El 19 de junio, en los 79 grados de latitud, el buque entró en la bahía de Melville, llamada
Mar de Plata
por el alegre marino Bolton.
El
Forward
avanzó rápidamente y así el 23 de junio pasaba los 74 grados de latitud. Se hallaba en medio del mar de Melville.
Clifton hizo notar que se habían ganado ya 2 grados, desde el 72 al 74, lo que sumaba a favor de la tripulación 125 libras. Pero alguien observó que el dinero en aquellos parajes valía poco y nadie podía llamarse rico, y nadie estaba en condiciones tampoco de beberse su riqueza. Por lo tanto, parecía conveniente esperar el momento en que estuvieran ante la mesa de una taberna de Liverpool.
No faltaban los témpanos en el mar de Melville. Había también grandes campos de hielo que se prolongaban hasta el horizonte. El
Forward
avanzaba a toda máquina por anchos pasos donde podía maniobrar con facilidad. Ese día el termómetro bajó algunos grados, el viento saltó del Sur y ráfagas inmensas barrieron la superficie de los hielos y provocaron espesas nevadas.
Hatteras no abandonó la cubierta durante la tempestad, pero se vio obligado a huir del huracán en dirección Oeste. El viento levantaba enormes olas en medio de las cuales se mecían los
icebergs
. El mar levantaba al bergantín como un juguete y restos de témpanos se precipitaban contra el casco del buque, el que a cada instante parecía volar sobre la cima de una montaña líquida. Su proa de acero recogía la luz difusa, para después hundirse en las aguas embravecidas. La hélice salía a ratos del mar, giraba en vano y hería el aire con sus paletas. La lluvia y la nieve caían como pesados torrentes.
El doctor aprovechó la ocasión para calarse de agua hasta los huesos. Se quedó en cubierta dominado por la admiración que un sabio extrae siempre de esos grandiosos espectáculos naturales.
La tempestad se hallaba circunscrita en un pequeño espacio, sin extenderse más allá de seis kilómetros. El doctor atisbaba de cuando en cuando un cielo sereno y un mar tranquilo más allá de los campos de hielo. Se daba cuenta, así, de que era suficiente que el
Forward
avanzara un poco más para llegar a la región apacible. Hatteras consiguió, finalmente, conducir su buque a un mar tranquilo, mientras el violento huracán moría en el horizonte.
En el golfo de Melville, bajo la influencia de las olas y de los vientos, muchas montañas desprendidas de las costas, derivaban hacia el Norte, cruzándose y chocando. Era magnífico el espectáculo que ofrecían esas masas flotantes, que empujadas a velocidades desiguales, parecían empeñadas en una carrera, en un hipódromo desmesurado.
De pronto se oyó la voz de Foker que gritaba desde el tope:
—¡Ballena a la vista! ¡Allá a sotavento!
Todas las miradas siguieron la dirección indicada. Un chorro de agua surgía del mar, a un kilómetro y medio del bergantín.
—¡Allí! ¡Allí! —exclamó entusiasmado el arponero Simpson.
—Ha desaparecido —dijo el doctor.
—Podríamos encontrarla si fuera necesario —dijo Simpson sin muchas esperanzas. Sin embargo, para su asombro, aunque nadie se hubiera atrevido a pedírselo, Hatteras dio orden de bajar la ballenera, alegrándose de dar una distracción a su tripulación, y también de recoger algunos barriles de aceite.
Cuatro marineros entraron en la ballenera; Johnson iba al mando; Simpson, arpón en mano, se colocó en la proa. No se pudo impedir que el doctor subiera también al bote. El mar estaba en calma. La ballenera avanzó rápidamente, y diez minutos después estaba a un kilómetro y medio del
Forward
.
La ballena hizo provisión de aire, y se sumergió de nuevo; pero volvió pronto a emerger y arrojó a cerca de tres metros, un chorro de vapores y mucosidades.
—¡Allí! ¡Allí! —gritó Simpson.
La lancha se dirigió rápidamente hacia el cetáceo y el bergantín, se acercó a poco vapor.
El enorme animal desaparecía y reaparecía entre las olas, mostrando su lomo negro, como un arrecife de alta mar.
La ballena se acercó silenciosamente. Siempre es un espectáculo conmovedor el que ofrece un frágil bote atacando a esos gigantescos mamíferos. Este mediría unos cuarenta a cuarenta y cinco metros.
Pronto la lancha estuvo cerca de la ballena. Simpson hizo una señal y los remeros dejaron de bogar, Simpson lanzó con fuerza su largo arpón, que se hundió en el dorso del cetáceo. La ballena, herida, sacudió su cola y se hundió. Los marineros levantaron perpendicularmente los remos, la soga amarrada al arpón se desenrolló con rapidez y la lancha fue arrastrada en una carrera vertiginosa.
La ballena en su fuga, se alejaba del bergantín y avanzaba hacia los
icebergs
. Así corrió por media hora. Los marineros mojaban la cuerda del arpón para que no se quemara con el roce. Cuando disminuyó la velocidad del animal, se fue recogiendo la cuerda poco a poco. No tardó la ballena en reaparecer en la superficie de las aguas que azotó con su formidable cola. Verdaderas mangas de agua caían sobre la lancha formando una violenta lluvia. El bote se acercó al monstruo. Simpson había cogido una larga lanza y se preparaba a combatir al cetáceo.
Pero la ballena se introdujo entonces con la mayor velocidad en un paso que dejaban entre sí dos Montañas de hielo. La persecución se hizo muy peligrosa.
—¡Maldición! —exclamó Johnson.
—¡Adelante! ¡Adelante!… —gritaba Simpson, poseído del furor de la pesca—. ¡La ballena es nuestra!
—¡No, no! —dijeron unos marineros.
—¡Sí, sí! —exclamaron otros.
Durante la discusión, la ballena se había encajonado entre las dos montañas flotantes que el oleaje y el viento tendían a juntar.
La lancha, remolcada por el cetáceo, corría peligro de ser arrastrada a aquel paso peligroso, cuando Johnson, inclinándose hacia adelante con un hacha en la mano, cortó la cuerda.
Lo hizo a tiempo. Las dos montañas chocaron con una fuerza irresistible, aplastando al desgraciado animal.
—¡Perdida la ballena! —gritó Simpson.
—¡Salvados nosotros! —respondió Johnson.
Poco después la lancha llegaba al costado del bergantín y era izada a cubierta.
—¡Buena lección —dijo Shandon en voz alta— para los imprudentes que se aventuran por los pasos estrechos!
El 30 de junio la tripulación del
Forward
avistó por fin la isla de Beechey. Pero los hielos eran más abundantes de lo que el capitán esperaba y el buque se preparaba y retrocedía, esperando una ocasión propicia para tocar tierra y gastando mucho carbón.
Hatteras había ordenado mantener encendidas las calderas día y noche para no perder ninguna oportunidad de abrirse paso hacia la isla. El capitán conocía tan bien como Shandon el estado de sus reservas de carbón; pero estaba seguro de hallar combustible allí en Beechey y no quería perder un minuto por vía de economía, Se había atrasado ya mucho a causa de su contramarcha hacia el Sur.
Entre los hielos mal cimentados, el bergantín comenzó a avanzar hacia la isla Bcechey, atravesando el estrecho de Barrow.
Resuelto a marchar en línea recta para no ser arrastrado lejos de la isla, apenas dejó su puesto durante los días siguientes. Subía con frecuencia por los mástiles para escoger los pasos ventajosos. Todo lo que puede hacer la habilidad, la sangre fría y la audacia de un marino, Hatteras lo hizo durante aquella travesía del estrecho. Sin economizar carbón ni detenerse en contemplaciones, sin ningún tipo de consideraciones por la tripulación ni por sí mismo, el capitán alcanzó su objetivo.
El 3 de julio, a las once de la mañana, el bergantín avanzó hacia la isla Beechey, punto de recalada general de los navegantes árticos. Allí tocaron casi todos los buques que se habían aventurado por aquellos mares. El último que fondeó en ese lugar antes que el
Forward
, fue el
Fox
, que se abasteció, el 11 de agosto de 1855, y reparó las habitaciones y los almacenes. Habían pasado dos años desde entonces.
El corazón de Johnson palpitaba con fuerza ante aquella isla. Cuando la visitó era contramaestre del
Phoenix
. Hatteras lo interrogó acerca de la disposición de la costa y de las facilidades para anclar.
—Bien, Johnson —dijo Hatteras—, ¿la reconoce?
—¡Sí, capitán; es la isla Beechey! Pero convendría que siguiéramos un poco al Norte, donde la costa es más accesible.
—Pero ¿y las habitaciones y los almacenes? —preguntó el capitán.
—No los podremos ver hasta que estemos en tierra. Están tras de las lomas que se ven allá abajo.
—¿Y a ellos trajeron ustedes abundantes provisiones?
—Abundantísimas. El Almirantazgo nos mandó a la isla en 1853, al mando del capitán Inglefield, con el vapor
Phoenix
y el transporte
Breaudalbanc
cargado de provisiones.
—Pero —dijo Hatteras— en 1855 el comandante del
Fox
tomó gran cantidad de ellas.
—Puede estar tranquilo, capitán —replicó Johnson—. Creo que han quedado bastantes.
—Los víveres no me preocupan —respondió Hatteras— tengo para varios años; lo que necesito es carbón.
—Dejamos en la isla más de mil toneladas —dijo Johnson.
—Acerquémonos —ordenó Hatteras.
El
Forward
llegó hasta una rada abrigada contra los vientos.
—Señor Wall —dijo Hatteras—, prepare la lancha y envíela con seis hombres para traer el carbón a bordo. Yo me voy a tierra en el bote con el doctor y el contramaestre. Señor Shandon, ¿quiere acompañarme?
—Estoy a sus órdenes —respondió Shandon. Diez minutos después desembarcaban los cuatro en una costa baja y pedregosa.
—Guíenos, Johnson —dijo Hatteras—. ¿Reconoce el lugar?
Hatteras trepó rápidamente por una loma bastante elevada y casi sin nieve.
—Capitán —le dijo Johnson, siguiéndolo—, desde aquí podremos ver los almacenes.
Shandon y el doctor los alcanzaron en la cima.
Pero desde allí las miradas se perdían en vastas llanuras que no presentaban ningún indicio de edificación.
—¿Dónde están esos almacenes? —preguntó con impaciencia Hatteras.
—No sé… no los veo… —balbuceó Johnson.
—Se habrá equivocado de camino —conjeturó el doctor.
—Me parece, sin embargo —repuso Johnson— que es éste el sitio.
—En fin —urgió impaciente Hatteras—, ¿dónde vamos?
—Bajemos —dijo el contramaestre—. A lo mejor me engaño; en siete años puedo haber perdido el recuerdo de estos lugares.
—Sobre todo —dijo el doctor— siendo el paisaje de esta isla tan monótono.
—Y sin embargo… —murmuró Johnson.
Shandon no hacía observación alguna.
Después de andar unos minutos, Johnson se detuvo.
—¡Pero, no —exclamó— yo no me engaño!
—¿Y bien? —dijo Hatteras, mirando alrededor.
—¿Qué lo hace hablar así, Johnson? —preguntó el doctor.
—¿No ven aquí el terreno que parece removido? —dijo el contramaestre, indicando bajo sus pies una especie de túmulo donde se veían tres prominencias.
—¿Qué concluye de eso? —preguntó el doctor.
—¡Aquí están —dijo Johnson— las tres tumbas de los marinos de Franklin! Estoy seguro. A cien pasos de nosotros deberían hallarse las bodegas y no están…
Hatteras se precipitó hacia adelante, desesperado. Allí, en efecto, debían estar los almacenes tan deseados con el carbón con que él contaba; pero la ruina, el saqueo, la destrucción, habían arrasado aquel sitio en que manos civilizadas acumularon valiosos recursos para los navegantes necesitados. ¿Quién había causado tanto estrago? ¿Los animales de aquellas comarcas? No; los animales no hubieran destruido más que los víveres y allí no quedaba nada, ni un fragmento de madera ni un pedazo de hierro ni una partícula de un metal y, lo que era peor para los tripulantes del
Forward
: ¡ni un resto de combustible!
Evidentemente, los esquimales eran los culpables. Desde que estuvo allí el
Fox
, ellos habían visitado muchas veces ese lugar de abundancia, cogiendo y saqueando sin cesar, hasta no dejar más que la larga sábana de nieve que ahora cubría ese paisaje desolado. Hatteras estaba confundido. El doctor miraba sacudiendo la cabeza. Shandon seguía callado.
Entonces llegaron los hombres enviados por el teniente Wall. Todos comprendieron lo que ocurría. Shandon se adelantó hacia el capitán y le dijo:
—Señor, la desesperación me parece inútil, por suerte estamos en la entrada del estrecho de Barrow, que nos llevará de regreso por el mar de Baffin.
—¡Señor Shandon —respondió Hatteras—, nos hallamos, afortunadamente en la entrada del estrecho de Wellington, que nos conducirá al Norte!
—¿Y cómo navegaremos, capitán?
—¡A vela, señor Shandon! Todavía tenemos combustible para dos meses y es más del que necesitamos para nuestra invernada próxima…
—Permítame que le diga… —repuso Shandon.
—Le permitiré seguirme a bordo, señor Shandon —lo interrumpió Hatteras.
Y volviendo la espalda a su segundo regresó al bergantín y se encerró en su camarote.
Durante dos días, el viento fue contrario y el capitán no reapareció sobre cubierta.
Sin preocuparse del estado de ánimo de la tripulación, Hatteras mandó aparejar el 5 de julio. Desde hacía trece días el
Forward
no lograba ganar un nuevo grado hacia el Norte por lo que el atractivo de la recompensa monetaria comenzaba a eclipsarse.
Aún así Hatteras marchó resueltamente en medio de los témpanos que la corriente arrastraba hacia el Sur. Había decidido subir por el canal de Wellington. Este se hallaba encerrado entre la costa de Devon al Este y la isla Cornualles al Oeste.
En 1851, el capitán Penny, en las balleneras
Lady Franklin
y
Sophie
, exploró ese canal y Stewart. Uno de sus tenientes, al llegar al cabo, descubrió el mar libre. ¡El mar libre! eso era lo que esperaba Hatteras.
—Lo que Stewart encontró yo también lo encontraré —dijo Hatteras—, y entonces podré navegar a vela hacia el Polo.
—Pero —respondió el doctor—, ¿no teme que su tripulación…?
—¡Mi tripulación! —exclamó Hatteras con amargura. ¡Pobre gente!
Era el primer sentimiento de ese tipo que sorprendía el doctor en el corazón del capitán.
—¡Pero no! —agregó éste con energía—. ¡Deben seguirme y me seguirán!