Lo triste era, al parecer, que la vida sin Alfred en casa resultaba mejor para todo el mundo menos para Alfred.
Hedgpeth y los demás médicos, incluida Alison Schulman, mantuvieron al anciano en St. Luke durante todo el mes de enero y parte de febrero, asestando codiciosas facturas al seguro médico de la Orfic Midland, que pronto dejaría de ser tal, y explorando todos los tratamientos posibles, desde la terapia electroconvulsiva a las inyecciones de Haldol. Al final, Alfred fue dado de alta con un diagnóstico de parkinsonismo, demencia, depresión y neuropatía de los miembros inferiores y del tracto urinario. Enid se sintió en la obligación moral de brindarse a cuidarlo en casa, pero sus hijos, gracias a Dios, no quisieron ni oír hablar del asunto. Alfred fue instalado en el Hogar Deepmire, un servicio para enfermos de larga duración que estaba justo al lado del club de campo, y Enid se impuso la obligación de visitarlo todos los días, mantenerlo bien vestido y llevarle cosas hechas en casa.
La alegraba el hecho de que al menos le hubiesen devuelto el cuerpo de Alfred. Siempre le había encantado su tamaño, su forma, su olor, y ahora lo tenía mucho más a su disposición, limitado a una silla geriátrica e incapaz de poner reparos coherentes a ser tocado. Se dejaba besar, sin ponerse esquivo cuando los labios de Enid se demoraban un poco; y no retrocedía cuando le acariciaba el pelo.
El cuerpo de Alfred era lo que Enid siempre había querido. Lo demás era el problema. Se sentía desdichada antes de ir a verlo, desdichada mientras permanecía a su lado y desdichada varias horas después. Alfred había entrado en una fase de profunda aleatoriedad. Al llegar, Enid lo mismo podía encontrárselo profundamente sumido en el estupor, con la barbilla en el pecho y una mancha de baba, tamaño galleta, en la pernera del pantalón, que charlando animadamente con un paciente que acababa de sufrir un ataque al corazón, o con una maceta. Podía pasarse horas pelando la fruta invisible que le ocupaba la atención. Podía estar dormido. Pero, fuese lo que fuese lo que estuviera haciendo, nunca era nada que tuviese ningún sentido.
De algún modo, Chip y Denise reunían la paciencia necesaria para sentarse a su lado y hablar con él de cualquier escenario demencial que estuviese habitando, descarrilamiento o cárcel o crucero de lujo; pero Enid no le toleraba el más leve error. Si la confundía con su madre, inmediatamente lo corregía, muy enfadada: «Soy yo, Al,
Enid,
tu mujer desde hace
cuarenta y ocho años».
Si la confundía con Denise, utilizaba exactamente las mismas palabras. Había vivido la vida entera en la sensación de hacerlo todo Mal, y ahora le llegaba la oportunidad de decirle
a él
lo Mal que lo hacía. Mientras se iba ablandando y haciendo menos crítica en otras áreas de la vida, en el Hogar Deepmire mantenía la más estricta de las vigilancias. Tenía que decirle a Alfred que hacía mal manchándose de helado los pantalones limpios y recién planchados. Que hacía mal no reconociendo a Joe Person cuando Joe Person tenía el detalle de hacerle una visita. Hacía mal en no mirar las fotos de Aaron y Caleb y Jonah. Hacía mal en no alegrarse mucho de que Alison hubiera dado a luz dos niñas algo faltas de peso, pero en buen estado de salud. Hacía mal en no sentirse feliz, ni mostrar agradecimiento, ni estar siquiera remotamente lúcido, cuando su mujer y su hija se tomaban la enorme molestia de llevarlo a casa para la cena de Acción de Gracias. Hacía mal diciendo lo que dijo, al regresar a Deepmire, tras la cena: «Más vale no salir de aquí, si tengo que volver». Hacía mal, si estaba lo suficientemente lúcido como para expresar una frase así, en no estar igual de lúcido en otros momentos. Hacía mal en tratar de ahorcarse con las sábanas durante la noche. Hacía mal en lanzarse contra una ventana. Hacía mal en tratar de cortarse las venas con un tenedor. En conjunto, eran tantas las cosas en que
hacía mal,
que ella, quitados los cuatro días de Nueva York y las dos Navidades en Filadelfia y las tres semanas que tardó en recuperarse de la operación de cadera, nunca dejó de visitarlo. Tenía que decirle, mientras aún estaba a tiempo, lo mal que lo había hecho él y lo bien que lo había hecho ella. Lo mal que había hecho no queriéndola más, lo mal que había hecho no tratándola con cariño y no aprovechando todas las oportunidades para tener relaciones sexuales con ella, lo mal que había hecho no confiando en su instinto financiero, lo mal que había hecho pasando tanto tiempo en el trabajo y tan poco con sus hijos, lo mal que había hecho siendo tan negativo, lo mal que había hecho siendo tan melancólico, lo mal que había hecho escapando de la vida, lo mal que había hecho diciendo una y otra vez que no, en lugar de sí: tenía que decirle todo eso, todos los días, sin faltar uno. Aunque no la escuchara, tenía que decírselo.
Llevaba dos años en el Hogar Deepmire cuando dejó de aceptar comida. Chip restó tiempo a sus deberes paternos y su nuevo trabajo de profesor en un instituto privado y su octava revisión del guión cinematográfico, para venir desde Chicago a decirle adiós. Después de ello, Alfred aguantó más de lo que nadie había esperado. Fue un verdadero león hasta el final. Apenas si podía apreciársele tensión sanguínea cuando vinieron Denise y Gary, y todavía duró una semana. Permanecía acurrucado en la cama, respirando apenas. No se movía por nada ni respondía a nada, salvo en una ocasión, para rechazar rotundamente, con un movimiento de cabeza, el intento de Enid de ponerle un trozo de hielo en la boca. Rechazar fue lo único que nunca olvidó. De nada había servido que ella lo corrigiera tanto. Seguía tan testarudo como el día en que se conocieron. Y, sin embargo, cuando estaba muerto, cuando le apoyó los labios en la frente y salió con Denise y Gary a la cálida noche de primavera, tuvo la sensación de que nada, ahora, podría matar su esperanza. Tenía setenta y cinco años e iba a introducir unos cuantos cambios en su vida.
— FIN —