Las Aventuras del Capitán Hatteras (17 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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El 13 de enero ya la luna, en su último cuarto, estaba visible por poco tiempo. El sol, seguía escondido en su sueño invernal, pero durante seis horas producía una especie de crepúsculo, insuficiente aún para alumbrar el camino.

Bell seguía a la cabeza. Tras él marchaba Hatteras y después Simpson y el doctor, uno tras otro, procurando mantenerse siempre en línea recta. Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados, se separaban a veces hasta treinta y cuarenta pasos.

El 15 de enero, Hatteras hizo un cálculo según el cual habían avanzado 160 kilómetros. Como era domingo se dio algún descanso, se repararon varios objetos del campamento y por la noche se dedicó algún tiempo a la lectura de la Biblia.

Al otro día, se emprendió la marcha con una temperatura fría, de 36 grados bajo cero, en una atmósfera pura.

De pronto se levantó una especie de vapor congelado que alcanzó una altura de unos 30 metros y permaneció quieto. Aquel vapor se pegaba a los vestidos, cubriéndolos de agudos prismas, y no dejaba ver nada a un paso de distancia. Los expedicionarios sorprendidos por aquel fenómeno llamado
humo helado
, sólo atinaron a tratar de reunirse, por lo que empezaron a llamarse unos a otros.

—¡Simpson!

—¡Bell, por aquí!

—¡Clawbonny! ¡Doctor, acá!

—¡Capitán! ¿Dónde está usted?

Los cuatro se buscaban con los brazos extendidos en medio de la niebla impenetrable. Pero lo peor es que no obtenían ninguna respuesta, como si ese vapor tampoco fuera capaz de transmitir los sonidos.

Todos tuvieron la idea de disparar sus armas para señalar un punto de reunión. Pero si el sonido de la voz parecía demasiado débil, los estampidos de las armas de fuego eran excesivamente intensos y producían un estrépito confuso que no revelaba su punto de procedencia. Cada cual actuó entonces conforme a sus instintos. Hatteras se detuvo y esperó. Simpson se contentó con detener su trineo. Bell retrocedió buscando huellas con la mano. El doctor, tropezando con los témpanos, caía y se levantaba, iba en todas direcciones, cada vez más perdido. Después de cinco minutos se dijo:

—¡Esto no puede durar! ¡En este clima los imprevistos abundan demasiado! ¡Eh! ¡Capitán! —gritó de nuevo.

No obtuvo respuesta. Por lo que pudiera ocurrir, cargó de nuevo su escopeta y a pesar de sus gruesos guantes, el frío del cañón le quemó las manos. Entonces le pareció divisar una masa indefinida que se movía a poca distancia.

—¡Por fin! —dijo—. ¡Hatteras! ¡Bell! ¡Simpson! ¿Son ustedes? ¡Contesten!

Por toda respuesta se oyó un sordo gruñido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el doctor algo alarmado.

La desconocida mole se acercaba. A medida que lo hacían sus contornos se iban definiendo.

—¡Un oso! —pensó el médico.

Efectivamente, debía ser un oso de gran tamaño. Perdido en la niebla, iba y venía. En cualquier momento podía tropezar con los viajeros, cuya presencia seguramente no sospechaba.

—¡La cosa se complica! —se dijo el doctor.

Creyó sentir el soplo del animal, que poco después se perdía en la niebla, y entrever sus patas enormes, que azotaban el aire con sus agudas garras. El doctor saltó aterrorizado y entonces la mole en movimiento se desvaneció como un fantasma.

Al retroceder, Clawbonny notó que el suelo se iba levantando bajo sus pies y, con la ayuda de las manos, subió sobre un témpano. Y después de otro, que tentó con la punta de su palo.

—¡Un
iceberg
! —se dijo—. ¡En la cumbre estaré a salvo!

Con agilidad sorprendente trepó a unos 25 metros de altura. Su cabeza emergió por sobre la niebla helada, cuya parte superior parecía cortada con la mayor limpieza.

—¡Bueno! —dijo, y mirando alrededor, divisó a sus compañeros sumergidos en ese fluido denso y extraño.

—¡Hatteras!

—¡Doctor Clawbony!

—¡Bell!

—¡Simpson!

Los gritos de los cuatro hombres sonaron casi al mismo tiempo. El cielo, iluminado por un magnífico parhelio, despedía rayos pálidos que coloreaban la niebla, y las cimas de los
icebergs
parecían sobresalir como islas en medio de un mar de plata líquida. Los viajeros se hallaban dentro de un círculo que tenía menos de 35 metros de diámetro. La pureza de las capas de aire superiores, debida a una temperatura muy fría, hacía que sus voces se escucharan nítidamente y así pudieron entablar una conversación desde lo alto de sus respectivos témpanos. Después de los primeros disparos cada viajero había comprendido que lo mejor que podía hacer era elevarse por sobre la niebla.

—¡El trineo! —gritó el capitán.

—Está aquí, debajo de nosotros —respondió Simpson.

—¿En buen estado?

—Sí.

—¿Y el oso? —preguntó el doctor.

—¿Qué oso? —dijo Bell.

—El oso que me siguió hace poco rato.

—¡Un oso! —exclamó Hatteras—. ¡Bajemos!

—¡No! —replicó el doctor—. Nos perderíamos otra vez.

—¿Y si ataca a nuestros perros? —preguntó Hatteras.

En ese mismo momento sonaron los ladridos de
Duck
, que salían de la niebla.

—¡Es
Duck
! —gritó Hatteras—. ¡Algo pasa! La niebla se llenó entonces con toda clase de aullidos.

Eran
Duck
y los demás perros que ladraban furiosos. Todo ese ruido parecía un zumbido formidable, pero sin sonoridad, como si se interpretara un espantoso concierto en una sala acolchada. Era fácil comprender que en el fondo de aquella espesa bruma se estaba librando un combate invisible, y el vapor se agitaba a veces como el mar durante la lucha de los monstruos marinos.

—¡Duck, Duck
! —gritó el capitán entrando nuevamente en la niebla.

—¡Espere Hatteras! —exclamó el doctor—. Parece que la niebla se está disipando.

No se disolvía sino que bajaba como el agua de un estanque que se vacía poco a poco. Parecía volver al suelo donde había nacido. Las cumbres resplandecientes de los
icebergs
crecían encima de ella. Por una ilusión de óptica, los viajeros, firmes en sus montes de hielo, creían elevarse en la atmósfera a medida que el nivel superior de la niebla iba descendiendo.

Pronto apareció el trineo, y luego los perros y después otros animales. Eran unos treinta.

—¡Zorras! —gritó Bell.

—¡Osos! —respondió el doctor—. ¡Uno, tres, cinco!

—¡Nuestros perros! ¡Nuestras provisiones! —aulló Simpson.

Manadas de zorras y de osos tomaban por asalto el trineo y devoraban sus provisiones. Los perros aullaban con furor, pero los merodeadores no les hacían caso y seguían el saqueo.

—¡Fuego! —gritó Hatteras, disparando su escopeta.

Todos le imitaron. Al oír ese estampido cuadruplicado, los osos con un gruñido dieron la señal de retirada y emprendieron un trote que ningún caballo hubiera podido seguir al galope, y junto a la manada de zorras, desaparecieron entre las montañas heladas.

Mensaje de un Desconocido

Por tres cuartos de hora se había prolongado ese fenómeno particular de los climas polares. En ese lapso de tiempo los osos y zorras hicieron un daño irreparable. Las provisiones que saquearon les vinieron bien para el hambre que pasaban durante ese invierno tan rudo. El toldo del trineo quedó hecho pedazos, las cajas del
pemmican
abiertas y destrozadas, los sacos de galletas casi vaciados, la provisión de té tirada sobre la nieve; un tonel de alcohol abierto y sin su precioso líquido y los útiles de campamento desparramados. En fin, todo mostraba el encarnizamiento de aquellas bestias y la voracidad insaciable que les provocaba el hambre.

—Evaluemos las pérdidas —propuso el doctor para movilizar a sus compañeros que habían quedado estáticos. Sin decir palabra, Hatteras empezó a recoger los sacos dispersos. Se aprovechó el
pemmican
y las galletas que eran aún comestibles. La pérdida de una parte del alcohol era lo peor, pues sin él había que renunciar al té, al café y a todas las bebidas calientes. Haciendo el inventario de las provisiones salvadas, el doctor llegó a la conclusión que si el viaje continuaba, sería preciso que los viajeros se pusieran a media ración.

Ante esa situación crítica se discutió el partido que debía tomarse. ¿Convenía volver al buque y después comenzar de nuevo la expedición? En ese caso había que resignarse a perder los 240 kilómetros ya andados. Volver sin el combustible tan necesario tendría un efecto desastroso sobre la moral de la tripulación. ¿Se encontrarían después hombres dispuestos a repetir esa caminata agotadora por los hielos?

Partidarios de continuar se manifestaron el doctor, Hatteras y Bell. Simpson prefería el regreso inmediato, ya que las penalidades del viaje habían alterado su salud gravemente. Pero, en fin, viendo que nadie compartía su opinión, volvió a colocarse frente al trineo y la pequeña caravana continuó avanzando hacia el Sur.

Los días 15 al 17 de enero se avanzó más lentamente. La insuficiente alimentación no era propia para vigorizar a las bestias ni a las personas. El tiempo variaba con su movilidad habitual, pasando de un frío intenso a un estado de nebulosidad húmeda y penetrante.

La fisonomía de los campos de hielo se modificó bruscamente el 18 de enero. Muchos montículos de forma piramidal, altos y terminados en aguda punta, aparecieron en el horizonte. El terreno, en ciertos sitios taladraba la capa de nieve y emergía en rocas de cuarzo. Los viajeros pisaban, en fin, en tierra firme. Según sus cálculos ese debía ser el continente llamado Nuevo Cornualles.

La presencia de aquel terreno sólido satisfizo al doctor, puesto que indicaba que los viajeros ya no tenían que andar más que 160 kilómetros para alcanzar al cabo Belcher.

Empezó a hacerse cada vez más difícil avanzar por ese territorio sembrado de rocas afiladas, de grietas y precipicios. A veces era necesario ganar los altos acantilados de la costa, por entre gargantas estrechas en las que las nieves acumuladas formaban ventisqueros que tenían de 10 a 12 metros de altura. Los viajeros añoraban el camino llano de nieve helada. Ahora tenían que tirar el trineo con todas sus fuerzas, ya que los perros no tenían suficientes fuerzas para esa faena. Algunas veces fue necesario descargar completamente las provisiones para pasar cerros sumamente helados, cuyas superficies lisas no dejaban asidero alguno.

Cuando por fin el trineo alcanzó la parte superior de los acantilados, los viajeros extremadamente agotados no pudieron construir su casa de nieve y tuvieron que pasar la noche bajo la tienda, envueltos en pieles de búfalo. El termómetro marcó esa noche 42 grados bajo cero.

El estado de Simpson era cada día peor. Dolores intolerables, lo obligaban a quedarse echado en el trineo, que no podía ya conducir, de manera que lo reemplazó Bell, quién también sufría, pero al menos aún podía tenerse en pie. El doctor experimentaba también los efectos de ese viaje suicida en medio de un invierno terrible, pero no se escapaba de su boca ni una sola queja, y seguía adelante, apoyado en un palo, tanteando el camino. Hatteras continuaba tan impasible y sano como en el primer día.

El clima se hizo tan riguroso que el 20 de enero el menor esfuerzo producía una postración completa. Como el terreno era tan accidentado Hatteras, Bell y el doctor Clawbonny se engancharon junto a los perros para ayudarles a tirar. Así avanzaron por una profunda barranca, hundidos en la nieve hasta la mitad del cuerpo, y sudando a pesar del frío intenso. Nadie decía una palabra. De pronto Bell, que se hallaba junto al doctor lo miró alarmado, y luego, sin previo aviso tomó un puñado de nieve y empezó a restregar con fuerza la cara de Clawbonny.

—¿Qué hace usted, Bell? —preguntaba el médico atónito ante semejante vejamen.

Bell, ocupado en frotar, no contestó palabra.

—Por favor, Bell —repuso el doctor con la boca, nariz y ojos llenos de nieve— ¿se ha vuelto loco? ¿Qué le pasa?

—Lo que pasa es —contestó Bell— que si usted todavía es propietario de una nariz, me lo debe a mí.

—¡Mi nariz! —gritó el doctor, llevándose la mano a la cara.

—¡Calma, señor Clawbonny! Aún está en su lugar. Cuando lo miré, tenía la nariz completamente blanca y sin mi tratamiento ya habría perdido usted ese adorno incómodo para un viaje polar, pero muy útil en las circunstancias ordinarias de la vida.

—¡Gracias, Bell! —dijo el doctor—. Me siento en deuda con usted, y siempre estaré dispuesto a ayudarlo.

—Cuento con ello doctor —respondió el carpintero— y ojalá no tengamos desgracias mayores.

—¡Bell! —repuso el doctor—. Usted alude a Simpson. El pobre es víctima de dolores horribles.

—¿Está en peligro su vida? —preguntó de pronto Hatteras.

—Sí, capitán —respondió el doctor.

—¿Cuál es su diagnóstico?

—Sufre un ataque de escorbuto. Sus piernas se hinchan y sus encías se entumecen. El pobre está ahí inmóvil bajo las mantas del trineo, y a cada instante los choques exacerban sus dolores. Lo peor, capitán, es que no puedo hacer nada para sanarlo.

—¡Pobre Simpson! —murmuró Bell.

—Tal vez sería bueno detenernos uno o dos días —sugirió el médico.

—¡Detenernos! —exclamó Hatteras—. ¡Detenernos, cuando la vida de dieciocho hombres depende de nuestro retorno!

—Sin embargo… —dijo el doctor.

—¡Clawbonny, Bell! —gritó Hatteras—. Nos quedan víveres para veinte días. No podemos perder un minuto.

El trineo volvió a emprender su marcha.

Por la noche la expedición se detuvo al pie de un montículo de hielo donde Bell practicó una caverna en que se refugiaron los viajeros. El doctor pasó la noche cuidando a Simpson, en quien el escorbuto causaba ya sus espantosos estragos. Los sufrimientos le ponían en los labios entumecidos una queja interminable.

—¡Valor, amigo! —decía el médico.

—¡Ya no hay salvación para mí! ¡No puedo más! Déjenme morir en paz.

Aunque el doctor también estaba casi muerto de fatiga, empleaba la noche en preparar alguna infusión calmante para el enfermo, pero ya ni siquiera el jugo de limón hacía efecto, y las fricciones no impedían los progresos del escorbuto.

Al iniciarse la jornada siguiente fue preciso colocar de nuevo al desdichado en el trineo, aunque él pedía quedarse para morir tranquilo. Después se reemprendió aquella espantosa peregrinación.

La niebla helada calaba a aquellos hombres hasta los huesos. La nieve y el granizo les azotaban el rostro, y ellos mal alimentados y extenuados seguían compartiendo el trabajo de las bestias de carga.
Duck
iba y venía, desafiando las fatigas, siempre alerta. Parecía encontrar por instinto el camino mejor.

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