Read Las corrientes del espacio Online
Authors: Isaac Asimov
—¡Ya! —dijo Genro. Su uniforme estaba empapado de sudor.
Terens, dándole vueltas la cabeza y los ojos negándose a enfocar nada, levantó su látigo neurónico...
Terens sintió la dentellada del otoño sarkita. Había pasado años en sus rigurosas estaciones hasta haber casi olvidado el suave y eterno junio de Florina. Ahora los días de su Servicio Civil volvían a él como si no hubiese abandonado jamás aquel mundo de Nobles.
Salvo que ahora era un fugitivo y suspendido sobre él estaba el peor de los crímenes, el asesinato de un Noble.
Andaba al ritmo de los latidos de su corazón. Tras él quedaba la nave y en ella Genro, helado en el sufrimiento del látigo. La compuerta se había cerrado suavemente tras él, y ahora andaba por un ancho sendero pavimentado. A su alrededor había una multitud de trabajadores y mecánicos. Cada cual con su trabajo y sus preocupaciones. No se detenían para mirar a un hombre a la cara. No tenían ningún motivo.
¿Le habría visto alguien, sin embargo, salir de la nave? Se dijo que no debía haberle visto nadie, o hubiese ya estallado el tumulto de la persecución.
Se llevó la mano al sombrero y vio que estaba aún hundido hasta las orejas y la pequeña insignia que llevaba era suave al tacto. El hombre de Trantor le había dicho que aquello le serviría de identificación. Los hombres de Trantor buscarían precisamente aquel medallón que relucía al sol.
Podría quitárselo, andar errante por su cuenta, buscar otra nave, algo... Podría huir de Sark..., como fuese.
Escapar..., como fuese.
¡Demasiados «como fuese»! En el fondo de su corazón sabía que había llegado al final, que, como Genro le había dicho, era Trantor o Sark. Odiaba y temía a Trantor, pero sabía que con elección o sin ella no podía, no debía permanecer en Sark.
—¡Usted! ¡Usted, aquí!
Terens se quedó helado. Levantó la vista presa de pánico. La puerta estaba a un centenar de pies. Si echaba a correr... Pero no dejarían que un hombre que corría saliese; Era algo que no se atrevía a hacer. No tenía que correr.
La muchacha le estaba mirando desde la ventanilla de un coche como Terens no había visto nunca, ni durante sus quince años en Sark. Brillaba como el metal y centelleaba como una sustancia translúcida.
—Suba —dijo ella.
Las piernas de Terens le llevaron lentamente al coche. Genro le había dicho que un coche le esperaría fuera del puerto. ¿No era eso? ¿Y mandarían una mujer con esa misión? Una muchacha, en realidad. Una muchacha con el rostro moreno, bello.
—Ha llegado usted en la nave que acaba de aterrizar, ¿verdad?
Terens permaneció silencioso.
—¡Vamos, le he visto salir de la nave! —exclamó ella poniéndose impaciente y señalando sus lentes. Terens los había visto ya otras veces.
—Sí, sí... —murmuró Terens.
—Suba, entonces.
Le abrió la puerta. El coche era más lujoso todavía por dentro. El asiento era blando, todo él olía a nuevo y fragante y la muchacha era muy bella.
Le estaba poniendo a prueba, pensó Terens. Se llevó los dedos al medallón.
—Ya sabe usted quién soy —dijo.
Sin el menor indicio de la fuerza que lo movía, el coche avanzó.
Al llegar a la puerta, Terens se reclinó en el suave asiento tapizado de kyrt como para esconderse, pero no tenía por qué tomar precauciones. La muchacha habló autoritariamente y pasaron.
—Este hombre es de los míos —dijo—. Soy Samia Fife.
Tan cansado estaba Terens, que necesitó algunos segundos para oír y entender aquello. Cuando de nuevo se incorporó en su asiento, el coche avanzaba a cien millas por hora.
Un trabajador del interior del espacio-puerto levantó la vista desde donde estaba y le murmuró algo a su solapa.
Después volvió a entrar en el edificio y reanudó su trabajo. Su superintendente frunció el ceño y tomó mentalmente nota de hablar con Tip de esa costumbre de salir y pasarse media hora fumando cigarrillos.
Fuera del puerto, uno de los dos hombres que ocupaban un coche le dijo al otro con indiferencia:
—¿Que ha entrado en un coche con una muchacha? ¿Qué coche? ¿Qué muchacha? —Pese a su traje sarkita, su acento pertenecía indiscutiblemente a los muchos sarkitas del Imperio Trantoriano.
Su compañero era un sarkita, bien versado en transmisiones visuales. Cuando el coche en cuestión franqueó la puerta y adquirió velocidad, se incorporó sobre su asiento y dijo:
—Es el coche de lady Samia, No hay ninguno como el suyo. ¡Por la Galaxia...! ¿Qué hacemos?
—Seguirlo —dijo el otro brevemente.
—Pero lady Samia...
—Para mí no es nadie. No debe serlo tampoco para ti, de lo contrario, ¿qué estás haciendo aquí?
—Su coche iba siguiendo también el mismo itinerario y alcanzando las pistas donde sólo las más altas velocidades estaban permitidas.
—No podemos alcanzar a ese coche —gruñó el sarkita—. En cuanto se dé cuenta, la perderemos de vista. Su coche puede hacer las doscientas cincuenta.
—Hasta ahora no se mueve de las cien —dijo el arcturiano.
Pasaron algunos minutos y añadió:
—Me pondría a volar por el espacio si supiese adónde va. Va a salir de la ciudad otra vez.
—¿Cómo sabemos que es el asesino del Noble quien va allá? —preguntó el sarkita—. Supón que sea un truco para apartarnos de nuestro puesto. No trataría de sorprendernos ni usaría un coche como éste si no quisiera que la siguiesen. Es imposible perderlo de vista a dos millas de distancia.
—Lo sé, pero Fife no mandaría a su hija para quitarnos de su camino. Un escuadrón de patrulleros hubiera hecho mejor el oficio.
—Quizá no sea milady quien va allá...
—Vamos a averiguarlo, hombre. Modera la marcha. Pásala como una centella y detente detrás de la curva.
—Quiero hablar con usted —dijo la muchacha.
Terens comprendió que no era el tipo de trampa en que había creído caer. Era milady Fife. Tenía que serlo. No parecía ocurrírsele siquiera la idea de que nadie tuviese o pudiese intervenir en sus actos.
No se había vuelto ni una sola vez para ver si la seguían. Tres veces durante los virajes Terens se había dado cuenta de que el mismo coche les seguía, ni acortando la distancia que los separaba ni aumentándola.
No era sólo un coche. Eso era cierto. Podía ser Trantor, en cuyo caso todo iba bien. Podía ser Sark, en cuyo caso la dama sería un importante rehén.
—Estoy dispuesto —dijo él.
—¿Iba usted en la nave que transportaba al indígena de Florina? ¿El que buscan por todos aquellos asesinatos?
—Ya le dije que sí.
—Muy bien. Ahora le he traído aquí, de manera que nadie nos molestará. ¿Fue interrogado el indígena durante su viaje a Sark?
Una tal ingenuidad, pensó Terens, no podía ser fingida. Verdaderamente, no sabía quién era él.
Cautelosamente, respondió:
—Sí.
—¿Estaba usted presente en el interrogatorio?
—Sí.
—Bien. Me lo imaginaba. A propósito, ¿por qué ha abandonado usted la nave?
Ésta, pensó Terens, era la primera pregunta que hubiera debido hacerle.
—Tenía que comunicar un informe especial a...
Vaciló y ella saltó en el acto sobre su vacilación.
—¿A mi padre? No se preocupe por eso. Yo le protejo. Diré que ha venido usted conmigo por orden mía.
—Muy bien, milady —dijo él.
La palabra «milady» resonaba extrañamente en su conciencia. Era una «lady», la más importante del mundo, y él un floriniano. Un hombre capaz de matar patrulleros podía aprender fácilmente a matar nobles y un asesino de nobles podía, con la misma osadía, mirar a una lady cara a cara.
La miró con los ojos duros y escrutadores. Levantó la cabeza y bajó la vista hacia ella. Era muy bella. Y porque era la dama más importante de aquella tierra no se dio cuenta de su mirada.
—Quiero que me diga todo lo que oyó del interrogatorio —dijo—. Quiero saber todo lo que dijo el indígena. Es muy importante.
—¿Puedo preguntar por qué se interesa usted por él?
—No —dijo secamente.
—Como quiera, milady.
No sabía qué iba a decir. Con media conciencia estaba esperando que el coche que les perseguía los alcanzase. Con la otra media iba dándose cuenta creciente del rostro y el cuerpo de la muchacha que tenía al lado.
Los florinianos del Servicio Civil y los que actúan como Ediles eran, teóricamente, solteros. En la práctica, la mayoría eludían esta restricción cuando les era posible. Terens había hecho lo que había podido y osado en ese sentido. En el mejor de los casos, sus pruebas no habían sido nunca satisfactorias.
Así, la cosa resultaba mucho más importante por el hecho de que no se había encontrado nunca tan cerca de una muchacha tan bella en un coche tan lujoso y en tales condiciones de soledad.
Samia esperaba que él hablase, sus ojos negros (¡ay qué ojos!) inflamados por el interés, los labios rojos y plenos separados por la expectación, su cuerpo tanto más bello por ir envuelto en el más bello kyrt. Jamás hubiera podido pensar que nadie, nadie, pudiese tener la osadía de albergar peligrosos pensamientos acerca de la Dama de Fife.
La mitad de su conciencia que esperaba la llegada de los perseguidores se desvaneció.
Se dio súbitamente cuenta de que el asesinato de un Noble no era, al fin y al cabo, el último de los crímenes.
No se dio cuenta de que se movía. Supo solamente que aquel delicioso cuerpo estaba en sus brazos, que se ponía rígido, que por un instante gritaba, y de que él ahogaba sus gritos con sus labios.
Sintió la presa de unas manos sobre su hombro y la corriente de aire al abrirse la portezuela del coche. Sus dedos buscaron el arma, pero era ya demasiado tarde. Le fue arrebatada de la mano.
Samia jadeaba sin poder hablar.
—¿Ha visto lo que ha hecho? —dijo el sarkita.
—¡Olvídalo! —respondió el arcturiano—. ¡Cógelo! —dijo, metiéndose un pequeño objeto negro en el bolsillo.
El sarkita arrastró a Terens fuera del coche con la energía de la furia sin contención.
—Y ella le ha dejado... —murmuró—. Le ha dejado.
—¿Quiénes son ustedes? —exclamó Samia con súbita energía—. ¿Les ha mandado mi padre?
—Nada de preguntas, por favor —dijo el arcturiano.
—Usted es un extranjero —dijo Samia con cólera.
—¡Pardiez, hubiera debido partirle la cabeza —dijo el sarkita levantando el puño.
—¡Basta! —mandó el arcturiano agarrando el puño del sarkita y echándolo atrás.
—Para todo hay un límite —gruñó el sarkita tristemente—. Soy capaz de detener un asesino y tener ganas de matarlo yo mismo, pero estar aquí viendo lo que ha hecho el indígena es demasiado para mí.
Con una voz extraña y un tono agudo anormal, Samia dijo:
—¿Indígena?
El sarkita se inclinó hacia delante y arrancó brutalmente la gorra de Terens. Éste palideció pero no hizo ningún movimiento. Mantenía la mirada fija en la muchacha y su cabello de arena se movía bajo la brisa.
Samia se deslizó hacia el fondo del asiento del coche cuanto pudo y allí, con un rápido movimiento, se cubrió el rostro con las dos manos con tal fuerza que sus dedos se pusieron blancos por la presión.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el sarkita.
—Nada.
—Nos ha visto. Va a mandar a todo el planeta detrás de nosotros antes de que hayamos recorrido una milla.
—¿Vas a matar acaso a la Dama de Fife? —preguntó el arcturiano sarcásticamente.
—No, pero podemos estropear su coche. En el tiempo en que llegue a un radio-fono estaremos a salvo.
—No es seguro. —El arcturiano se asomó al interior del coche—. Milady, tengo sólo un momento. ¿Puede usted escucharme?
Samia no se movió.
—Será mejor que me escuche —prosiguió el arcturiano—. Lo siento; la he interrumpido a usted en un momento tierno, pero por suerte este momento me será útil. Obré rápidamente y he registrado la escena en tri-cámara. No es un «bluff». Transmitiré el negativo a un lugar seguro pocos minutos después de haberla dejado y a partir de entonces cualquier interferencia por su parte me obligará a obrar cruelmente. Estoy seguro de que me entiende...
—No dirá nada —dijo alejándose—. Ni una palabra. Vamos, vente conmigo, Edil.
Terens le siguió. No pudo siquiera volver la cabeza hacia el blanco rostro del interior del coche.
Pasase lo que pasase ahora, había realizado un milagro. Durante un momento había besado a la orgullosa dama de Fife, había sentido el blando contacto de sus suaves y fragantes labios.
La diplomacia tiene un lenguaje y una serie de actitudes que le son propias. Las relaciones entre los representantes de las naciones soberanas, mantenidas estrictamente de acuerdo con el protocolo, son estilizadas y embrutecedoras. La frase «desagradables consecuencias» se convierte en un sinónimo de guerra, y «con arreglo conveniente», en rendición.
Cuando se sentía él mismo, Abel prefería abandonar aquel doble lenguaje diplomático. Con una línea directa y personal conectándolo con Fife, hubiera podido tomársele por un hombre de más edad hablando amistosamente con él por encima de dos vasos de vino.
—Ha sido muy difícil de conseguir, Fife —dijo.
Fife sonrió. Parecía estar muy tranquilo y despreocupado.
—Un día muy ocupado, Abel...
—Sí, lo he oído decir.
—¿Steen...? —preguntó con indiferencia.
—En parte. Ha estado siete horas con nosotros.
—Lo sé. Es culpa mía, además. ¿Tiene usted intención de entregárnoslo?
—Temo que no.
—Es un criminal.
Abel se rió y examinó atentamente el vaso que tenía en la mano, contemplando las lentas burbujas.
—Me parece que podremos encontrar un pretexto para considerarlo como refugiado político. La ley interestelar lo protegerá en territorio trantoriano.
—¿Le apoyará a usted su gobierno?
—Creo que sí, Fife. No llevaré treinta y siete años en Asuntos Exteriores sin saber lo que Trantor apoyará o no.
—Puedo hacer que Sark le llame a usted.
—¿Y qué sacará con eso? Soy un hombre pacífico con quien está usted en buenas relaciones. Mi sucesor podría ser cualquiera.
Hubo una pausa. El carácter de Fife se impacientaba.
—Me parece que tiene usted alguna proposición que hacer.
—La tengo. Usted tiene un hombre nuestro.