Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (85 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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No la volvió a ver.

Todavía recordaba los nombres de los dos chicos: Paul y Simon.

Al cabo de unos días, Caillebotte le invitó al Met
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, a la inauguración de una exposición sobre la fundación Barnes. Habrá un montón de impresionistas, le dijo, mientras los ojos se le salían de las órbitas. Gary pasó a recogerle a Brooks Brothers, a la hora de cerrar. Hacía buen tiempo, las nubes dibujaban puntos suspensivos en el cielo, los deportistas daban vueltas como locos aplicados y las ardillas se ocupaban de sus asuntos. Atravesaron el parque conversando. Caillebotte no se estaba quieto, daba saltitos hacia la izquierda, daba saltitos a la derecha, se emocionaba, Gary quebró su entusiasmo declarando que el caillebotte también era un queso, originario del sudoeste de Francia. Caillebotte le fulminó con la mirada. ¿Cómo podía comparar a su pintor favorito con un queso de oveja? Torció la boca con una mueca de asco. Parecía ofendido.

Gary se disculpó, hacía bueno y estaba de un humor chistoso. Se había dejado llevar por las ganas de bromear. ¡Menuda amistad!, dijo entonces Caillebotte dándole su entrada y precisando que sus caminos se separaban. Gary pensó que era mejor así. Caillebotte empezaba a irritarle. Esa devoción febril por un solo pintor le volvía claustrofóbico.

Entró en el Met silbando. Estaba solo, era libre, el pelo se le había secado sin enredarse, el cuello de su camisa no se doblaba hacia arriba, la vida era bella, pero ¿qué estaría haciendo Hortense en ese momento?

Delante de un hermoso Matisse,
La mesa de mármol rosa
, conoció a una chica extraña. Primero vio la espalda; tenía el pelo largo recogido en una cola de caballo; sintió unas ganas tremendas de morderle la nuca. Tenía un cuello largo, suave y flexible, una forma especial de inclinarlo, de estirarlo como la antena de un coleóptero. Parecía un saltamontes peludo. Estaba fascinado. La siguió de cuadro en cuadro sin abandonar su nuca. Se llamaba Ann. Se acercó a ella. Le habló de Francia y del museo de Orsay. Recurrió a sus recuerdos para impresionarla. ¿Sabías que Henri Émile Benoît Matisse nació el 31 de diciembre de 1869 en Cateau-Cambrésis? Es terrible nacer un 31 de diciembre, te añaden de por vida un año entero que no has vivido. ¡Qué injusticia!

Ella se rio. Él pensó que había ganado. ¿Sabías también que, a los veinte años, cuando Matisse estudiaba derecho...?

—Como yo —dijo ella—. Estudio derecho en Columbia, estoy escribiendo una tesis sobre la Constitución de los Estados Unidos.

—Pues bien..., a los veinte años, tuvo un ataque de apendicitis, tuvieron que operarle y estuvo una semana en cama. Su madre, para distraerle, en aquella época no había televisión, le regaló una caja de lápices de colores y empezó a garabatear. Abandonó los estudios de derecho y se marchó a estudiar Bellas Artes en París...

—Yo dibujo muy mal —contestó—, así que continuaré con mis estudios...

Estudiaba derecho y preparaba su bar exam. La invitó a cenar. Ella lo rechazó, tenía que estudiar. La acompañó hasta el campus de Columbia en la calle 116. Dejaba escapar, cuando levantaba el brazo, un olor a vainilla picante que le embriagaba. Se volvieron a ver. Ella llevaba zapatillas Converse de todos los colores y pequeños top a juego. Se acostaba temprano, no bebía alcohol, era vegetariana y le enloquecía el tofu. Lo comía dulce, salado, con confitura de arándanos o con setas negras. Le contaba la historia de los Estados Unidos y de la Constitución. Él esperaba a que ella recuperase el aliento para besarla.

Un día, le confesó que era virgen y que sólo se entregaría a su marido. Formaba parte de un movimiento
No sex before marriage
. Somos muchos los que practicamos la castidad, es un valor hermoso, ¿sabes?

Él consideró que aquello planteaba un problema.

Seguía gustándole su cuello largo de coleóptero inquieto, sus grandes ojos borrosos. Aunque a veces los observaba como elementos independientes... Hubiese querido arrancarlos y pegarlos en un cuaderno. A ella no le gustó demasiado esa broma.

Una noche en la que la había invitado a oír el nocturno de Chopin en mi bemol mayor, que él escuchaba con los ojos cerrados e imponiendo silencio, habiéndola prevenido de que se fijara especialmente en la mano derecha que tocaba el piano como una voz que se eleva, ligera, y la base de la mano izquierda, tan poderosa, ella interrumpió a Chopin para precisar que en 1787 había trece estados confederados y tres millones de americanos. Es muy poco si lo comparamos con los países europeos, por ejemplo...

Ultrajado, él decidió no volver a verla.

Decididamente, pensó, Glenn Gould tenía razón cuando afirmaba «no conozco la proporción exacta, pero siempre he pensado que por cada hora pasada en compañía de seres humanos, eran necesarias x horas pasadas solo. Ignoro el valor de esa x, dos horas y siete octavos o siete horas y dos octavos, pero es una cantidad considerable».

Él iba a dejar de perder un tiempo considerable.

* * *

Joséphine abrió la ventana del salón y se instaló en el balcón. La noche era luminosa, alumbrada por una luna que parecía sonreír con una gran sonrisa de chica feliz. La luna sonríe a menudo mirando a la tierra. Se podría pensar que se está burlando, si no mostrara esa dulce bondad tranquilizadora.

Necesitaba mirar las estrellas, hablar con su padre. Ese mismo día había leído un artículo sobre Patti Smith en
Le Monde
. Había retenido esta frase de Pasolini, citada por la cantante, «no es que los muertos no hablen, es que hemos perdido la costumbre de escucharles». Patti Smith se paseaba por los cementerios y hablaba con los muertos. Joséphine había soltado el periódico y había pensado que había perdido la costumbre de hablar con su padre.

Esa misma noche cogió su edredón y fue a sentarse en el balcón, seguida de Du Guesclin que no se separaba un palmo de ella. Allá donde iba, la seguía. Esperaba detrás de la puerta del servicio, de la del cuarto de baño, y si ella se desplazaba para abrir o cerrar una ventana, encender o apagar la radio, rectificar el pliegue de una cortina, limpiar el interior de la nevera, la acompañaba. Debía de tener miedo de que le abandonara y se aplicaba en seguir sus pasos.

—¿Sabes qué, perrito? Te estás volviendo un poco pesado...

Él la miró con tanto amor que se arrepintió de haberle llamado pesado y le rascó las orejas. Él gimió, ella se excusó, había olvidado su otitis. La inflamación pasaba de un oído a otro y no dejaba de cuidarle, de limpiarle el pabellón irritado, de echarle gotas, de cogerle en brazos para que no se moviese y las gotas penetrasen.

En el cielo negro brillaba un millar de estrellas que relucían como si estuvieran hablando entre ellas. Eso provocaba un ruido de luces ensordecedor. Localizó la Osa Mayor, se concentró sobre la última estrellita al final de la cola y llamó a su padre.

Había que esperar un rato a que respondiese.

Y lo hacía enviando breves destellos.

Le dio las gracias por haberle enviado la libreta negra del Jovencito.

—He comprendido algo... Algo importante... ¿Recuerdas ese día en la playa de las Landas? ¿Ese día en el que me abrazaste y me estrechaste con mucha fuerza, llamando a Henriette criminal? He comprendido que, ese día, salí del agua yo sola. Yo sola, papá... Nadie me ayudó a alcanzar la orilla... Y, después, me he pasado la vida saliendo de aguas embravecidas sola. Pero no lo sabía... ¿Te das cuenta? No daba ninguna importancia a lo que hacía... Así que no podía felicitarme, consolarme, tener confianza en mí...

Creyó ver que la última estrellita se encendía y se apagaba. Destellos largos y breves, como si le hablara en morse.

—Ahora tengo menos miedo... ¿Recuerdas el miedo que sentía cuando me encontré con Hortense y Zoé en el piso de Courbevoie, sin dinero, sin marido, sin la menor idea de lo que iba a pasarme?
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Ya no tenía ganas de leer, ni de escribir, ni de estudiar... Me dejaba arrastrar por la vida, por la gente que me maltrataba, por las facturas pendientes. ¿Recuerdas cómo me dirigía a ti, por las noches, en el balcón de Courbevoie, al acecho de una señal, de una respuesta, y recuerdas que tú me hablabas, que me infundías valor? Era un diálogo entre tú y yo... Nunca se lo conté a nadie. Hubiesen pensado que estaba loca...

Le pareció que la estrellita había dejado de parpadear y brillaba de forma continua. Eso la llenó de valor:

—Ahora estoy mejor, papá..., mucho mejor... He dejado de dar vueltas, de dudar, de compararme con Iris, de sentirme inútil. He encontrado una idea. Una idea para un libro. Y está escribiéndose dentro de mí. Yo lo alimento, lo riego, recojo todo lo que encuentro en la vida, todos los ínfimos detalles que nadie ve, que nadie quiere, y los vierto en el libro...

Du Guesclin oyó una alarma de coche en la calle y ladró.

Joséphine sacó un brazo fuera del calor reconfortante del edredón, lo sujetó por el collar y lo llamó al orden.

—¡Vas a despertar a todo el mundo!

Él se calló, miró fijamente un punto en la noche, erguido sobre las patas, dispuesto a saltar al cuello del enemigo.

Joséphine levantó la mirada hacia la noche negra. Un velo blanco y liso se deslizaba sobre el cielo formando una larga capa de seda que atenuaba el brillo de las estrellas.

—Me sienta bien tener un proyecto. Por las noches, cuando me acuesto, me digo que he hecho algo, he utilizado mi inteligencia, mi ciencia para el trabajo. He encontrado una historia... La del Jovencito y Cary Grant, sobre lo que nos da la vida en sus inicios y sobre lo que hacemos de ella en el curso de los años. El valor obstinado de Archibald Leach para convertirse en Cary Grant y las dudas del Jovencito. No sé cómo lo voy a conseguir, pero lo intentaré... Eso me hace feliz. ¿Me entiendes?

Ella sabía que él la comprendía aunque no estaba segura de que la estrella siguiera parpadeando. Él estaba a su lado. La envolvía con sus brazos, apoyaba la mejilla contra la suya.

Y preguntó en voz baja:

—¿Y Philippe? ¿Qué papel tiene en todo esto?

—Philippe... Pienso en él, ¿sabes?

—Y...

—Te diré lo que voy a hacer y tú sólo tienes que parpadear un poco, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Sentía una extraña emoción al hablarle así. Cuando murió, una noche de 13 de julio mientras los fuegos artificiales y los bailes populares estallaban por toda Francia, en todos los pueblecitos de Francia, ella tenía apenas diez años. Los dos llevaban dentro el recuerdo de aquella tarde en la playa de las Landas, pero nunca hablaban de ello. Habrían tenido que pronunciar frases terribles. Frases que acusan, que levantan lodo, que manchan a los protagonistas. Así que callaban. Él la cogía de la mano, la llevaba, caminaban juntos, mudos. Él había perdido la costumbre de hablar, se le había hecho un nudo en la lengua.

La muerte había deshecho ese nudo.

Inspiró profundamente y exclamó:

—Voy a ir a Londres... Sin decirle nada. Una noche, como una sombra, iré a rondar cerca de su casa. Será una hermosa noche de una oscuridad azul, el salón estará iluminado, él estará sentado leyendo, hablando o riendo, le imagino feliz...

—Y después...

—Recogeré piedrecitas pasando la mano a través de la verja del parque y las lanzaré contra la ventana... Suavemente, un ruido de lluvia de verano... Él abrirá la ventana, se inclinará hacia la oscuridad para ver quién es lo bastante loco para lanzar piedrecitas sobre sus hermosas ventanas iluminadas.

Orientó la cara hacia la noche y representó la escena.

Él abre la ventana y se inclina hacia la calle. No hay nadie en la acera. Gira la cabeza a izquierda y derecha, duda. Están las farolas, su pálido halo luminoso, las macetas de flores, en las que se mezclan helechos y geranios, balanceándose suavemente, formando vacilantes manchas de color.

Escruta la oscuridad. Se dispone a cerrar los dos batientes cuando oye una vocecita:

—Philippe...

Se inclina, escudriña de nuevo, pero esta vez poniendo mucha atención, registrando todas las sombras, todas las manchas negras; sus ojos desmenuzan los arbustos y los árboles, la verja negra que rodea el parquecito, el espacio entre los coches aparcados a lo largo de las aceras. Atisba una silueta en la noche. Un impermeable blanco, una mujer. Una mujer a la que cree reconocer... Parpadea, piensa no es posible, ella está en París, no responde a mis cartas, a las flores que le envío y pregunta:

—¿Eres tú, Joséphine?

Ella se sube el cuello del impermeable blanco, lo cierra con las dos manos. Tiembla al haber oído su voz. Tiene las manos frías, está nerviosa. Le da vergüenza estar esperándole en la calle. Insistir como una mujer que se impone. Después la vergüenza se desvanece. Un escalofrío de júbilo le obliga a apretar los dientes, pero consigue sonreír y lanza en un suspiro:

—Sí.

—¿Joséphine? ¿Eres tú?

Él no da crédito. Ha esperado demasiado para pensar que está ahí. Ha aprendido a ser paciente, humilde, despreocupado, ha aprendido a quitarse tantas cosas de encima..., se dice que no es posible, quiere volver a cerrar la ventana, pero se inclina más para escuchar la oscuridad.

—Soy yo —repite ella ajustándose el cuello del impermeable.

Él piensa que no está soñando. O que se ha vuelto loco. En ese instante, sólo depende de él ser un hombre razonable, un hombre que vuelve a cerrar la ventana y regresa a su sitio en el salón iluminado encogiéndose de hombros. Un hombre que no cree que una mujer pueda esperar en plena noche y lanzar piedrecitas contra los cristales para decirle que ha cruzado el canal de la Mancha para volver a verle.

Se da la vuelta. Ve a Becca y a Alexandre en una esquina del salón, están viendo la televisión. Dottie se ha marchado por la tarde, ha dejado una nota sobre la cómoda de la habitación. Ha encontrado un nuevo trabajo, vuelve a vivir en su casa. Le agradece haberla alojado. Le hubiera gustado quedarse, pero ése no era su sitio, lo sabe. Lo ha comprendido. Una nota melancólica, pero una nota diciendo que se va. Él no siente tristeza al leer esas palabras. Siente alivio. Agradece que se haya marchado sin montar una escena ni derramar lágrimas.

Hace un último intento, el intento de un hombre insensato que cree en las apariciones que lanzan piedras, y se dirige nuevamente a la noche negra, a la acera donde quizás no hay nadie.

—Has venido...

—Aquí estoy...

—¿Tú? ¿Eres tú de verdad?

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