Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
—¿A quién le diste el equipaje?
—A nadie.
—¡Pero, niño, te lo van a robar!
—No, donde lo escondí no lo creo —dije.
—¿Cómo es que desayunaste tan temprano en el barco?
Aquello se estaba poniendo dificil, pero respondí.
—El capitán me vio levantado y pensó que más valía que comiese algo antes de desembarcar, así que me llevó a las camaretas de arriba, donde comen los oficiales, y me dio todo lo que quería.
Me estaba poniendo tan nervioso que no estaba atento. Pensaba todo el tiempo en los niños; quería llevármelos a sacarles algo de información para averiguar quién era yo. Pero no había forma. La señora Phelps no hacía más que hablar. Al cabo de un rato me dieron escalofríos por todo el cuerpo porque dijo:
—Pero aquí estamos venga de hablar y todavía no me has dicho nada de mi hermana ni de los demás. Ahora pararé de darle a la lengua y te toca a ti; cuéntamelo todo, dime cómo están todos hasta el último de ellos, cómo les va y lo que hacen y lo que te han dicho que me digas y todo lo que recuerdes.
Bueno, comprendí que estaba en un auténtico apuro. La Providencia me había apoyado hasta ese momento, pero ahora me tocaba arreglármelas como pudiera. Vi que no valía de nada tratar de empezar: tenía que confesar la verdad. Así que me dije: «Ahora tengo que arriesgarme otra vez a decir la verdad». Abrí la boca para empezar a hablar, pero ella me agarró, me escondió detrás de la cama, y va y dice:
—¡Aquí llega!, agacha más la cabeza; bueno, así está bien, ahora no te puede ver. Que no note que estás aquí. Quiero gastarle una broma. Niños, no digáis ni una palabra.
Vi que me estaba metiendo en otra buena pero no valía de nada preocuparse; no había nada que hacer más que quedarme callado y tratar de escapar cuando estallara la tormenta.
Apenas pude ver al viejo cuando entró porque después me lo tapó la cama. La señora Phelps dio un salto y preguntó:
—¿Ha llegado?
—No —respondió su marido.
—¡Santo cielo! —dijo ella—, ¿qué puede haberle pasado?
—No me lo puedo imaginar —dijo el anciano—, y debo confesar que no me siento nada tranquilo.
—¡Tranquilo! —dijo ella— ¡Yo estoy a punto de volverme loca! Tiene que haber llegado, lo que pasa es que no lo has visto por el camino. Estoy segura de que ha sido eso. Algo me lo dice.
—Pero, Sally, es imposible que no lo haya visto, y lo sabes.
—Pero, ay Dios mío, Dios mío, ¿qué dirá mi hermana? Tiene que haber llegado. Tiene que ser que no lo has visto. Tiene...
—Bueno, no me preocupes más de lo que ya estoy. No sé cómo demonio entenderlo. Ya no se qué pensar y no me importa reconocer que estoy asustadísimo. Pero no es posible que haya llegado porque no podría llegar sin que lo hubiera visto yo. Sally, esto es horrible, sencillamente horrible... ¡Seguro que le ha pasado algo al barco!
—¡Mira, Silas! ¡Mira allí! ¡Por el camino! ¿No viene alguien?
Él saltó a la ventana junto a la cabecera de la cama y le dio a la señora Phelps la oportunidad que buscaba ella. Se inclinó a los pies de la cama y me dio un tirón para hacerme salir; y cuando su marido se volvió de la ventana allí estaba ella, toda sonriente y radiante como un sol, y yo a su lado, calladito y sudoroso. El anciano me contempla y dice:
—Pero, ¿quién es ése?
—¿Quién te crees que es?
—No tengo ni idea. ¿Quién es?
—¡Es Tom Sawyer!
¡Os juro que casi me caigo al suelo! Pero no tuve tiempo de cambiar de táctica; el viejo me agarró de la mano y me la estrechó una y otra vez, y todo el tiempo la mujer bailaba en torno a nosotros riéndose y llorando; después se pusieron los dos a preguntarme montones de cosas acerca de Sid y de Mary y del resto de la tribu.
Pero si ellos se alegraron, aquello no era nada en comparación conmigo, porque era como volver a nacer. Me alegré montones de enterarme de quién era. Bueno, se me quedaron pegados dos horas, y por fin, cuando tenía la lengua tan cansada que casi no podía ni moverla, les había dicho ya más cosas de mi familia (quiero decir de la familia Sawyer) de las que hubieran podido ocurrir a seis familias Sawyer juntas. Y les expliqué todos los detalles de cómo se había reventado la cabeza de un cilindro en la desembocadura del río Blanco y nos había llevado tres días arreglarlo. Lo cual estaba muy bien y funcionó estupendamente, porque ellos no sabían si hacían falta tres días para arreglarlo. Si les hubiera dicho que habíamos reventado un perno les habría dado igual.
Ahora yo me sentía muy tranquilo por una parte y muy intranquilo por la otra. El ser Tom Sawyer me resultaba fácil y cómodo y lo siguió siendo hasta que al cabo de un rato oí que bajaba por el río un barco de vapor. Entonces me dije: «¿Y si viene Tom Sawyer en ese barco? ¿Y si llega en cualquier momento y me llama por mi nombre antes de que pueda hacerle un guiño para que no diga nada?»
Bueno, no podía dejar que pasara, porque lo fastidiaría todo. Tenía que ir al camino y pararlo a tiempo. Así que le dije a aquellos dos que iría al pueblo a buscar mi equipaje. El anciano quería venir conmigo, pero le dije que no, que podía conducir yo mismo el caballo y que prefería que no se molestara por mí.
A
SÍ QUE ME PUSE
en marcha hacia el pueblo con la carreta, y cuando estaba a mitad de camino vi que venía otra carreta, y efectivamente era Tom Sawyer, así que me paré y esperé hasta que llegó. Le dije: «¡Frena!», y se paró a mi lado, abrió una boca de a palmo, y así se quedó; tragó saliva dos o tres veces, igual que un cura cuando se le seca la garganta, y después dijo:
—Yo nunca te hice nada malo. Y tú lo sabes. Así que, ¿por qué has vuelto a perseguirme?
Le respondí:
—No he vuelto... Nunca me fui.
Cuando oyó mi voz se tranquilizó algo, pero todavía no estaba convencido del todo. Dijo:
—No me hagas nada malo, porque yo no te lo haría a ti. ¿Me juras que no eres un fantasma?
—Te lo juro —respondí.
—Bueno... Yo... Bueno, claro que debería bastar con eso, pero la verdad es que no entiendo nada. Mira, ¿es que nunca te asesinaron?
—No. Nunca me asesinaron... Fue un truco mío. Acércate a tocarme si no me crees.
Eso fue lo que hizo, y se quedó convencido, y se puso tan contento de volver a verme que no sabía que hacer. Quería enterarse de todo inmediatamente, porque era una gran aventura misteriosa, de manera que era lo que le gustaba. Pero yo le dije que dejara todo aquello para más tarde y le dije a su cochero que esperase, y nos apartamos algo y le conté el problema que tenía y le pregunté qué le parecía mejor hacer. Dijo que se lo dejara pensar un momento y no le dijera nada. Así que se quedó pensando y pensando, y al cabo de un momento va y dice:
—Está bien; ya lo tengo. Pon mi baúl en tu carreta y di que es el tuyo; y vuelve despacito, para llegar a la casa hacia la hora calculada; yo voy a deshacer un poco de camino para volver a empezar y llegar un cuarto de hora o media hora después que tú, y al principio no tienes que decir que me conoces.
Respondí:
—Muy bien, pero espera un momento. Queda algo más: algo que no sabe nadie más que yo, y es que ahí hay un negro que quiero robar para liberarlo, y se llama Jim; el Jim de la vieja señorita Watson.
Y él va y dice:
—¡Cómo! pero si Jim ya...
Se paró y siguió pensándolo, y luego voy yo y digo:
—Ya sé lo que vas a decir. Vas a decir que es un asunto sucio y ruin, pero, ¿qué me importa a mí? Yo soy ruin y voy a robarlo y quiero que te quedes callado y no digas nada. ¿Quieres?
Se le iluminó la mirada y dijo:
—¡Te voy a ayudar a robarlo!
Me quedé como de piedra, como si me hubieran pegado un tiro. Aquello era lo más asombroso que había oído en mi vida, y tengo que decir que Tom Sawyer decayó mucho en mi estima. Sólo que no podía creérmelo. ¡Tom convertido en un ladrón de negros!
—¡Bueno, vamos! —dije—. Estás de broma.
—De broma, nada.
—Bueno, pues —dije yo—, bromas o no, si oyes decir algo de un negro fugitivo no olvides que tú no sabes nada de él y yo tampoco.
Entonces él sacó su baúl y lo puso en mi carreta, y se marchó por su camino y yo por el mío. Pero, naturalmente, se me olvidó que tenía que ir despacio de lo contento y lo lleno de ideas que estaba, así que llegué a casa demasiado temprano para un viaje tan largo. El viejo estaba en la puerta y dice:
—¡Hombre, qué maravilla! ¡Quién habría pensado que esa yegua era capaz de correr tanto! Ojalá le hubiéramos tomado el tiempo. Y no ha sudado ni una gota, ni un gota. Es una maravilla. Hombre, ahora no aceptaría ni cien dólares por esa yegua, de verdad que no, y sin embargo antes la habría vendido por quince y me habría quedado tan contento.
No dijo nada más. Era la persona más inocente y más buena que he visto en mi vida. Pero no era de sorprender, porque no sólo era agricultor, sino también predicador, y tenía una iglesita de troncos en la trasera de la plantación que había construido él de su propio bolsillo para que sirviera de iglesia y de escuela, y nunca cobraba nada por predicar, y la verdad era que lo hacía muy bien. Allá en el Sur había muchos agricultores—predicadores, como él, que también hacían lo mismo.
Al cabo de una media hora apareció la carreta de Tom en la puerta principal y la tía Sally la vio por la ventana, porque sólo estaba a unas cincuenta yardas, y dijo:
—¡Vaya, ha venido alguien! ¿Quién será? Pues parece que es un desconocido. Jimmy —que era uno de sus hijos—, ve corriendo a decirle a Lize que ponga otro plato para la comida.
Todo el mundo echó a correr a la puerta principal porque, naturalmente, no llegan desconocidos todos los años, así que resultan más interesantes que la fiebre amarilla. Tom ya había cruzado la puerta e iba hacia la casa; la carreta se volvía hacia el pueblo y todos estábamos amontonados a la entrada. Tom llevaba la ropa comprada en la tienda y tenía un público, que era lo que más le gustaba en el mundo a Tom Sawyer. En circunstancias así no le resultaba nada difícil darse todos los aires que hiciera falta. No era un chico para llegar manso como una oveja; no, llegaba con calma y con aires de importancia, como un carnero. Cuando llegó delante de nosotros se quitó el sombrero muy elegante y muy fino, como si fuera la tapadera de una caja dentro de la que hubiera mariposas durmiendo y no quisiera molestarlas, y va y dice:
—¿El señor Archibald Nichols, supongo?
—No, muchacho —dijo el anciano—. Siento decirte que tu conductor te ha engañado; la casa de Nichols está unas tres millas más allá. Pasa, pasa.
Tom echó una mirada por encima del hombro y dice:
—Demasiado tarde, ya no se ve.
—Sí, se ha ido, hijo mío, y debes entrar y comer con nosotros, y después engancharemos la yegua y te llevamos a casa de Nichols.
—Ah, no puedo causarles tanta molestia; ni pensarlo. Iré a pie... No me importa la distancia.
—Pero no te vamos a dejar que vayas a pie; eso no sería la hospitalidad del Sur. Pasa sin más.
—Sí, por favor —dijo la tía Sally—; no es ninguna molestia. Debes quedarte. Son tres millas largas y hay mucho polvo; no podemos dejar que vayas a pie. Y, además ya les he dicho que pongan otro plato cuando te vi llegar, así que no debes desilusionarnos. Pasa adentro, que estás en tu casa.
Así que Tom les dio las gracias con mucha animación y cortesía y se dejó persuadir; una vez dentro dijo que era de Hicksville, Ohio, y que se llamaba William Thompson, e hizo otra reverencia.
Bueno, no dejó de hablar y de hablar y de hablar inventándose cosas de Hicksville y de toda clase de gente que se le iba ocurriendo, y yo me iba poniendo nervioso y preguntándome cómo me iba a ayudar aquello a salir del apuro; por fin, mientras seguía hablando, se levantó y le dio a tía Sally un beso en plena boca y después volvió a sentarse en su silla tan tranquilo e iba a seguir hablando; pero la tía Sally dio un salto, se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:
—¡Atrevido, maleducado!
Él pareció dolerse, y va y dice:
—Me sorprende, señora.
—Te sorpre... Pero, ¿quién te crees que soy? Me dan buenas ganas de agarrar y... Pero, ¿qué es eso de darme un beso?
Él pareció encogerse, y dijo:
—No era con mala intención, señora. No quería disgustarla, yo ... yo... Creí que le gustaría.
—¡Menudo idiota! —agarró el huso de la rueca y pareció que iba a darle un golpe con él—. ¿Por qué iba a gustarme?
—Bueno, no sé. Es que... Es que... Me dijeron que así sería.
—Te dijeron que así sería. Pues el que te lo dijera es otro lunático. Nunca he oído nada igual. ¿Quiénes te lo dijeron?
—Bueno, todo el mundo. Eso fue lo que dijeron, señora.
Ella apenas podía aguantarse, echaba fuego por los ojos y movía los dedos como si quisiera arañarlo, y dijo:
—¿Quién es todo el mundo? Dame sus nombres o habrá un idiota menos en este mundo.
Tom se levantó, con aire apurado, dándole vueltas al sombrero, y dijo:
—Lo siento, y no me lo esperaba. Me lo dijeron. Me lo dijeron todos. Todos me dijeron «dale un beso», y dijeron que le gustaría. Lo dijeron todos, hasta el último, pero lo siento, señora, y no volveré a hacerlo. De verdad que no.
—¿Conque no volverás a hacerlo, verdad? ¡Hombre, te lo aseguro!
—No, lo digo de verdad; no volveré a hacerlo jamás hasta que me lo pida usted.
—¡Hasta que te lo pida yo! ¡Bueno, no he oído cosa igual en toda mi vida! Te aseguro que vas a ser el Matusalén más tonto de la creación antes de que yo te pida nada semejante. .. Ni a ti ni a nadie como tú.
—Bueno —dice Tom—, me sorprende muchísimo. No sé por qué, pero no lo entiendo. Dijeron que le gustaría y yo también lo creí. Pero... —se calló y miró lentamente a un lado y a otro, como si quisiera encontrar una mirada amistosa en alguna parte, y por fin se detuvo en el anciano y le preguntó—: ¿No creía usted, caballero, que le gustaría que la besara?
—Pues no; yo... yo... creo que no.
Entonces siguió mirando hasta que se detuvo en mí y preguntó:
—Tom, ¿no creías tú que la tía Sally abriría los brazos y diría: «Sid Sawyer...»?
—¡Dios mío! —dijo ella, interrumpiéndole y dando un salto hacia él—, criatura insolente, mira que engañarla a una así... —e iba a darle un abrazo pero él la apartó y dijo:
—No, primero me lo tiene que pedir.
Así que ella no perdió el tiempo, sino que se lo pidió y lo llenó de abrazos y de besos una y otra vez, y después se lo pasó al viejo, que hizo lo propio. Y cuando volvieron a tranquilizarse un poco dijo ella: