Las Aventuras del Capitán Hatteras (12 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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Entretanto el
Forward
avanzaba poco hacia el Norte, porque los vientos contrarios lo obligaban con frecuencia a detenerse. Dobló penosamente los cabos Spencer e Innis, y el martes 10 llegó por fin a los 75 grados de latitud.

A la altura de la bahía de Behring hay un canal estrecho que conecta el de Wellington con el de la Reina. Allí los hielos estaban todavía muy apretados y Hatteras hizo esfuerzos infructuosos para atravesar los pasos del Norte de la isla de Hamilton. El viento se le oponía y lo hizo refugiarse en un punto situado entre las islas de Hamilton y la Cornualles, con lo que perdió cinco días preciosos.

El 19 de julio la temperatura seguía bajo cero y cayó a los 4 grados centígrados. Esta amenaza anticipada del invierno ártico obligó a Hatteras a no esperar más. El viento seguía oponiéndose a la marcha del buque. Hatteras tenía urgencia por alcanzar el punto en que Stewart se halló en presencia de un mar libre. El 19 decidió avanzar por el canal a toda costa. El bergantín tenía viento de proa; con su hélice hubiera podido luchar contra las fuertes ráfagas cargadas de nieve, pero ahora era necesario economizar combustible. Sin preocuparse por las fatigas de la tripulación, Hatteras recurrió a un medio que los balleneros emplean alguna vez en circunstancias idénticas. Hizo amarrar los botes a los costados del buque. Se colocaron remos a estribor de los unos y a babor de los otros; los marineros se sentaron en el banco de los remeros, donde se fueron relevando y tuvieron que bogar vigorosamente para impulsar al bergantín contra el viento.

El
Forward
avanzó lentamente por el canal. Así navegó durante cuatro días, hasta que el 23 de julio alcanzó la isla de Behring, en el canal de la Reina. Entonces ya se escuchaban murmullos de descontento entre la tripulación sometida a ese trabajo de galeotes.

El viento seguía siendo contrario. Los marinos ya no podían más. Su salud pareció al doctor muy quebrantada y creyó ver en algunos los primeros síntomas del escorbuto. Hatteras comprendió que no podía contar con ellos y que nada conseguiría tratándolos con suavidad. Resolvió, pues mostrarse implacable cuando la ocasión lo requiriera. Desconfiaba particularmente de Shandon y hasta de Wall, el que, sin embargo, no se atrevía a hablar demasiado alto. Hatteras tenía a su lado al doctor, a Johnson, a Bell y a Simpson. Entre los indecisos estaban Foker, Bolton, Wolsten, el armero y Brunton, el maquinista, los que en cualquier momento podían volverse contra él. En cuanto a los demás, Pen, Gripper, Clifton y Warren, tramaban abiertamente sus proyectos de motín: querían soliviantar a sus camaradas y obligar al
Forward
a regresar a Inglaterra.

Hatteras vio que no podía ya obtener nada de esa tripulación dividida y extenuada. Por veinticuatro horas permaneció ante la isla Behring sin adelantar un paso. Pero la temperatura seguía bajando y se sentía ya la influencia del próximo invierno. El 24, el termómetro cayó a 6 grados centígrados bajo cero. El hielo nuevo se rehacía durante la noche y adquiría un grosor de hasta dieciocho centímetros.

Hatteras no se hacía ilusiones. Si llegaban a obstruirse los pasos, estaría obligado a invernar en ese punto, alejado del destino final de su viaje, y sin haber siquiera entrevisto el mar libre que tan cerca debía estar. Decidió entonces continuar adelante a toda costa y ganar algunos grados hacia el Norte. Como no podía usar los remos con una tripulación agotada y descontenta, ni las velas con un viento adverso, dio orden de encender los hornos.

La orden del capitán provocó conmoción entre los tripulantes y estuvo a punto de encender el peligroso polvorín de los ánimos exaltados.

—¡Encender los hornos! —dijeron unos.

—¿Y con qué? —dijeron otros.

—¡No tenemos carbón más que para dos meses! —alegó Pen.

—¿Con qué vamos a calentarnos en invierno? —preguntó Clifton.

—Nos veremos obligados —respondió Gripper— a quemar el buque.

—Sí, y a llenar la estufa con los mástiles —agregó Warren.

Shandon miraba fijamente a Wall. Los maquinistas no se decidían a cumplir la orden.

—¿Me han oído? —gritó iracundo el capitán.

Brunton se dirigió a la escotilla, pero cuando iba a bajar se detuvo.

—¡No vayas, Brunton! —dijo una voz.

—¿Quién habló? —gritó Hatteras.

—¡Yo! —dijo Pen, avanzando hacia el capitán.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó éste, furioso.

—¡Digo… digo —respondió Pen— digo que ya basta, que no iremos más lejos; que no queremos morir de fatiga y frío y que no se encenderán los hornos!

—Señor Shandon —respondió fríamente Hatteras— haga encerrar a ese hombre.

—Pero capitán —respondió Shandon— lo que él dice…

—¡Lo que él dice —replicó Hatteras— si usted se atreve a repetirlo, haré que lo encierren en su camarote con centinela a la vista! ¡Prendan a ese hombre! ¿No me oyen?

—Johnson, Bell y Simpson, se dirigieron al marinero.

—¡Cuidado! ¡Pobre del que me toque…! —exclamó éste tomando una barra de hierro.

Hatteras avanzó hacia él.

—¡Pen —dijo con voz tranquila—, un grito más y te destapo los sesos!

Mientras hablaba así, amartilló su revólver y apuntó al marinero.

Se escuchó un murmullo.

—¡Silencio, todos —dijo Hatteras— o mato a este miserable!

En aquel momento Johnson y Bell desarmaron a Pen, el que sin oponer resistencia, se dejó llevar al fondo de la sentina.

—¡A la máquina, Brunton! —ordenó Hatteras.

El maquinista, seguido de Plewer y de Warren, bajó a ocupar su puesto. Hatteras se volvió a la popa.

—Ese Pen es un miserable —le dijo el doctor Clawbonny.

—No hay en el mundo ningún hombre que haya estado tan cerca de la muerte —respondió sencillamente el capitán.

Cuando el vapor adquirió la presión suficiente, el
Forward
levantó anclas y dirigió la proa hacia la punta Beecher rompiendo los hielos ya formados.

El bergantín navegó con gran dificultad entre torbellinos de nieve. El sol reaparecía de vez en cuando y la temperatura subía algunos grados; los obstáculos se derretían como por encanto y una hermosa superficie de agua se extendía en el mismo punto donde momentos antes los témpanos obstruían todos los pasos. El horizonte se cubría de un soberbio tinte anaranjado que servía de descanso a la vista fatigada del eterno albor de la nieve.

El jueves 26 de julio, el
Forward
pasó junto a la isla Dundas y luego se dirigió más al Norte; pero entonces se encontró ante un banco que tenía unos tres metros y estaba formado de pequeños
icebergs
arrancados de la costa por lo que se vio obligado a desviarse hacia el Oeste. El bergantín encontró por fin un paso por el cual avanzó penosamente. A veces un témpano enorme paralizaba su marcha durante horas.

En esas latitudes las aves eran aún numerosas y atronaban con sus graznidos. Algunas focas, echadas sobre témpanos que iban derivando, levantaban su cabeza algo asustadas y movían su largo cuello al pasar el bergantín.

Después de seis días de lenta navegación, el primero de agosto se divisó por el lado del Norte la punta Belcher. Hatteras trepó a uno de los mástiles y allí estuvo varias horas. El mar libre, visto por Stewart el 30 de mayo de 1851, a los 76 grados 20' de latitud, no podía estar lejos y sin embargo Hatteras, por más que observaba ansiosamente hasta los últimos límites del horizonte, no percibió ningún indicio de mares polares libres de hielo, de manera que bajó taciturno.

—¿Usted cree en ese mar libre? —preguntó Shandon al teniente.

—Empiezo a dudar de su existencia —contestó Wall.

—¿No tenía yo razón cuando dije que ese descubrimiento era falso? Pero nadie me hizo caso.

—De ahora en adelante le creeré, Shandon.

—Sí —respondió éste— cuando ya sea demasiado tarde—. Y se metió en su camarote donde permanecía casi siempre encerrado.

Por la tarde, el viento se hizo favorable. Hatteras decidió navegar a vela y mandó apagar los hornos. Por algunos días la tripulación volvió a las penosas maniobras de orzar o virar o rizar velas para controlar la marcha del buque. Más de una semana se tardó en alcanzar la punta Barrow. En diez días no había hecho el
Forward
más que cincuenta kilómetros.

El viento cambió de nuevo al Norte y se volvió a poner la máquina en movimiento. Hatteras tenía aún esperanza de hallar un mar libre de obstáculos más allá del 77 grado paralelo, tal como lo vio Edward Belcher.

El 15 de agosto, el monte Percy se levantó en la niebla con sus cumbres cubiertas de nieves eternas. Un viento muy fuerte arrojaba una metralla de granizo. Al día siguiente el sol se puso por primera vez, terminando con la larga serie de días de veinticuatro horas. Los hombres se habían ya habituado a aquella claridad permanente, que era poco sensible para los animales. En efecto, los perros groenlandeses se echaban a la hora de costumbre y el mismo
Duck
dormía regularmente en las horas que debían ser de noche, como si reinaran las más impenetrables tinieblas.

Sin embargo, en las noches que siguieron al 15 de agosto, la oscuridad no fue nunca profunda. El sol aunque se escondía un rato, continuaba dando, por refracción, luz suficiente.

El doctor siguiendo los consejos de Johnson, se acostumbró a soportar el frío. Permanecía casi siempre sobre cubierta, desafiando al viento y a la nieve. Había enflaquecido algo, pero su constitución triunfaba sobre los rigores del clima. Además él, que esperaba mayores peligros, consideraba hasta con alegría los síntomas precursores del invierno.

—¿Ven —le dijo un día a Johnson— cuántas bandadas de pájaros emigran hacia el Sur? ¡Huyen dando graznidos que deben de ser adioses!

—Sí, doctor Clawbonny —respondió el contramaestre—. Algo les ha dicho que tenían que irse.

—Creo, Johnson, que hay entre nosotros más de dos que quisieran seguir ese camino.

—Son almas débiles, señor Clawbonny. ¡Qué diablos!, esos animales no tienen, como nosotros, provisiones ni víveres, y deben buscarlos en otra parte. Pero marinos como nosotros navegando en un buen buque deben ser capaces de ir al fin del mundo.

—¿Espera usted que Hatteras cumpla su proyecto?

—Lo hará, señor Clawbonny.

—Lo mismo creo Johnson, aunque no tenga para seguirle más que un solo compañero leal.

—¡Seremos dos!

—Sí, Johnson —dijo el doctor, estrechando la mano del valiente marinero.

El bergantín navegando alternadamente a vela y vapor, llegó a la bahía de Northumberland el 18 de agosto. Allí se vio completamente rodeado por el hielo.

Atacan los Hielos

Luego de ordenar que se anclara la nave, Hatteras bajó a su camarote a examinar sus mapas. Estaba en los 76 grados 57' de latitud y 89 grados 20' de longitud.

El capitán miró emocionado aquella parte de las cartas de marear, en que un ancho espacio blanco señala las regiones desconocidas. Su mirada se detuvo luego en el mar polar libre de hielos.

—¡Después de tantos testimonios —pensó— dejados por distintos navegantes no puede caber ninguna duda! ¡El mar existe y yo lo encontraré!

El capitán subió a cubierta. Una inmensa niebla rodeaba al
Forward
. Desde abajo apenas alcanzaban a versé los topes de los palos. Hatteras hizo bajar al vigía de su puesto para relevarlo él mismo. Quería aprovechar todos los momentos de claridad, para examinar el horizonte del Noroeste.

Entonces Shandon no se contuvo y dijo al teniente:

—¡Y bien, Wall! ¿Divisa usted el mar libre?

—Tiene razón, Shandon —respondió Wall—, y ya no nos queda carbón más que para seis semanas.

—El doctor —respondió Shandon irónicamente— hará algún invento para calentarnos sin combustible. He oído decir que se hace hielo con fuego; tal vez él nos haga fuego con hielo.

Al día siguiente, 20 de agosto, se vio a Hatteras pasear ansiosamente sus miradas por el horizonte. Después bajó sin hacer ningún comentario y dio orden de seguir adelante. Era fácil adivinar que su esperanza había sido frustrada.

El
Forward
reinició su incierta marcha. Se arriaron todos los aparejos porque ya no se podía contar con el viento variable que en medio de los tortuosos pasos hubiera resultado casi completamente inútil. Unas manchas blanquecinas se formaban en el mar en distintas direcciones; eran el primer indicio de una helada general muy próxima. Apenas caía la brisa, el mar se congelaba casi instantáneamente pero al levantarse de nuevo algún viento, el hielo recién formado se rompía.

Cuando el bergantín llegaba al fondo de un paso cerrado, debía arremeter a todo vapor contra el obstáculo y hundirlo. A veces parecía definitivamente detenido, pero un movimiento inesperado de los hielos le abría un nuevo paso. Durante esas detenciones el vapor que escapaba por la válvula, se condensaba en el aire frío, y caía sobre cubierta convertido en nieve. Otra causa suspendía también la marcha: los hielos solían atascarse en las paletas de la hélice y tenían una dureza tal, que no podían romperlos los esfuerzos de la máquina. Entonces era necesario contener el vapor y enviar algunos marinos a desatascar la hélice.

Así pasaron trece días, durante los cuales el
Forward
se arrastró penosamente por el estrecho de Penny.

La tripulación murmuraba pero obedecía. Comprendía que volver atrás era ya imposible. La marcha al Norte ofrecía menos peligros que la retirada al Sur y era ya preciso pensar en la invernada.

Los marineros hablaban de esta nueva situación y un día la abordaron con el mismo Ricardo Shandon, al que ya contaban entre los suyos.

—¿Dice usted, señor Shandon —le preguntó Gripper— que no podemos retroceder?

—Ya es tarde para hacerlo —respondió Shandon.

—Entonces —repuso el marinero— ¿no debemos pensar más que en la invernada?

—¡Es nuestro único recurso! No me han querido creer…

—De ahora en adelante —respondió Pen, que había vuelto a su servicio— le creeremos.

—Da lo mismo. Yo no seré el jefe… —replicó Shandon.

—¿Quién sabe? —dijo Pen—. Hatteras está en libertad de ir donde le dé la gana, pero nadie está obligado a seguirlo.

—No hay más —dijo Gripper— que recordar los resultados de su primer viaje al mar de Baffin.

—¡Y el viaje del
Farewell
—dijo Clifton—, que bajo su mando se perdió en los mares de Spitzberg!

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