda la mañana tramando un plan para robar uno y huir con él hacia los Bordes.
El inspector se presentó por la tarde con una bolsa de caramelos. Durante un momento pensé en intentar sonsacarle como por casualidad sobre la verdadera naturaleza del pueblo de los Bordes: al fin y al cabo, como experto en aberraciones, él tenía que saber más que nadie sobre la materia. Pero después de meditarlo un poco, determiné que era una insensatez.
Aunque se mostró simpático y bondadoso conmigo, traía una misión. Expuso sus preguntas de una manera amistosa. Paladeando uno de sus caramelos, empezó a interrogarme:
—¿Cuánto tiempo hace que conoces a esa chica de los Wender? Por cierto, ¿cómo se llama?
Se lo dije porque creí que eso no empeoraría las cosas.
—¿Y desde cuándo sabes que Sophie tiene una aberración?
—Hace bastante tiempo —admití.
—¿Cuánto más o menos?
—Alrededor de seis meses, creo —repliqué.
El inspector levantó las cejas y se puso muy serio.
—Eso no está nada bien, ¿sabes? —comentó—. Es lo que nosotros denominamos complicidad por encubrimiento. Y tú no ignoras que eso está mal, ¿verdad?
Obligado a bajar la vista por su mirada directa, me meneé incómodo; luego me detuve en seguida al sentir punzadas en la espalda.
—Me pareció que no entraba en la lista de cosas que habían señalado en la iglesia —expliqué—. Además, eran unos dedos pequeñísimos.
El inspector cogió otro caramelo y me pasó la bolsa.
—«… y cada pie tendrá cinco dedos» —citó—. ¿Lo recuerdas?
—Sí —admití sin ninguna alegría.
—Bien. Todas las partes de la definición tienen la misma importancia, y si un niño no se ajusta a ella entonces no es humano y por consiguiente no tiene alma. No es la imagen de Dios, sino una imitación, y en las imitaciones siempre hay algún error. Sólo Dios crea la perfección, y aunque las aberraciones se asemejen a nosotros en muchos aspectos no pueden ser realmente humanas. Son algo distinto por completo.
Después de reflexionar un instante, respondí:
—Pero Sophie no es realmente distinta…, no en ninguna otra cosa.
—Lo entenderás mejor cuando seas mayor, pero tú conoces la definición y debías haber comprendido que Sophie es una aberración. ¿Por qué no le hablaste de ella a tu padre, o a mí?
Le conté el sueño en el que mi padre sacrificaba a Sophie como había hecho con una de las ofensas de la Granja. El inspector me miró pensativamente durante algunos segundos, luego asintió con la cabeza y dijo:
—Ya. Pero a las blasfemias no se las trata del mismo modo que a las ofensas.
—¿Qué les hacen? —pregunté.
Eludió la respuesta. Por su parte, continuó:
—Tú sabes que tengo la obligación de incluir tu nombre en mi informe. No obstante, como tu padre se ha puesto ya en acción, puedo omitirlo. Con todo, se trata de un asunto muy serio. El diablo envía aberraciones entre nosotros para debilitarnos y apartarnos de la pureza. A veces es tan inteligente que realiza imitaciones casi perfectas, por lo que debemos estar vigilantes e informar en seguida de cualquier error que cometa, no importa lo pequeño que sea. Tendrás eso presente en el futuro, ¿verdad?
Evité su mirada. El inspector era el inspector, y una persona importante. Sin embargo, yo no podía creer que el diablo hubiera enviado a Sophie. Y me resultaba difícil ver que un dedo tan pequeño de cada pie representara tanta diferencia.
—Sophie es mi amiga —observé—. Mi mejor amiga.
El inspector continuó con sus ojos fijos en mí; luego movió la cabeza y suspiró al decir:
—La lealtad es una gran virtud, pero existe una lealtad mal empleada. Algún día comprenderás la importancia de una lealtad mayor. La pureza de la raza…
Se calló al ver que se abría la puerta. Mi padre entró en la habitación.
—Los han cogido; a los tres —explicó al inspector, al tiempo que me lanzaba a mí una mirada de disgusto.
El inspector se puso inmediatamente de pie y los dos se marcharon juntos. Yo quedé con la vista fija en la puerta cerrada. La miseria del auto-reproche me sacudió de tal modo que empecé a temblar. Mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas, me oía gemir. Traté de contenerme, pero fue imposible. Mi dolorida espalda estaba olvidada. La angustia producida por la noticia que había traído mi padre era mucho más dolorosa. El peso que sentía sobre mi pecho me ahogaba.
De pronto se abrió nuevamente la puerta. Yo volví la cara hacia la pared, mientras oía unos pasos que cruzaban la habitación. Una mano se apoyó en mi hombro, al tiempo que la voz del inspector decía:
—No ha sido culpa tuya, muchacho. Les capturó una patrulla por casualidad, a unos treinta kilómetros de distancia.
Un par de días después comuniqué a tío Axel:
—Me voy a ir de casa.
Hizo una pausa en el trabajo y se quedó mirando pensativamente a su serrucho.
—Yo no haría eso —me advirtió—. No suele salir bien.
Y luego de interrumpirse un momento, continuó:
—Además, ¿adónde irías?
—Eso es lo que quería consultarte —expliqué.
—A cualquier distrito que vayas —observó, moviendo la cabeza—, querrán ver tu certificado de normalidad. Y entonces sabrán quién eres y de dónde procedes.
—No en los Bordes —respondí.
—¡Vaya, hombre! —exclamó fijando sus ojos en mí—. No me digas que quieres ir a los Bordes. Pero si no tienen nada allí… ni siquiera bastante comida. La mayoría de sus habitantes están medio muertos de hambre, y es por eso que hacen las incursiones. No, te tirarías todo el tiempo tratando de mantenerte vivo, y serías afortunado si lo consiguieras.
—Pero tiene que haber otros sitios —insistí.
—Sólo si puedes encontrar un barco que te lleve —indicó volviendo a mover la cabeza—… Y aun así… Sé por experiencia que si huyes de una cosa porque no te gusta, tampoco te agrada la que encuentras. Ahora bien, escapar hacia una cosa es una cuestión distinta; pero ¿hacia dónde quieres ir tú? Hazme caso, éste es un sitio mucho mejor que otros. Por tanto, me opongo a esa idea, Davie. Dentro de unos años, cuando seas un hombre y puedas cuidar de ti mismo, quizás sea diferente; pero hasta entonces creo que en muchos sentidos es preferible que permanezcas aquí; y desde luego es mejor eso que pasar por tu captura para traerte de nuevo a Waknuk.