Las correcciones (85 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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En todo caso, tenía más flexibilidad en la izquierda.

—Ahora, inténtalo —dijo Denise.

Él sonrió, respirando como quien está muy asustado.

—¿Qué es lo que intento?

—Sujetarte la rodilla izquierda con las manos y levantarla.

—Ya estoy harto de esto, Denise.

—Vas a sentirte mucho mejor con los estiramientos, papá —dijo Denise—. Sólo tienes que hacer lo que te digo. Sujétate la rodilla izquierda con las manos y levántala.

Recibió confusión como respuesta a su sonrisa de ánimo. Sus ojos se encontraron en silencio.

—¿Cuál es la izquierda? —dijo él.

Denise le tocó la rodilla izquierda.

—Ésta.

—Y ¿qué tengo que hacer?

—Agárrala con las manos y tira de ella hacia ti. Los ojos de Alfred se movían ansiosamente, como leyendo malos presagios en el techo.

—Tienes que concentrarte, papá.

—Es inútil.

—Vale —Denise suspiró profundamente—. Vamos a saltarnos éste, pasemos directamente al segundo ejercicio. ¿Vale?

La miró como si a ella, su última esperanza, le estuvieran creciendo colmillos y cuernos.

—Vamos a ver —dijo Denise, tratando de ignorar aquella expresión—. Cruzas la pierna derecha sobre la izquierda y luego haces que las dos piernas juntas se desplacen todo lo que puedas hacia la derecha. Este ejercicio me gusta. Sirve para mejorar el movimiento flector de la cadera. Le sienta a uno estupendamente.

Tras habérselo explicado otras dos veces, le pidió que levantara la pierna derecha.

Alzó ambas piernas unos centímetros por encima del nivel del colchón.

—La pierna derecha, nada más —dijo ella, suavemente—. Y mantén dobladas las rodillas.

—¡Denise! —en su voz resonaba una aguda pesadumbre—. ¡Es inútil, Denise!

—Así —dijo ella—. Así.

Lo empujó por la planta de los pies para hacer que doblara la rodilla. Le levantó la pierna derecha, asiéndola por la pantorrilla, y la cruzó sobre la rodilla izquierda. Al principio no encontró resistencia, pero luego, de pronto, Alfred se contrajo como por efecto de un calambre.

—Denise, por favor.

—Relájate, papá.

En aquel momento Denise ya era consciente de que no habría viaje a Filadelfia. Pero ahora se levantaba de él una especie de humedad tropical, un casi olor penetrante, de dejarse ir. A la altura del muslo, notó en su mano el calor y la humedad que invadían el pijama. A Alfred le temblaba todo el cuerpo.

—Sigue, no te preocupes —dijo ella, soltándole la pierna.

La nieve se arremolinaba frente a las ventanas, iban encendiéndose luces en las casas vecinas. Denise se secó la mano en los vaqueros y bajó la mirada al propio regazo y escuchó, con el corazón saliéndosele del pecho, la elaborada respiración de su padre y el crujido rítmico de sus extremidades contra la colcha. Había una zona empapada en la colcha, un arco que partía de sus ingles, y, por efecto de la acción capilar, otra zona más amplia de humedad a lo largo de un pernil del pijama. El casi olor inicial del pis fresco se había trocado, al enfriarse a la temperatura no suficientemente caldeada del cuarto, en un aroma muy definido y agradable.

—Lo siento, papá —dijo Denise—. Ahora te traigo una toalla.

Alfred sonrió al cielorraso y habló en tono algo menos agitado:

—Aquí acostado lo veo muy bien. ¿Tú lo ves?

—¿Qué es lo que tengo que ver?

Apuntó vagamente hacia arriba, con el índice.

—Debajo en debajo. Debajo banco —dijo—. Escrito. ¿Lo ves?

Ahora le tocaba a ella estar desconcertada, y él no. Alfred arqueó una ceja y le lanzó una mirada astuta.

—¿Sabes quién lo escribió, verdad? El tib… El tip… El tipo de las… Ya sabes.

Sin apartar la mirada de los ojos de Denise, le hizo un significativo gesto con la cabeza.

—No comprendo de qué me hablas —dijo Denise.

—Tu amigo —dijo él—. El tipo de las mejillas azules.

A Denise le nació en la nuca el primer uno por ciento de comprensión, que en seguida inició su crecimiento hacia el norte y hacia el sur.

—Voy a buscar una toalla —dijo, sin irse a ningún sitio.

Los ojos de su padre volvieron a elevarse al techo.

—Escribió eso debajo del banco. Debjobanco. Bancobajo. Y yo lo estoy viendo, aquí acostado.

—¿De quién hablamos, papá?

—De tu amigo el de Señalización. El de las mejillas azules.

—Estás confundido, papá. Estás soñando. Voy a buscar una toalla —dijo ella.

—No tenía sentido decir nada, sabes.

—Voy a buscar una toalla.

Fue al cuarto de baño, atravesando el dormitorio. Su cabeza seguía sin despertar de la siesta anterior, y el problema se iba agravando. Cada vez era más acusada su falta de sincronización con las ondas de realidad que emitían la suavidad de la toalla, la oscuridad del cielo, la dureza del suelo, la claridad del aire. ¿A qué venía esa alusión a Don Armour? ¿Por qué a estas alturas?

Su padre había logrado colgar las piernas fuera de la cama y se había quitado el pantalón del pijama. Alargó la mano para recibir la toalla cuando vio volver a Denise.

—Yo limpiaré todo esto —dijo—. Tú ve a ayudar a tu madre.

—No, no, ya lo hago yo —dijo ella—. Tú mejor te das un baño.

—Dame el trapo. No es cosa tuya.

—Date un baño, papá.

—No quería que te vieras envuelta en esto.

Su mano, aún extendida, se desplomó. Denise apartó los ojos de su culpable pene, creador de humedad.

—Levántate —le dijo—, que voy a quitar la colcha.

Alfred se cubrió el pene con la toalla.

—Que lo haga tu madre —dijo—. Ya le dije que era inútil, lo de Filadelfia. Nunca pretendí que te vieras envuelta en nada de esto. Tú tienes tu propia vida. Diviértete y ve con cuidado.

Seguía sentado al borde de la cama, con la cabeza gacha, con las manos en el regazo, como un par de cucharas carnosas y vacías.

—¿Te abro el grifo de la bañera? —dijo Denise.

—No-no-no —dijo—. Le contesté al tío ese que estaba diciendo disparates, pero ¿qué podía hacer? —trazó un ademán de evidencia o inevitabilidad—. Estaba convencido de que iba a Little Rock. ¿Usted?, le dije. Le falta antigüedad. Una sarta de disparates. Le dije que se fuera al diablo —lanzó una mirada a Denise, como pidiéndole perdón—. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Denise ya se había sentido invisible otras veces, pero nunca como ahora.

—No sé si comprendo bien lo que estás diciendo —dijo.

—Bueno —Alfred hizo un vago gesto de explicación—. Me dijo que mirara debajo de mi banco. Tan sencillo como eso. En la cara inferior de mi banco, si no creía lo que me estaba diciendo.

—¿Qué banco?

—Era una sarta de disparates —dijo—. Lo más sencillo era que yo me marchase.

Eso no se le había ocurrido a él.

—¿Estamos hablando del ferrocarril?

Alfred negó con la cabeza.

—No es asunto tuyo. Nunca tuve la más leve intención de meterte en nada de eso. Lo que quiero es que salgas por ahí a divertirte.
Y ten cuidado.
Dile a tu madre que suba con un algo para limpiar.

Tras estas palabras, se lanzó por la alfombra, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Denise, por hacer algo, levantó la cama y amontonó la ropa, incluido el pijama mojado de su padre, y se lo llevó todo abajo.

—¿Cómo va la cosa por ahí arriba? —preguntó Enid desde el despacho de felicitaciones de Navidad que tenía instalado en el comedor.

—Ha mojado la cama —dijo Denise.

—Ay, mecachis.

—No distingue entre la pierna izquierda y la derecha.

A Enid se le ensombreció el rostro.

—Pensé que a lo mejor a ti te hacía más caso.

—Mamá,
no distingue entre la pierna izquierda y la derecha.

—Hay veces que las medicinas…

—¡Sí, sí! —en la voz de Denise había un principio de llanto—. ¡Las medicinas!

Una vez silenciada su madre, bajó al lavadero a clasificar las piezas de ropa y ponerlas en remojo. Gary, todo sonrisa, se le acercó con una miniatura de locomotora en la mano.

—La encontré —dijo.

—¿Qué es lo que has encontrado?

Gary parecía ofendido por el hecho de que Denise no hubiera prestado suficiente atención a sus actividades y deseos. Le explicó que la mitad del tren eléctrico de su infancia —«la mitad más importante, incluidos los vagones y el transformador»— venía faltando desde hacía decenios, y que la había dado por perdida.

—He tenido que registrar todo el trastero —dijo—. Y ¿sabes dónde la he encontrado?

—Dónde.

—Adivínalo —dijo él.

—En el fondo de la caja de cables —dijo ella.

Gary abrió de par en par los ojos.

—¿Cómo lo sabes? Llevo
decenios
buscándola.

—Pues haberme preguntado. Hay una caja pequeña con cosas del tren en la caja grande de los cables.

—Bueno, pues vale —Gary se encogió de hombros para obtener un cambio de foco, quitándoselo a ella y volviéndolo sobre él—. Me alegra haber tenido la satisfacción de encontrarla, aunque habría sido más fácil si me lo hubieras dicho.

—Pues haber preguntado.

—Me lo estoy pasando pipa con lo del tren. Te puedes comprar unas cosas estupendas.

—Qué bien. Me alegro por ti.

Gary estaba maravillado con su locomotora.

—Nunca pensé que volvería a verla.

En cuanto Gary se marchó, dejándola sola en el sótano, Denise entró en el laboratorio de Alfred con una linterna, se arrodilló entre las latas de café Yuban y examinó la parte de abajo del banco. Allí, hecho con un lápiz de punta astillada, había un corazón tamaño corazón humano:

Se dejó caer sobre los talones, con las rodillas en el suelo de piedra fría.
Little Rock. Antigüedad. Lo más sencillo era que yo me marchase.

Sin detenerse a pensar en ello, levantó la tapa de un bote de Yuban. Estaba lleno hasta el borde de pis fermentado, de un espeluznante color naranja.

—¡Qué barbaridad! —le dijo a la escopeta.

Mientras subía corriendo a su dormitorio y, luego, mientras se ponía el abrigo y los guantes, sintió una pena enorme por su madre, porque, a pesar de lo mucho y lo muy amargamente que Enid se había lamentado ante ella, Denise nunca había acabado de asimilar que la vida en St. Jude se pudiera haber convertido en semejante pesadilla; y ¿qué derecho tiene nadie a respirar, por no decir a reír o dormir o comer bien, cuando no se es capaz de imaginar las durísimas condiciones en que otro ser humano está viviendo?

Enid estaba otra vez pegada a la cortina del comedor, acechando la llegada de Chip.

—¡Voy a dar un paseo! —avisó Denise, ya fuera, mientras cerraba la puerta de la calle.

Cinco centímetros de nieve yacían sobre el césped. Por el oeste rompían las nubes: violentos matices de lavanda y turquesa, como sombra de ojos, hacían resaltar el filo del último frente frío. Denise paseó por el centro de las calles, por donde otros habían dejado ya sus huellas, bajo una luz de crepúsculo a destiempo, hasta que la nicotina le abotargó los pesares y fue capaz de pensar con más lucidez.

Se figuró que Don Armour, tras la compra de la Midland Pacific por los hermanos Wroth y el consiguiente proceso de redimensionamiento de la firma, no fue incluido en el grupito de los que iban trasladados a Little Rock, y acudió al despacho de Alfred a protestar. Quizá lo amenazara con ponerse a contar por ahí la conquista de su hija, o quizá hubiera reivindicado sus derechos en calidad de casi miembro de la familia Lambert; en cualquier caso, lo que ocurrió fue que Alfred lo mandó al diablo. Luego, al llegar a casa, Alfred examinó la parte de abajo de su banco.

Denise llegó al convencimiento de que tenía que haberse producido una escena entre Don Armour y su padre, pero le daba espanto imaginarla. Cuánto debió de despreciarse Don Armour por haberse arrastrado hasta el despacho del jefe del jefe de su jefe para tratar de arrancarle, mediante la súplica o el chantaje, que lo incluyeran en el traslado del ferrocarril a Little Rock. Qué traicionado por su hija tuvo que sentirse Alfred, tras haberle alabado tanto el modo de trabajar. Hasta qué pésimo grado de intolerabilidad tuvo que llegar la escena cuando en ella quedó incluida la inserción de la polla de Don Armour en uno y otro orificio, culpable y nada excitado, de Denise. Le daba espanto imaginar a su padre ahí, de rodillas, debajo del banco de trabajo y tratando de localizar el corazón de lápiz, le daba espanto la idea de que las mierdosas insinuaciones de Don Armour hubieran penetrado en los castos oídos de Alfred, le daba espanto imaginar hasta qué punto habían tenido que resultar ofensivas, para un hombre de tanta disciplina y tan recatado como Alfred, enterarse de que Don Armour había andado fisgoneando libremente por su casa.

Nunca tuve la más leve intención de meterte en nada de eso.

Bien; y, en efecto, su padre se despidió del ferrocarril, poniendo con ello a salvo la vida privada de Denise. Nunca le llegó a decir una sola palabra sobre ello a su hija, nunca dio la impresión de apreciarla menos por lo que había hecho. Denise había estado quince años esforzándose en parecer una hija perfectamente responsable y cuidadosa, y él, durante todo ese tiempo, sabía muy bien que no era así.

Pensó que podía haber cierto consuelo en esa idea, si lograba que no se le fuese de la cabeza.

Al salir de la zona donde vivían sus padres, las casas se iban haciendo más nuevas y mayores y más cuadradas. Por las ventanas sin parteluz, o con falso parteluz de plástico, se veían pantallas luminosas, unas gigantescas, otras miniatura. Evidentemente, cualquier hora del año, incluida ésta, era buena para mirar pantallas. Denise se desabrochó el abrigo y echó a andar hacia su casa, atajando por el campito de detrás de su antiguo colegio.

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