Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
Ya se ocuparía él de que el resumen de lo ocurrido en la conferencia se extendiese por la Galaxia y no tendría que apartarse mucho de la verdad para hacer de ello una excelente propaganda antitrantoriana.
Abel hubiera querido limitar sus pérdidas. El analista del espacio psicoprobado no podía ser ya de utilidad alguna para Trantor. Cualquier «recuerdo» que tuviese ya sólo sería de risa, ridículo, por verdadero que fuese. Se consideraría como un instrumento del imperialismo trantoriano, y un instrumento roto, además.
Pero vacilaba, y fue Junz quien habló.
—Me parece que hay una razón muy convincente para no dar por terminada todavía la conferencia. No hemos dilucidado todavía quién es el responsable de la psicoprueba. Usted ha acusado al Señor de Steen y Steen le ha acusado a usted. Admitiendo que ambos se hayan equivocado, y por lo tanto ambos sean inocentes, quedó en pie el problema de que uno de los Grandes Señores es culpable. ¿Cuál de ellos, entonces?
—¿Qué importa eso? —preguntó Fife—. En cuanto a usted hace referencia, estoy seguro de que no. Esta cuestión hubiera quedado aclarada ya de no haber sido por la interferencia de Trantor y del CAEI. Eventualmente, encontraré al traidor. Recuerden que el autor de la psicoprueba, quienquiera que sea, tenía la intención original de hacerse con el monopolio del comercio del kyrt, de manera que no es probable que lo deje escapar. Una vez el autor de la psicoprueba haya sido identificado y nos hayamos entendido con él, este hombre le será devuelto incólume. Ésta es la única oferta que puedo hacer, y me parece muy razonable.
—¿Y qué hará usted con el autor de la psicoprueba?
—Eso es una cuestión puramente interna que no le concierne a usted.
—¡Claro que me concierne! —exclamó Junz con energía—. No se trata únicamente del analista del espacio. Hay algo de mayor importancia afectado también, y me sorprende que no se haya mencionado todavía, Rik no fue sometido a la psicoprueba únicamente porque fuese un analista del espacio. Abel no estaba muy seguro de cuáles eran las intenciones de Junz, pero puso su peso en la balanza.
—El doctor Junz se refiere, desde luego —dijo—, al mensaje original del peligro del analista del espacio.
—Por lo que sé hasta ahora —dijo Fife encogiéndose de hombros —nadie ha dado importancia alguna a eso, incluyendo al doctor Junz, durante el año transcurrido. Sin embargo, su hombre está aquí, doctor Junz. Pregúntele qué significa todo esto.
—Naturalmente no se acordará —respondió Junz con cólera—. La psicoprueba es sobre todo efectiva sobre las cadenas más intelectuales de razonamiento almacenadas en la mente. El hombre puede no recuperar nunca los aspectos cuantitativos de su trabajo.
—Entonces está listo —dijo Fife—. ¿Qué le vamos a hacer?
—Algo definitivo. Esa es la cuestión. Hay alguien más que sabe y es el psicoprobador. Pudo no ser un analista del espacio también; puede no saber detalles precisos. Sin embargo, con este hombre, cuando tenía la mente intacta, pudo aprender lo suficiente para ponernos sobre la buena pista. Sin haber sabido lo suficiente no se hubiera atrevido a destruir la fuente de sus informaciones. Sin embargo, en cuanto al fichero..., ¿recuerda usted, Rik?
—Sólo que había peligro y que éste afectaba a las corrientes del espacio —murmuró Rik.
—Aunque lo descubriese usted —dijo Fife—, ¿qué obtendría? ¿Hasta dónde son dignas de crédito las abracadabrantes teorías que los exaltados analistas del espacio nos exponen constantemente? Muchos de ellos creen conocer todos los secretos del universo cuando apenas son capaces de leer sus instrumentos.
—Es posible que tenga usted razón. ¿Tiene usted miedo de dejármelo intentar?
—Soy contrario a propalar rumores alarmantes que, verdaderos o falsos, puedan afectar a la industria del kyrt. ¿No está usted de acuerdo conmigo, Abel?
Abel se estremeció interiormente. Fife estaba maniobrando de forma que cualquier irregularidad en las entregas de kyrt resultante de su propia actuación pudiese achacarse a las maniobras de Trantor. Pero Abel era un hábil jugador. Recogió el guante tranquilamente y sin emoción.
—Yo, no —dijo—. Propongo que escuche usted al doctor Junz.
—Gracias —dijo—. Ha dicho usted, señor de Fife, que quienquiera que sea el autor de la psicoprueba, tiene que haber matado al doctor que reconoció a Rik. Esto supone que el autor de la psicoprueba tuvo que mantener una cierta vigilancia sobre Rik mientras estuvo en Florina.
—¿Y bien?
—Tiene que haber rastros de esa vigilancia.
—¿Quiere usted decir que aquellos indígenas tienen que saber quién los estaba vigilando?
—¿Por qué no?
—No es usted sarkita, y por lo tanto se equivoca —dijo Fife—. Le aseguro a usted que los indígenas se mantienen en su lugar. No se acercan jamás a los Nobles, y si algún Noble se acerca a ellos saben que su obligación es fijar la vista a sus pies. No sabrían una palabra de que fuesen vigilados.
Junz se estremecía con visible indignación. Los Nobles tenían su despotismo tan arraigado que no veían nada malo ni vergonzoso en hablar abiertamente de ello.
—Los indígenas ordinarios, quizá —dijo—. Pero aquí tenemos a un hombre que no es un indígena ordinario. Creo que nos ha demostrado con suficiente claridad que no es siquiera un floriniano debidamente respetable. Hasta ahora no ha aportado nada a la discusión y creo que sería hora de que le hiciésemos algunas preguntas.
—¡Las declaraciones de los indígenas no tienen valor! —dijo Fife—. Y aprovecho una vez más la oportunidad para pedir que Trantor lo entregue para que se lo juzguen debidamente los Tribunales competentes de Sark.
—Déjeme hablar con él primero.
—Yo creo que no haría ningún daño hacerle algunas preguntas, Fife —intervino Abel suavemente—. Si se muestra reacio a la cooperación o indigno de confianza, podemos tener en cuenta su demanda de extradición.
Terens, que hasta entonces había permanecido concentrado en el estudio de sus dedos entrelazados, levantó la vista. Junz se volvió hacia él y le dijo:
—Rik estuvo en su ciudad desde que lo encontraron, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y estuvo usted todo el tiempo en la ciudad? Es decir, ¿no salió con alguna misión durante algún tiempo?
—Los ediles no cumplen misiones en el campo. Su trabajo radica en la ciudad.
—Perfectamente. Ahora tranquilícese, y no se ofenda. Imagino que debe formar parte de su trabajo estar al corriente de cualquier Noble que fuese de la ciudad. ¿No es eso?
—Seguro. Cuando vienen.
—¿Y vienen?
—Una o dos veces —dijo Terens—. Pura rutina, se lo aseguro. Los Nobles no se ensucian las manos con el kyrt. El kyrt sin elaborar, quiero decir.
—¡Sea respetuoso! —bramó Fife.
Terens le dirigió una larga mirada y le dijo:
—¿Puede usted conseguirlo?
—Dejemos esto entre este hombre y el doctor Junz, Fife —intervino Abel conciliador—. Usted y yo somos espectadores.
Junz sentía un destello de placer por la insolencia de Terens, pero dijo:
—Conteste mis preguntas sin comentarios superfluos, por favor. Ahora bien, ¿quiénes fueron exactamente los Nobles que visitaron su ciudad durante el pasado año?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —respondió Terens con altivez—. No puedo contestar a esa pregunta. Los Nobles son Nobles y los indígenas son indígenas. Yo puedo ser un Edil, pero sigo siendo un indígena para ellos. No los recibo en las puertas de la ciudad y les pregunto sus nombres. Recibo un mensaje, eso es todo. Viene dirigido al «Edil». Dice que habrá una inspección de los Nobles tal o cual día y que tengo que tomar las disposiciones pertinentes. Entonces tengo que ocuparme de que los obreros lleven sus mejores ropas, que el molino esté limpio y en buen funcionamiento, que el suministro de kyrt sea vasto, que todo el mundo parezca contento y satisfecho, que las casas estén limpias y las calles en orden, que haya algunos bailarines a mano por si se da el caso de que los Nobles quieran disfrutar de algún baile indígena, que quizás alguna linda...
—Eso no interesa ahora, Edil —dijo Junz.
—A usted no le ha interesado nunca eso. A mí sí.
Después de su experiencia con los florinianos del Servicio Civil, Junz encontraba al Edil refrescante como un vaso de agua fresca. Tomó la decisión de que cualquier influencia que el CAEI pudiese aportar tenía que emplearse para impedir la entrega del Edil a los Nobles.
En un tono más pausado, Terens siguió su relato:
—De todos modos, ése es mi papel. Cuando vienen, lo arreglo todo con los demás. No sé quiénes son ni hablo con ellos.
—¿Hubo alguna de esas inspecciones la semana antes de que el doctor de la Ciudad Alta encontrase la muerte? Supongo que sabe usted qué semana ocurrió...
—Me parece que oí algo de eso en el noticiario de la radio. No creo que hubiese ninguna inspección por aquel tiempo. No podría jurarlo.
—¿A quién pertenece su tierra?
Terens hizo un gesto de desprecio con los labios.
—Al señor de Fife.
Steen intervino, rompiendo el diálogo con sorprendente rapidez.
—¡Oh, oiga, de veras! ¡Con este interrogatorio está usted siendo un juguete en manos de Fife, doctor Junz! ¿No ve usted que no llegará a ninguna parte? ¿Imagina usted que si Fife quisiese montar una guardia alrededor de ese hombre se tomaría la molestia de hacer viajes a Florina para vigilarlo? ¿Para qué están los patrulleros? ¡De veras!
—En un caso como éste —dijo Junz, al parecer perplejo—, con toda la economía mundial y acaso su propia seguridad física residiendo en el contenido del cerebro de un hombre, es natural que el autor de la psicoprueba no quisiese dejar su custodia a los patrulleros.
—¿Incluso después de haber borrado todos los recuerdos de esa mente, por si acaso? —intervino Fife.
Abel avanzó su labio inferior y frunció el ceño. Veía su última jugada caer en manos de Fife como todas las demás.
—¿Había algún patrullero o grupo de patrulleros que estuviese ya en pie? —intentó nuevamente Junz, vacilando.
—No lo sé. Para mí no son más que uniformes.
Junz se volvió hacia Valona, produciendo el efecto de un súbito empujón. Un momento antes se había puesto de una palidez mortal y sus ojos se abrieron sin ver. A Junz no se le había escapado.
—¿Y qué hay de ti, muchacha? —le preguntó.
Pero ella se limitó a mover la cabeza, sin decir una palabra.
Abel estaba pensando: «No hay nada más que hacer. Todo ha terminado».
Pero Valona se había puesto de pie, temblando. Con un ronco susurro, dijo:
—Quiero decir algo.
—Adelante, muchacha —dijo Junz—. ¿Qué es?
Jadeante, con el terror pintado en cada línea de sus facciones y retorciéndose los dedos nerviosamente, Valona tomó la palabra.
—No soy más que una muchacha campesina. Por favor, no se enfaden conmigo. Es sólo porque me parece que las cosas sólo pueden ser de una manera. ¿Tan importante era mi Rik? ¿En la forma como han dicho ustedes, quiero decir...?
—Creo que era muy, muy importante. Creo que todavía lo es —dijo Junz amablemente.
—Entonces debió ser como usted ha dicho. Cualquiera que lo llevase a Florina no debía atreverse a apartar los ojos de él ni un minuto. ¿No cree? Quiero decir..., supongamos que el superintendente del molino le pega una paliza a Rik o los chicos le apedrean o se pone enfermo y muere... ¿No irían a dejarlo abandonado en los campos, donde podía morir antes de que nadie le recogiese, no? No supondrían que sólo la suerte podría conservarle la vida.
Hablaba ya con una extremada vehemencia.
—Sigue —dijo Junz, observándola.
—Porque había una persona que vigilaba a Rik desde el principio. Lo encontró en los campos, se arregló de forma que pudo hacerse cargo de él, lo salvó de todas las dificultades y tenía noticias suyas todos los días. Sabía incluso todo lo del doctor, porque yo se lo dije. ¡Era él! ¡Era él!
A voz en grito, con intensidad, su dedo señalaba rígido a Myrlyn Terens, el Edil.
En aquel momento incluso la sobrehumana calma de Fife sucumbió, sus brazos se pusieron rígidos sobre su mesa, levantando su monstruoso cuerpo una pulgada de su asiento, y volvió rápidamente la cabeza hacia el Edil.
Fue como si una parálisis vocal se hubiese apoderado de todos ellos. Incluso Rik, con la incredulidad en los ojos, se limitaba a mirar sin expresión, primero a Valona, después a Terens.
Y de repente el silencio quedó roto por la estentórea risa de Steen.
—¡Lo creo! ¡De veras! —exclamó—. Lo he dicho siempre, Dije que el indígena estaba a sueldo de Fife. Eso demuestra la clase de hombre que es Fife. ¡Le paga a un indígena para...!
—¡Eso es una mentira infernal!
No era Fife quien había hablado, sino el Edil. Estaba de pie, sus ojos brillaban con intenso fuego.
Abel, que de todos ellos parecía el menos agitado, preguntó:
—¿Qué es eso?
Terens se quedó mirándole un momento, sin comprender después dijo, riendo:
—Lo que ha dicho el señor. No estoy a sueldo de ningún sarkita.
—¿Y lo que ha dicho la muchacha? ¿Es mentira también?
—No —dijo Terens, después de haber mojado sus secos labios con la punta de la lengua—. Esto es verdad. Yo soy el autor de la psicoprueba. No me mires así, Lona... —añadió apresuradamente—. No quería hacerle daño. No quería nada de todo lo que ha ocurrido.
Y volvió a sentarse.
—Todo esto parece una estratagema —dijo Fife—. No sé qué están ustedes planeando exactamente, Abel, pero, ante todo lo que ocurre, parece imposible que este criminal pueda haber incluido este crimen en su repertorio.
Es definitivo que sólo un Gran Señor puede haber tenido los conocimientos y facilidades necesarias. ¿O es que quieren sacar a este Steen del gancho preparando una falsa confesión?
Terens, con las manos juntas y apretadas, se inclinó hacia delante.
—No recibo dinero de Trantor tampoco —dijo.
Fife no le hizo caso. Junz fue el último en volver en sí. Durante algunos minutos le fue imposible admitir el hecho de que el Edil no estaba en realidad en la misma habitación que él, que estaba en algún otro lugar de la embajada de Trantor, que sólo podía verlo en imagen y forma, no más que Fife, que estaba a veinte millas de allí. Quería acercarse al Edil, agarrarle por el hombro, hablarle a solas, pero no podía.