Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
—No tengo ni idea. Se quedaron sentados con ella toda la noche, dijo la señorita Mary Jane, y no creen que dure muchas horas.
—¡Quién iba a pensarlo! ¿Qué le pasa?
No se me ocurrió nada razonable que decir inmediatamente, así que contesté:
—Tiene paperas.
—¡Paperas tu abuela! La gente no se queda a acompañar a las personas con paperas.
—¿Conque no, eh? Pues apuesto a que sí cuando son paperas como las suyas. Estas paperas son diferentes. Son de un tipo nuevo, me dijo la señorita Mary Jane.
—¿Qué tipo nuevo?
—Mezcladas con otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—Bueno, sarampión, tos ferina, erisipela y consunción y la inciricia y fiebre cerebral y no sé qué más.
—¡Dios mío! ¿Y a eso lo llaman paperas?
—Es lo que dijo la señorita Mary Jane.
—Bueno, y, ¿por qué diablo lo llaman paperas?
—Bueno, porque son las paperas. Empieza por ahí.
—Bueno, pues no tiene sentido. Alguien podría pin charse en el pie, infectarse, caerse por un pozo y romperse el cuello y que se le salieran los sesos y entonces vendría un imbécil a decir que se había muerto porque se había cortado en un pie. ¿Tendría sentido eso? No, y esto tampoco tiene sentido. ¿Es contagioso?
—¿Que si es contagioso? Qué cosas decís. ¿Se puede uno enganchar con un rastrillo en la oscuridad? Si no le pega uno en un diente le pega en el otro, ¿no? Y no se puede uno quitar el diente sin arrastrar todo el rastrillo, ¿no? Bueno, pues las paperas de este tipo son como una especie de rastrillo, como si dijéramos, y no un rastrillito de juguete, sino que cuando te quedas con él te quedas enganchado de verdad.
—Bueno, pues me parece horrible —dijo la del labio leporino—; voy a ver al tío Harvey y...
—Ah, sí —dije—. Es lo que haría yo. Naturalmente que sí. No perdería ni un momento.
—Bueno, ¿por qué no?
—No tienes más que pensarlo un minuto y a lo mejor lo entiendes. ¿No están vuestros tíos obligados a volver a Inglaterra lo antes que puedan? ¿Y creéis que van a ser lo bastante mezquinos como para marcharse y dejaros que hagáis todo ese viaje solas? Sabéis que os esperarán. Muy bien. Vuestro tío Harvey es predicador, ¿no? Muy bien, entonces. ¿Va un predicador a engañar a un empleado de la línea de barcos? ¿Va a engañar al sobrecargo de un barco? ¿Para conseguir que dejen embarcar a la señorita Mary Jane? Sabéis perfectamente que no. ¿Entonces qué va a hacer? Pues dirá: «Es una pena, pero las cosas de mi iglesia tendrán que arreglárselas como puedan, porque mi sobrina ha estado expuesta a esas horribles paperas pluribusunum, de manera que tengo la obligación de quedarme aquí esperando los tres meses que hacen falta para ver si le han contagiado». Pero no importa, si creéis que es mejor decírselo a vuestro tío Harvey...
—Eso, y quedarnos aquí haciendo el tonto cuando podríamos estar divirtiéndonos en Inglaterra mientras esperábamos si a Mary Jane le habían dado o no. Qué tonterías dices.
—Bueno, en todo caso, a lo mejor tendríais que decírselo a alguno de los vecinos.
—Mira ahora lo que dice. Eres lo más estúpido que he visto. ¿No entiendes que ellos lo contarían todo? Lo único que hay que hacer es no decírselo a nadie.
—Bueno, a lo mejor tienes razón... Sí, creo que tienes razón.
—Pero creo que de todas formas tendríamos que decirle al tío Harvey que se ha ido un tiempo para que no se intranquilice por ella.
—Sí, la señorita Mary Jane quería que se lo dijerais. Me ha dicho: «Decidle que saluden al tío Harvey y al tío William de mi parte y que les den un beso y les digan que he ido al otro lado del río a ver al señor... Al señor... » ¿Cómo se llama esa familia tan rica a la que estimaba tanto vuestro tío Peter?... Me refiero a la que...
—Hombre, debes referirte a los Apthorp, ¿no?
—Naturalmente, malditos nombres, no sé por qué pero la mitad del tiempo se me olvidan. Sí, me encargó que dijerais que ha ido a ver a los Apthorp para decirles que estén seguros de que vienen a la subasta y de que compran esta casa, porque sabe que su tío Peter preferiría que la tuvieran ellos mejor que nadie, y que va a quedarse con ellos hasta que digan que van a venir, y después, si no está demasiado cansada, volverá a casa, y si está cansada volverá por la mañana de todas formas. Me encargó que no dijese nada de los Proctor, y que no hablase más que de los Apthorp, lo cual es perfectamente verdad, porque va a ir allí a hablar de la compra de la casa; lo sé porque me lo dijo ella misma.
—Muy bien —dijeron, y se marcharon a buscar a sus tíos y a darles los saludos y los besos y contarles el recado.
Ahora todo estaba en orden. Las chicas no dirían nada porque querían ir a Inglaterra, y el rey y el duque preferirían que Mary Jane se hubiera ido a trabajar para que saliera bien la subasta y no estuviera al alcance del doctor Robinson. Yo me sentía estupendo, y calculaba que lo había hecho muy bien... Calculaba que ni el mismo Tom Sawyer lo podría haber hecho mejor. Naturalmente, él lo habría hecho con más estilo, pero eso a mí no me sale fácil, porque no me he educado de esa forma.
Bueno, organizaron la subasta en la plaza pública, hacia media tarde, y duró y duró; y allí estaba el viejo, con sus aires de santurrón, justo al lado del subastador, citando de vez en cuando algo de las Escrituras o algún dicho piadoso, y el duque iba de un lado a otro haciendo «gu—gu» para que todo el mundo sintiera compasión, y sonriéndoles a todos.
Pero poco a poco fueron acabándose las cosas y vendiéndose todas, salvo unas pocas que quedaban en el cementerio. Entonces se pusieron a tratar de vender aquello; en mi vida he visto ni siquiera una jirafa como el rey, tan dispuesta a tragárselo todo. Y cuando estaban en ésas atracó un barco de vapor y unos dos minutos después llegó un grupo pegando gritos y chillidos, riéndose y armando jaleo y gritando:
—¡Aquí llega la oposición! Ahora tenemos dos grupos de herederos de Peter Wilks: ¡Pasen, paguen y vean!
T
RAÍAN A UN CABALLERO
anciano de muy buen aspecto y a otro más joven también de buen aspecto, con el brazo derecho en cabestrillo. ¡Dios mío, cómo gritaba y reía aquella gente, sin parar un momento! Pero yo no le veía la gracia y supuse que al duque y al rey también les costaría trabajo verla. Me daba la sensación de que se iban a poner pálidos. Pero no, ellos no palidecieron. El duque no dejó ver que sospechaba lo que pasaba, sino que siguió haciendo «gu-gu» a la gente, feliz y contento, como un cántaro del que se vierte la leche, y en cuanto al rey, no hizo más que mirar con pena a los recién llegados, como si le doliese el estómago sólo de pensar que podía haber en el mundo gente con tan poca vergüenza. ¡Ah!, lo hizo admirablemente. Muchos de los personajes del pueblo fueron junto al rey para demostrarle que estaban de su parte. El viejo caballero que acababa de llegar parecía muerto de confusión. En seguida empezó a hablar y vi inmediatamente que tenían un acento igual que el de un inglés, no al estilo del rey, aunque el rey hacía muy bien las imitaciones. No sé escribir exactamente lo que dijo el anciano, ni puedo imitarlo, pero se volvió hacia la gente y va y dice algo así:
—Ésta es una sorpresa que no me esperaba, y reconozco con toda sinceridad que no estoy muy bien preparado para reaccionar a ella y responder, pues mi hermano y yo hemos sufrido algunas desgracias; él se ha roto el brazo y anoche dejaron nuestro equipaje en un pueblo más arriba por equivocación. Soy Harvey, el hermano de Peter Wilks, y éste, su hermano William, que es sordomudo, y ahora ni siquiera puede hablar mucho por señas, dado que sólo tiene una mano libre. Somos quienes decimos que somos, y dentro de un día o dos, cuando llegue el equipaje, podré demostrarlo. Pero hasta entonces no voy a decir más, sino que me voy al hotel a esperar.
Así que él y el nuevo mudo se pusieron en marcha, y el rey se echa a reír y suelta:
—Conque se ha roto el brazo, vaya, justo a tiempo, ¿no? Y muy cómodo para un mentiroso que tiene que hablar por señas y que no se las ha aprendido. ¡Han perdido su equipaje! ¡Ésa sí que es buena! Y resulta muy ingenioso, en estas circunstancias.
Así que volvió a reírse, igual que todo el mundo, salvo tres o cuatro, o quizá media docena. Uno de ellos era el médico, otro un caballero de aspecto astuto, con una bolsa de tela de esas anticuadas, hecha de tejido para alfombra, que acababa de desembarcar del barco de vapor y que hablaba con el médico en voz baja, mientras miraban al rey de vez en cuando y hacían gestos con la cabeza: era Levi Bell, el abogado que había ido a Louisville, y otro era un tipo alto y robusto que se había acercado a oír lo que decía el anciano y que ahora escuchaba al rey. Y cuando terminó el rey, el tipo robusto va y dice:
—Oiga, una cosa: si es usted Harvey Wilks, ¿cuándo llegó usted al pueblo?
—El día antes del funeral, amigo mío —dice el rey.
—Pero, ¿a qué hora?
—Por la tarde, una hora o dos antes del anochecer.
—¿Cómo Legó?
—Vine en el
Susan
Powell
desde Cincinnati.
—Entonces, ¿cómo es que estaba usted aquella mañana en la Punta, en una canoa?
—Aquella mañana yo no estaba en la Punta.
—Miente.
Unos cuantos se le echaron encima y le dijeron que no hablara así a un viejo que además era predicador.
—De predicador, nada; es un mentiroso y un estafador. Aquella mañana estaba en la Punta. Yo vivo allí, ¿no? Bueno pues allí estaba yo y allí estaba él, y yo lo vi. Llegó en una canoa, con Tim Collins y un muchacho.
El médico va y dice:
—¿Reconocería usted al muchacho si volviera a verlo, Hines?
—Calculo que sí, pero no lo sé. Vaya, ahí está. Lo reconozco perfectamente.
Y me señaló. El médico dice:
—Vecinos, no sé si estos nuevos son dos mentirosos o no, pero si no lo son, es que yo soy idiota, es lo que digo. Creo que tenemos que impedir que se vayan de aquí hasta que lo hayamos aclarado todo. Vamos, Hines; venid todos vosotros. Vamos a llevar a estos tipos a la taberna a enfrentarlos con los otros dos y seguro que antes de terminar habremos averiguado algo.
A la gente le encantó aquello, aunque quizá no a los amigos del rey; así que nos pusimos en marcha. Era hacia el atardecer. El médico me llevó de la mano y estuvo muy amable, pero nunca me soltó.
Entramos todos en una gran habitación del hotel y encendieron unas velas e hicieron venir a los dos nuevos. Primero el médico dice:
—No quiero ser demasiado duro con estos dos hombres, pero yo creo que son unos estafadores y quizá tengan cómplices de los que no sabemos nada. En tal caso, ¿no se escaparán los cómplices con el saco de oro que dejó Peter Wilks? No sería raro. Si estos hombres no son estafadores, no se opondrán a que vayamos a buscar el dinero y lo guardemos hasta que demuestren que no lo son; ¿no os parece?
Todo el mundo estuvo de acuerdo. Así que pensé que desde el primer momento habían metido a nuestra banda en un apuro bien serio. Pero el rey no hizo más que poner cara de pena y decir:
—Caballeros, ojalá estuviera ahí el dinero, pues yo no soy de los que ponen obstáculos a una investigación justa, abierta y a fondo de este triste asunto; pero, por desgracia, el dinero no está; pueden enviar a buscarlo, si quieren.
—¿Dónde está, pues?
—Bueno, cuando mi sobrina me lo dio para que se lo guardara, lo escondí en el colchón de mi cama, porque no quería llevarlo al banco sólo para unos días y pensé que la cama sería un lugar seguro, pues no estamos acostumbrados a los negros y supuse que eran honestos, igual que los criados ingleses. Los negros lo robaron ala mañana siguiente, cuando yo bajé, y cuando los vendí todavía no me había dado cuenta de que faltaba, así que se fueron con él. Aquí mi criado se lo puede confirmar, caballeros.
El médico y varios dijeron «¡vaya!», y vi que nadie se lo creía del todo. Un hombre me preguntó si había visto a los negros robarlo. Dije que no, pero que los había visto salir a escondidas de la habitación y marcharse y que nunca había pensado nada malo, porque creí que se habían asustado de haber despertado a mi amo y trataban de marcharse antes de que él los reprendiera. No me preguntaron nada más. Entonces el médico se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Tú también eres inglés?
Dije que sí y él y otros se echaron a reír y dijeron: «¡Bobadas!»
Bueno, entonces siguieron con la investigación general, que continuó con sus altibajos, hora tras hora, y nadie dijo ni palabra de cenar, parecía que ni siquiera se acordaban de ello, así que siguieron y siguieron y resultó de lo más complicado. Hicieron que el rey contara su versión, y después que el anciano contara la suya, y cualquiera que no hubiera sido una mula llena de prejuicios habría visto que el caballero anciano decía la verdad y el otro mentiras. Y luego me obligaron a contar lo que yo sabía. El rey me miró de reojo y me di cuenta de qué era lo que me convenía decir. Empecé a hablar de Sheffield y de cómo vivíamos allí y de todos los Wilks que había en Inglaterra, y todo eso; pero no había dicho gran cosa cuando el médico se echó a reír y después Levi Bell, el abogado, va y dice:
—Siéntate, muchacho; yo que tú no me cansaría. Calculo que no estás acostumbrado a mentir y no te resulta fácil; te falta práctica. Lo haces bastante mal.
Aquel cumplido no me agradó mucho, pero en todo caso celebré que me dejaran en paz.
El médico empezó a decir algo y luego se da la vuelta y dice:
—Si hubieras estado en el pueblo desde el principio, Levi Bell...
El rey interrumpió, alargó la mano y dijo:
—Pero, ¿éste es el viejo amigo de mi pobre hermano que en paz descanse, del que me decía tantas cosas en sus cartas?
El abogado y él se dieron la mano y el abogado sonrió con aire satisfecho y estuvieron charlando un rato y después se apartaron a un lado y hablaron en voz baja, y por fin el abogado habla en voz alta y dice:
—Así se arreglarán las cosas. Hacemos el pedido y lo enviamos, junto con el de su hermano, y así verán que todo está en orden.
Así que trajeron un papel y una pluma, y el rey se sentó, hizo la cabeza a un lado, se mordió la lengua y garrapateó algo; después le pasaron la pluma al duque, y por primera vez puso cara de apuro. Pero tomó la pluma y escribió. Entonces el abogado se vuelve al anciano recién llegado y le dice:
—Usted y su hermano escriban, por favor, una línea o dos y firmen con su nombre.