Las corrientes del espacio (23 page)

BOOK: Las corrientes del espacio
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—¿Cómo? —preguntó Abel.

Steen le miró sorprendido y abrió los labios.

—Vengo a ofrecerle una alianza, Excelencia. No me va a negar que a Trantor le interesa Sark. Con toda seguridad le habrá dicho usted ya a Fife que todo intento de cambiar la constitución de Sark exige la aprobación de Trantor...

—Veo muy difícil la forma en que esto se llevase a cabo, aunque mi gobierno me apoyase —dijo Abel.

—¿Cómo puede no llevarse a cabo? —corrigió Steen indignado—. Si controla todo el comercio de kyrt, hará subir los precios, pedirá concesiones para entrega rápida y todo lo necesario.

—¿No controlan los precios en la actualidad ustedes cinco?

Steen se echó atrás en su silla y contestó:

—¡Verdaderamente...! No conozco los detalles. Pronto me preguntará usted las cifras. ¡Pardiez, es usted tan molesto como Bort! Lo digo en broma, desde luego. Lo que quiero decir es que, con Fife fuera de juego, Trantor puede llegar a un arreglo con nosotros. A cambio de su ayuda, sería muy justo que Trantor obtuviese un tratamiento de favor e incluso un pequeño interés en el comercio.

—¿Y cómo evitaremos que esta intervención se convierta en una guerra universal en la Galaxia?

—¡Oh! Pero... ¿no lo ve? ¡Está claro como el día! No serían ustedes los agresores. No harían más que evitar una guerra civil para salvar el comercio de kyrt de una catástrofe. Yo anunciaré que he acudido a usted en demanda de ayuda. Habrá varios mundos alejados de la agresión. Toda la Galaxia estará de nuestro lado. Desde luego, si más tarde Trantor saca un beneficio de ello..., no es asunto de nadie. ¡De veras!

Abel juntó sus roídas uñas y las miró.

—No puedo creer que quiera usted realmente unir sus fuerzas a Trantor —dijo.

Un destello de profundo odio pasó fugazmente por los ojos de Steen.

—Antes Trantor que Fife...

—No me gusta amenazar con la fuerza —dijo Abel—. Podríamos esperar a que los acontecimientos se desarrollasen un poco...

—¡No, no! —exclamó Steen—. ¡Ni un día! Si no se muestra usted firme ahora será demasiado tarde. Una vez haya franqueado la línea crítica será demasiado tarde y no podrá retroceder sin perder la dignidad. Si me ayuda usted ahora, el puesto de Steen estará detrás de mí y los otros Grandes Señores se unirán a nosotros. Si espera usted un solo día el molino de la propaganda de Fife puede empezar a moler. Me considerarán un renegado. ¡De veras! ¡Yo! ¡Un renegado! Echará mano de todos los prejuicios anti Trantor de que pueda disponer y, ya lo sabe usted, sin ánimo de ofender, no son pocos.

—¿Supongamos que le pidiésemos permiso para interrogar al analista del espacio?

—¿De qué serviría eso? Jugará las dos barajas. Nos dirá que el idiota floriniano es un analista del espacio, pero a ustedes les dirá que el analista del espacio es un idiota floriniano. No conoce usted a ese hombre. ¡Es horrible!

Abel reflexionó marcando el compás lentamente con el índice.

—Tenemos al Edil, sabe usted...

—¿Qué Edil?

—El que mató a los patrulleros y al sarkita.

—¡Ah! ¿De veras? ¡Oh...! ¿Cree usted que a Fife le va a importar eso si se trata de apoderarse de todo Sark?

—Sí, lo creo. No es sólo que tengamos al Edil, ¿comprende?, se trata de las circunstancias de su captura. Me parece, Steen, que Fife me escuchará atentamente..., y con humildad, además.

Por primera vez desde que conocía a Abel, Junz sintió la frialdad disminuir en el tono de su voz, y ser sustituida por un tono de satisfacción, casi de triunfo.

15
El cautivo

Lady Samia de Fife no estaba muy acostumbrada a sufrir decepciones. Era algo sin precedentes, incluso inconcebible, que llevase varias horas decepcionada.

El comandante del espacio-puerto volvía a ser enteramente el capitán Racety. Era cortés, casi obsequioso, parecía contrariado, expresaba su pesar, negaba el menor deseo de llevarle la contraria, pero se mostraba férreo contra sus menores deseos claramente expresados. Finalmente se vio obligada, después de expresar sus deseos y exigir sus derechos, a obrar como si fuese una vulgar sarkita.

—Supongo que como ciudadana tendré el derecho, si quiero, de ir al encuentro de cualquier nave que llegue... — dijo en tono mordiente y duro.

El comandante se aclaró la voz y la expresión de contrariedad se acentuó en sus rígidas y acusadas facciones. Finalmente, dijo:

—Le aseguro, milady, que no tenemos el menor deseo de excluirla. Se trata sólo de que hemos recibido órdenes formales del Señor, su padre, de prohibirle acercarse a la nave.

—¿Es que me da usted orden de que abandone el puerto, entonces? —dijo en tono helado.

—No, milady. —El comandante se alegraba de poder contemporizar—. No tenemos orden alguna de expulsarla del puerto. Puede permanecer aquí si tal es su deseo. Pero, con el debido respeto, tendremos que impedirle que se acerque usted a los pozos.

Se marchó, y Samia seguía sentada en el fútil lujo de su coche, a cien pies en el interior de la entrada principal del espacio-puerto. Habían estado esperándola y observándola. Seguirían seguramente observándola. Si osaba tan sólo hacer dar una vuelta a una rueda, pensaba indignada, le cortarían probablemente la energía.

Rechinó los dientes. Era indigno por parte de su padre hacer aquello. Era un hombre de una pieza. La trataban siempre como si no entendiese nada, y no obstante, ella había creído que su padre la entendía.

Fife se levantó de su sillón para recibirla, cosa que no hacía por nadie desde que su madre había muerto. La abrazó afectuosamente, dándole golpecitos en la espalda, dejó todo su trabajo por ella. Había despedido incluso a su secretario porque sabía que el aspecto blanquecino de los indígenas le inspiraba repugnancia.

Era casi como en los viejos tiempos, antes de que el abuelo muriese y papá no hubiese sido todavía elegido Gran Señor.

—Mia, hija —dijo—, he contado las horas. No pensé nunca que hubiese un camino tan largo desde Florina. Cuando supe que estos indígenas se habían metido en tu nave, la que yo había mandado precisamente para asegurar tu seguridad, creí volverme loco.

—¡Papá! ¡Si no había nada de qué preocuparse!

—¿Crees que no? ¡Estuve a punto de mandarte la flota entera a sacarte de allí y traerte con todas las garantías militares!

Se rieron los dos de la idea. Transcurrieron algunos minutos antes de que Samia pudiese llevar la conversación al tema que la interesaba.

—¿Y qué vas a hacer con los detenidos, papá? —preguntó Samia con fingida indiferencia.

—¿Y para qué quieres saberlo, Mia?

—¿No creerás que tenían el plan de asesinarme o algo así?

—No debes tener estas feas ideas —dijo Fife sonriendo.

—No lo crees, ¿verdad? —insistió ella.

—Desde luego que no.

—¡Bien! Porque he hablado con ellos, papá, y creo que no son más que dos pobres seres desgraciados. No me importa lo que diga el capitán Racety.

—Tus «pobres seres desgraciados» han infringido una serie de leyes, Mia...

—No puedes tratarlos como vulgares criminales papá —dijo ella con el temor en la voz.

—¿Por qué no?

—El hombre no es un indígena. Es de un planeta llamado Tierra. Ha sido psicoprobado y es irresponsable.

—Bien, en ese caso, hija mía, el Depsec lo averiguará. Dejémoslo en sus manos.

—No, es demasiado importante para confiárselo a ellos. No lo entenderán. Nadie lo entiende. ¡Salvo yo!

—¿Sólo tú en todo el mundo, Mia? —dijo con indulgencia, apartando con un dedo un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.

—¡Sólo yo! —respondió Samia con energía—. ¡Sólo yo! Todos los demás creerán que está loco, pero yo estoy segura de que no lo está. Dice que un gran peligro amenaza Florina y toda la Galaxia. Es analista del espacio y ya sabes que se especializó en cosmogonía. ¡Tiene que saberlo!

—¿Cómo sabes que es un analista del espacio, Mia?

—Él lo dice.

—¿Y cuáles son los detalles del peligro?

—No lo sabe. Ha sido psicoprobado. ¿No ves que ésa es la mejor prueba de todo? Sabía demasiado. Alguien tenía interés en que no hablase. —Su voz bajó instintivamente de tono y se hizo confidencial. Dominó un impulso de mirar hacia atrás—. Si sus teorías son falsas —añadió—, ¿no ves que no hubiera habido necesidad de someterle a la psicoprueba?

—¿Por qué no lo mataron en este caso? —preguntó Fife, lamentando en el acto su pregunta. Era inútil atormentar a la muchacha.

Samia reflexionó un momento, infructuosamente; después, dijo:

—Si das orden al Depsec de que me dejen hablar con él, yo lo averiguaré. Tiene confianza en mí. Lo sé. Sacaré más de él que el Depsec. ¡Por favor, papá, di al Depsec que me dejen hablar con él! ¡Es muy importante!

Fife se restregó los puños lentamente y le sonrió.

—Todavía no, Mia. Todavía no. Dentro de pocas horas tendremos a la tercera persona en nuestras manos. Entonces, quizá.

—¿La tercera persona? ¿El indígena que cometió todos los asesinatos?

—Exactamente. La nave que lo transporta aterrizará dentro de una hora.

—¿Y no quieres hacer nada con la indígena y el analista hasta entonces?

—Nada absolutamente.

—¡Bien! Me voy a la nave —dijo levantándose.

—¿Adónde vas, Mia?

—Al puerto, padre. Tengo mucho que preguntar sobre este otro indígena. Te demostraré que tu Mia puede ser un buen detective —añadió echándose a reír.

Pero Fife no se hizo eco de su risa. En su lugar contestó:

—Preferiría que no fueses, Mia.

—¿Por qué no, papá?

—Es esencial que no se filtre nada referente a la llegada de ese hombre. Resultarías demasiado visible en el puerto.

—¿Y qué más da?

—No puedo explicártelo, estrategia espacial, Mia...

—Estrategia espacial..., ¡bah! —Se inclinó hacia él, depositó un beso en medio de su frente y salió.

Más tarde permanecía sentada y desfallecida en el puerto mientras muy alto sobre su cabeza aparecía un punto negro que iba aumentando de tamaño, destacándose sobre la brillantez del cielo de la tarde.

Apretó el botón que abría la guantera y sacó sus lentes de polo. Ordinariamente sólo los usaba para seguir las evoluciones de los artefactos giroscópicos individuales que servían para jugar al polo estratosférico, pero podían tener una utilidad más seria también. Se los puso y el punto que bajaba se convirtió en una nave miniatura, con el brillo del timón en la popa claramente visible.

Por lo menos vería a los hombres cuando se marchasen, averiguaría cuanto pudiese sobre ellos sólo por la vista, y arreglaría una entrevista como fuese, como fuese, después.

Sark llenaba la visiplaca. Un continente y medio océano, oscurecido en parte por el blanco algodón de las nubes aparecía en la parte baja.

Con la voz un poco temblorosa que era el único indicio de que toda su atención estaba fija en los controles que tenía delante, Genro dijo:

—El puerto no estará severamente custodiado. Yo mismo se lo insinué. Les dije que unas precauciones inusitadas a la llegada de la nave podrían advertir a Trantor de que algo se tramaba. Dije también que el éxito dependía de que Trantor no se diese cuenta en ningún momento de la verdadera situación hasta que fuese demasiado tarde. Bien, dejemos esto.

—¿Qué diferencia puede haber? —dijo Terens encogiéndose de hombros con indiferencia.

—Mucha para ti. Puedes salir con toda seguridad por detrás en cuanto aterrice. Anda deprisa, pero no demasiado, hacia la puerta. Tengo algunos papeles que pueden facilitarte la salida sin obstáculos, pero también pueden no servir de nada. Dejo en tus manos proceder a la acción necesaria si hay dificultades. Por tu historia pasada, juzgo poder confiar en ti hasta aquí. Fuera de la puerta habrá un coche esperando para llevarte a la embajada. Eso es todo.

—¿Y usted?

Sark iba transformándose lentamente de una gran esfera sin forma con verdes, azules y pardos cegadores y blancas nubes en algo más vivo, en una superficie rota por los ríos y arrugada por las montañas.

En el rostro de Genro se esbozaba una sonrisa fría y malhumorada.

—Tus preocupaciones pueden terminar contigo mismo. Cuando descubran que te has fugado puedo ser fusilado por traidor. Si me encuentran completamente inconsciente e incapaz de haberte detenido, pueden considerarme sólo un imbécil. Esto último, supongo, es preferible, de manera que voy a pedirte, antes de que te marches, que uses el látigo neurónico sobre mí.

—¿Ya sabe usted cómo es un látigo neurónico? —preguntó el Edil.

—Muy bien —dijo Genro, con gotas de sudor en su frente.

—¿Cómo sabe que no voy a matarle después? Soy el asesino de un Noble, ya lo sabe...

—Lo sé. Pero matarme a mí no te ayudará. No hará más que hacerte perder el tiempo. He corrido peligros mayores.

La superficie de Sark iba extendiéndose por el visor con los arrugados bordes fuera del campo visual. El centro crecía y aparecían nuevos bordes en lugar de los antiguos. Podía verse ya algo parecido al arco iris de la ciudad sarkita.

—Espero que no tengas la idea de lanzarte otra vez adelante —dijo Genro—. Sark no es lugar para eso. Es Trantor o los Nobles. Recuérdalo.

La visión era ya netamente la de una ciudad con una mancha de color pardo oscuro en las afueras que era el espacio-puerto. Parecía subir flotando hacia ellos a velocidad moderada.

—Si Trantor no te ha cogido en el espacio de una hora —dijo Genro—, los Nobles te tendrán antes de que el día haya terminado. No te garantizo lo que Trantor haría contigo, pero puedo garantizarte lo que hará Sark.

Terens había estado en el Servicio Civil. Sabía muy bien lo que Sark hacía con el asesino de un Noble.

El puerto seguía apareciendo en el visor, pero Genro no lo miraba ya. Manejaba los instrumentos colocando la nave de cola a tierra. A cien yardas sobre el pozo los motores tronaron con más fuerza. Terens sentía el estremecimiento de los resortes hidráulicos. Se agitaba en su silla.

—Toma el látigo —dijo Genro—. Pronto ya. Cada segundo cuenta. La compuerta de peligro se cerrará detrás de ti.

Necesitarán cinco minutos para preguntarse por qué no abro la compuerta principal, cinco más para entrar, otros cinco para empezar a buscarte. Tienes quince minutos para salir del espacio-puerto.

El estremecimiento cesó y en medio del profundo silencio Terens supo que habían establecido contacto con Sark. Los campos diamagnéticos entraron en acción. El yate se inclinó majestuoso y se posó lentamente sobre su flanco.

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