Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.
—¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? —preguntó el pastor—. Tengo entendido que usted trabajaba con él.
Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.
—Eddie —dijo finalmente— quería mucho a su mujer.
Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:
—Yo, naturalmente, nunca la conocí.
Eddie parpadeó y se vio en una pequeña habitación redonda. Las montañas habían desaparecido y lo mismo el cielo de color jade. Un techo bajo de yeso casi le tocaba la cabeza. La habitación era marrón —tan sencilla como papel de embalar— y estaba vacía., a excepción de un taburete de madera y un espejo oval que colgaba de la pared.
Eddie se colocó delante del espejo. No vio su reflejo, sólo la habitación al revés, una habitación que se amplió repentinamente para incluir una hilera de puertas. Eddie se dio la vuelta.
Luego tosió.
El sonido le sobresaltó, como si procediera de otra persona. Volvió a toser; una tos dura, cavernosa, como si hubiera cosas dentro de su pecho que necesitaran un arreglo.
«¿Cuándo empezó esto?», pensó Eddie. Se tocó la piel, que había envejecido desde que estuvo con Ruby. Ahora se notaba más delgado y más seco. La parte central de su cuerpo, que cuando estuvo con el capitán había notado tensa como una goma estirada, estaba flácida y con michelines; los colgajos de la edad.
«Todavía hay dos personas que debes conocer», había dicho Ruby. ¿Y luego qué? Le dolía sordamente la espalda. Su pierna mala se estaba poniendo más tiesa. Se dio cuenta de lo que estaba pasando, de lo que pasaba en cada nuevo nivel del cielo. Se estaba descomponiendo.
Se acercó a una de las puertas y la empujó para abrirla. De pronto estaba en el patio de una casa que nunca había visto, en un lugar que no reconocía, en medio de lo que parecía una boda. Los invitados, que llevaban platos de plata, llenaban el césped. En un extremo había una arcada cubierta de flores rojas y ramas de abedul, y en el otro, cerca de Eddie, estaba la puerta que había franqueado. La novia, joven y guapa, se encontraba en el centro del grupo, quitándose una horquilla de su pelo de color mantequilla. El novio era desgarbado. Llevaba un chaqué negro y blandía una espada, en cuya empuñadura había un anillo. La bajó hasta que estuvo al alcance de la novia y los invitados gritaron de alegría cuando ella lo cogió. Eddie oyó sus voces, pero el idioma era desconocido. ¿Alemán? ¿Sueco?
Volvió a toser. Los del grupo alzaron la vista. Todos parecían sonreír, y las sonrisas asustaron a Eddie. Reculó rápidamente y salió por la puerta por la que había entrado, pensando que volvería a la habitación redonda. Pero en lugar de eso, se encontró en medio de otra boda, esta vez bajo techo, en un amplio salón donde la gente parecía española y la novia llevaba flores de azahar en el pelo. Bailaba con una pareja tras otra, y cada invitado le entregaba un saquito de monedas.
Eddie volvió a toser —no lo pudo evitar—, y cuando varios de los invitados alzaron la vista, salió por la puerta y se encontró en una boda diferente, que a Eddie le pareció africana. En ella, los familiares vertían vino por el suelo y la pareja de novios se cogía de la mano y saltaba por encima de una escoba. Después de salir nuevamente por la puerta, se vio en medio de una boda china, donde se encendían petardos ante los asistentes que gritaban encantados. Luego otra puerta le permitió asistir a otra boda, ¿francesa quizá?, donde los novios bebían juntos de una taza con dos asas.
«¿Cuánto va a durar esto?», pensó Eddie. En ninguna boda había señales de cómo había llegado la gente; ni coches, ni autobuses, ni carretas, ni caballos. No parecía que se planteara la cuestión de la marcha. Los invitados se apiñaban y Eddie se integraba como si fuera uno de ellos; le sonreían pero no le hablaban, algo muy parecido a lo que pasaba en las bodas a las que había asistido en la tierra. Prefería que fuera así. Las bodas, pensaba Eddie, estaban llenas de excesivos momentos embarazosos, como cuando a las parejas les piden que se unan al baile o ayuden a subir a la novia a una silla. Su pierna mala parecía que le brillaba en aquellos momentos, y tenía la impresión de que la gente la podía ver desde el otro lado de la habitación.
Debido a eso, Eddie evitaba la mayoría de las bodas, y cuando iba, por lo general se quedaba en el aparcamiento fumando un pitillo, dejando pasar las horas. En cualquier caso, durante mucho tiempo no tuvo bodas a las que asistir. Sólo en los años finales de su vida, cuando algunos de sus compañeros jóvenes del parque se casaban, se encontraba sacando el descolorido traje del armario y poniéndose la camisa de cuello duro que le apretaba. Por entonces, los huesos fracturados de su pierna estaban deformes. La artritis afectaba a su rodilla. Cojeaba mucho y por eso se le permitía no participar ni en los bailes ni en la operación de encender las velas. Le consideraban un «viejo» solitario, independiente, y nadie esperaba de él mucho más, aparte de que sonriera cuando el fotógrafo se acercara a la mesa.
Aquí, ahora, con su uniforme de operario de mantenimiento, se trasladaba de una boda a otra, de un idioma, una tarta y un tipo de música a otro idioma, otra tarta y otro tipo de música. La uniformidad no sorprendía a Eddie. Pensó que una boda aquí no tenía por qué ser muy diferente de una boda allí. Lo que no entendía era qué tenía que ver aquello con él.
Cruzó el umbral una vez más y se encontró en lo que parecía ser un pueblecito italiano. Había viñedos en las laderas y granjas de piedra travertina. Muchos de los hombres tenían el pelo espeso y oscuro peinado hacia atrás y recién mojado. Las mujeres tenían ojos oscuros y rasgos marcados. Eddie encontró sitio junto a una pared, y observó a la novia y al novio que cortaban un tronco por la mitad con una sierra de doble mango. Sonaba música —flautistas, violinistas y guitarristas—, y los invitados empezaron a bailar la tarantela a un ritmo enloquecido, girando sin parar. Eddie dio unos pasos atrás. Su mirada se perdió en la multitud.
Una dama de la novia, con un vestido largo de color lavanda y un elegante sombrero de paja, se movía entre los invitados con una cesta de almendras garrapiñadas. Desde lejos, parecía tener veintipocos años.
—
Per l'amaro e il dolce
? —decía ofreciendo las almendras—.
Per l'amaro e il dolce? Per l'amaro e il dolce
?
Ante el sonido de su voz, el cuerpo entero de Eddie se sobresaltó. Empezó a sudar. Algo le decía que corriese, pero otra cosa le clavaba los pies al suelo. Ella se le acercaba. Sus ojos le encontraron desde debajo del ala de su sombrero, que estaba coronado con flores de papel.
—
Per l'amaro e ti dolce
? —dijo sonriendo y le ofreció las almendras—. ¿Para lo amargo y lo dulce?
Un mechón de pelo negro le caía sobre un ojo. Eddie sintió que el pecho le estallaba. Le costó separar sus labios y el sonido de su voz tardó en salir del fondo de su garganta, pero finalmente logró pronunciar la primera letra del único nombre que alguna vez le había hecho sentir aquello. Cayó de rodillas.
—Marguerite… —susurró.
—Para lo amargo y lo dulce —dijo ella.
Eddie y su hermano están sentados dentro del taller de mantenimiento.
—Éste —dice orgullosamente Joe, con una taladradora en la mano— es el último modelo.
Joe lleva una chaqueta sport a cuadros y zapatos blancos y negros. Eddie piensa que su hermano tiene un aspecto demasiado fino —y fino significa falso—, pero ahora Joe es un vendedor de una empresa de herramientas y Eddie lleva años con la misma ropa, de modo que quién sabe.
—Sí, señor —dice Joe—, y fíjate en esto. Funciona con esta pila.
Eddie sujeta la pila entre los dedos, una cosa pequeña que se llama níquel cadmio. Difícil de creer.
—Ponla en marcha —dice Joe tendiéndole la taladradora.
Eddie aprieta el gatillo. Empieza a hacer ruido.
—Está bien, ¿eh? —Grita Joe.
Aquella mañana Joe le ha dicho a Eddie su nuevo sueldo. Era tres veces lo que él ganaba. Luego Joe felicitó a Eddie por su ascenso: jefe de mantenimiento del Ruby Pier, el antiguo cargo de su padre. Eddie hubiera querido responder: «Si es tan estupendo, ¿por qué no lo coges tú, y yo me quedo con el tuyo?». Pero no lo hizo. Eddie nunca decía nada que sintiera tan profundamente.
—Hooolaaa. ¿Hay alguien?
Marguerite está en la puerta, con un rollo de entradas de color naranja en la mano. La mirada de Eddie se dirige, como siempre, al rostro de ella, su piel aceitunada, sus oscuros ojos de color café. Este verano ella trabaja en la taquilla y lleva el uniforme oficial del Ruby Pier: camisa blanca, chaleco rojo, pantalones negros, una boina roja y su nombre en una plaquita colocada por debajo de la clavícula. Verla vestida así le molesta, en especial delante de su hermano, el triunfador.
—Enséñale la taladradora —dice Joe, y volviéndose hacia Marguerite añade—: Funciona con pilas.
Eddie la aprieta. Marguerite se tapa los oídos.
—Hace más ruido que tus ronquidos —dice.
—¡Vaya! —grita Joe riendo—. ¡Vaya! ¡Te tiene calado!
Eddie baja la vista avergonzado, luego ve que su mujer sonríe.
—¿Puedes salir un momento? —le dice.
Eddie le muestra la taladradora.
—Tengo trabajo aquí.
—Sólo un momento, ¿vale?
Eddie se levanta lentamente y la sigue afuera. El sol le da en la cara.
—¡Cumpleaños feeeliz, señor Eddie! —Exclama un grupo de niños al unísono.
—Bien, lo tendré —dice Eddie.
Marguerite grita:
—Muy bien, niños, ¡a poner las velas en la tarta!
Los niños corren a una tarta de crema que está encima de una mesa plegable cercana. Marguerite se inclina hacia Eddie y susurra:
—Les prometí que apagarías las treinta y ocho de una vez.
Eddie se suena. Ve cómo su esposa organiza el grupo. Como siempre, le encanta ver con qué facilidad Marguerite conecta con los niños y le entristece su incapacidad para tenerlos. Un médico dijo que era demasiado nerviosa. Otro dijo que había esperado demasiado, que debería haberlos tenido a los veinticinco años. Con el tiempo, se quedaron sin dinero para médicos. Eso era lo que había.
Marguerite llevaba casi un año hablando de adoptar uno. Fue a la biblioteca. Trajo documentos a casa. Eddie dijo que ya eran demasiado mayores.
—¿Qué es ser demasiado mayor para un niño? —contestó ella.
Eddie dijo que pensaría en ello.
—Muy bien —gritó ella al lado de la tarta—. ¡Venga, señor Eddie! ¡Apágalas! Oh, espera, espera… —Buscó en su bolso y sacó una cámara de fotos, un artefacto complicado con varillas, lengüetas y un flash.
—Charlene me la ha prestado. Es una Polaroid.
Marguerite encuadra la foto, Eddie junto a la tarta y los niños apretujándose en torno a él, admirando las treinta y ocho llamitas. Un niño da un golpecito a Eddie y dice:
—Apáguelas todas, ¿vale?
Eddie mira hacia abajo. El azúcar glaseado tiene incontables señales de manitas.
—Lo haré —dice mirando a su mujer.
Eddie miró fijamente a la joven Marguerite.
—No eres tú —dijo.
Ella dejó la cesta con almendras. Sonrió tristemente. Los invitados seguían bailando la tarantela a sus espaldas, mientras el sol se apagaba detrás de un jirón de nubes blancas.
—No eres tú —dijo Eddie, otra vez.
Los que bailaban gritaron alegres algo a coro.
Tocaban panderetas.
Ella le ofreció la mano. Eddie estiró la suya instintivamente, como si fuera a coger un objeto que había caído. Cuando sus dedos se encontraron, experimentó una sensación desconocida, como si sobre su propia carne se formara carne, suave, cálida y que casi le hacía cosquillas. Ella se arrodilló junto a él.
—No eres tú —dijo Eddie.
—Soy yo —susurró ella.
—No eres tú, no eres tú, no eres tú —murmuró Eddie, mientras dejaba caer la cabeza sobre el hombro de ella y, por primera vez desde su muerte, empezó a llorar.
Se habían casado un día de Nochebuena en el segundo piso de un restaurante chino mal iluminado que se llamaba Sammy Hong's. El dueño, Sammy, aceptó alquilarlo por aquella noche, ya que imaginó que tendría pocos clientes. Eddie gastó el dinero que le quedaba del ejército en la fiesta —pollo asado y verduras chinas, vino de oporto y un hombre con un acordeón—. Las sillas de la ceremonia se necesitaban para la cena, de modo que, una vez que se hicieron las promesas, los camareros pidieron a los invitados que se levantaran para llevar las sillas a las mesas del piso de abajo. El acordeonista se sentó en un taburete. Años más tarde, Marguerite haría bromas sobre que lo único que faltaba en su boda «fueron los cartones del bingo».
Cuando terminaron de cenar y recibieron algunos pequeños regalos, brindaron por última vez y el acordeonista guardó su instrumento. Eddie y Marguerite salieron por la puerta principal. Llovía ligeramente, una lluvia gélida, pero el novio y la novia fueron andando solos a casa, pues estaba a unas pocas manzanas de distancia. Marguerite llevaba su vestido de novia debajo de un grueso jersey rosa. Eddie vestía un traje blanco y una camisa que le apretaba el cuello. Iban cogidos de la mano. Avanzaron entre charcos de luces de la calle. A su alrededor todo parecía absolutamente callado.
La gente dice que «encuentra» el amor, como si fuera un objeto escondido bajo una piedra. Pero el amor adopta muchas formas y nunca es igual para todos los hombres y mujeres. Lo que la gente encuentra es un determinado amor. Y Eddie encontró un determinado amor con Marguerite, un amor agradecido, un amor profundo pero sosegado, un amor que él sabía que, por encima de todo, era irreemplazable. Una vez que ella se hubo ido, dejó que fueran pasando los días, él dejó que su corazón durmiera.
Ahora ella estaba aquí de nuevo, tan joven como el día que se casaron.
—Ven a pasear conmigo —dijo ella.
Eddie intentó levantarse, pero su rodilla mala le falló. Ella le levantó sin esfuerzo.
—Tu pierna —dijo mirando la cicatriz con una tierna familiaridad. Luego alzó la vista y le tocó los mechones de pelo de encima de las orejas.