Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (80 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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»También leí un comentario de Tony Curtis. "Se aprende más viendo a Cary Grant beber una taza de café que en seis meses en un curso de teatro...".

»¿Qué he aprendido yo de él?

»¿Qué he aprendido yo de él?».

Eran las últimas páginas de la libreta negra. Joséphine la cerró y pensó que ella había aprendido mucho con Cary Grant.

Zoé estaba encerrada en su habitación con Emma, Pauline y Noémie. Estaban preparando la exposición oral de Diderot que ella debía presentar al día siguiente ante la clase y la señora Choquart.

No quería quedar mal. Quería mucho a la señora Choquart.

Tumbada en su cama, pensaba en Diderot.

Y en Gaétan.

¡Gaétan! Desde que se sinceraron, construían un amor perfecto. Ella hacía una lista de «Quiero..., no quiero». Era un juego. Cuanto más larga era la lista, más tenía la impresión de que su amor era grande, fuerte, eterno. No quiero que nuestro amor disminuya. Quiero que esté siempre al principio, esas canciones que resuenan en la cabeza, el corazón que se sale del pecho, la vida en rosa, de verdad. No quiero cansarme. Quiero amarle el mayor tiempo posible. No quiero altibajos. Quiero seguir a cien mil metros de altitud.
Twist and shout, come on, come on, baby now
. Quiero ser la imagen del amor, del amor verdadero, como Johnny Depp y Vanessa Paradis
in love
por la vida.

Sus amigas garabateaban sobre sus fichas de lectura.

Habían elegido Diderot como tema para su exposición oral, para destacar su anticonformismo y su lengua mordaz.

Creo que siento adoración por Diderot, pensaba Zoé releyendo sus notas. Carga contra todos. Carga contra Lully, Marivaux, dice cosas terribles de Racine como ser humano, «bribón, traidor, ambicioso, envidioso, malvado». Sí, pero añade... «... dentro de mil años provocará lágrimas; será la admiración de los hombres en todos los rincones del mundo. Inspirará la humanidad, la conmiseración, la ternura; preguntarán quién era, de qué país, y envidiarán a Francia. Hizo sufrir a algunos seres que ya no están, los cuales nos interesan apenas. Sin duda habría sido mejor que hubiese recibido de la naturaleza las virtudes de un hombre de bien junto a los talentos de un gran hombre. Es un árbol que ha secado a algunos otros plantados a su alrededor; que ha asfixiado plantas que crecían a sus pies; pero que ha erigido su copa hasta las nubes; sus ramas se extendieron a lo lejos; su sombra abrigó a los que vinieron y vendrán a reposar en torno a su majestuoso tronco; produjo frutos de gusto exquisito y que se renuevan sin cesar»
[74]
.

Le gustaba el verbo de Diderot. Le gustaba el uso del punto y coma en Diderot.

—¿Empezamos por los
Salones
? —preguntó Emma.

—Sí... ¿Fragonard?

—Y yo enseño una reproducción cuando hable Pauline...

—«Es una enorme y hermosa tortilla de niños —leyó Pauline—, los hay a cientos, todos entrelazados unos con otros. El resultado es plano, amarillento, de tinte idéntico, monótono y aspecto algodonoso. Las nubes repartidas entre ellos también son amarillentas y terminan de dar exactitud a la composición. El señor Fragonard es diabólicamente soso. Bonita tortilla, bien mullida, bien amarilla y nada quemada». Malvado, ¿no? —concluyó Pauline, que tenía un fondo bueno y detestaba criticar.

—Debió de quedarse hecho polvo Fragonard.

—Me parece que me voy a comprar todos los tomos de los Salones porque adoro cada palabra, cada frase, me gustaría que no terminase nunca, ¡y no termina nunca porque es un libro enorme! —exclamó Zoé.

—¡Anda que tú y tus libros! —se rio Emma—. Parece que nunca tengas bastantes...

—Zoé no sabe qué es la moderación —dijo Noémie encendiendo un cigarrillo.

—¡En mi habitación no! —exclamó Zoé—. ¡Mamá no quiere que fume!

—Abriremos la ventana del todo...

—Entonces ¿puedo liarme uno? —preguntó Emma.

Zoé no respondió. Sola contra tres, no podía oponerse.

Gaétan le había prometido un correo largo para esta noche...

Diderot, Gaétan, un correo largo... Era la chica más feliz del mundo.

Cuando sus amigas se marcharon, abrió la ventana de par en par, se cambió de blusa, se miró en el espejo y le gustó lo que vio. Era buena señal. Un día, nos miramos en el espejo cantando con un cepillo y contoneándonos, y al día siguiente nos echamos un vistazo y nos sentimos como una uva pasa.

Fue a sentarse delante del ordenador y abrió el correo.

El de Gaétan era el primero...

Para las cosas serias, él prefería escribir que hablar. Decía que hablar era difícil. Que eso significaba estar frente al otro, que te está mirando mientras lo sueltas todo. En cambio, escribiendo podía uno imaginarse solo, hablando consigo mismo, sin nadie que te escuche.

Él también tenía exámenes de fin de curso.

Esa mañana había hecho el de geografía.

«No me ha ido demasiado bien, pero no importa. La geografía no es lo mío. He hecho lo que he podido, he estudiado, ¡no sirve de nada quejarse! Ahora sé que soy capaz de trabajar mucho y eso me gusta. ¿Qué más se puede pedir? Soy capaz de aprobar, ¿no? ¿Te cuento lo demás? Pues claro que te lo cuento. Esta mañana me he levantado y mamá ya estaba de pie; y me ha dicho que quería hablar conmigo antes de que me fuera. Y entonces me ha dicho cosas que me han dejado sin habla. Cosas que nunca me había dicho, que me cambian, que... Guau. Ella me mira, se estaba tomando su café, me dice que ya no quiere que me preocupe por ella, que está bien, que me quiere y que quiere que yo sea feliz y que, precisamente, no puede ser feliz si yo no lo soy. Y eso es guay. Es como si me hubiese liberado. Y que mamá me cuente eso es guay, tipo superguay, no sé. No puedo explicarlo, es como si pudiese crecer de verdad. Es atómico. Por supuesto, eso no impide que siga flipando con mamá. Pero no de la misma forma, no como si ella dependiese de mí... Aunque yo sé que depende de mí. Porque Charles-Henri se lo monta él solito y se marcha, y Domitille también. La mandan a un internado el curso que viene... Está decidido. Ella dice que no piensa ir, que se fugará las veces que haga falta, pero bueno, está decidido. Entonces, sólo quedaremos mamá y yo. Y aunque ella dice que puede seguir adelante sola, yo sé que siempre me necesitará... No puede arreglárselas sola, ella no lo sabe, pero yo sí lo sé. No soy sólo responsable de mi vida. Si dejo a mamá, está acabada.

»O sea que quiero que volvamos a París. No quiero seguir aquí con los abuelos detrás y todo el pueblo mirándote cuando haces alguna tontería. No tienen otra cosa que hacer, la gente de aquí, aparte de chismorrear cosas sobre los demás... No hacen más que criticar cuando alguien se pasa de la raya. Y nosotros nos pasamos bastante de la raya... Y dime, Zoé, es normal hacer estupideces, ¿no? Incluso cuando eres un adulto, como mamá... Así que nos vamos los dos. Vamos a volver a París. No sé muy bien dónde iremos porque mamá no tiene mucho dinero. Dice que está dispuesta a trabajar de dependienta en una tienda, que tiene la preparación necesaria, que podría vender, por ejemplo, bisutería o relojes. Le gustan mucho los relojes. Creo que la tranquilizan. El mecanismo de los relojes, quiero decir... Así que va a buscar trabajo de vendedora de relojes y viviremos los dos en un piso pequeño. Y así podremos vernos y seré feliz...».

El corazón de Zoé dio un vuelco. ¡Iba a venir a París!
Twist and shout, come on, come on!
Le vería todos los días. Podrían vivir en su casa. En la habitación de Hortense... O en el despacho de mamá cuando Hortense estuviese aquí. Hortense no venía muy a menudo. Su vida estaba en Londres. O en otro lado. A menudo repetía que París se había terminado para ella...

Tendría que hablar con su madre.

Y le dijo que no.

Un no categórico.

Un no que Zoé no había oído nunca en boca de su madre.

—Ni hablar, Zoé.

—Pero el piso es demasiado grande para nosotras dos...

—Ni hablar —repitió Joséphine.

—Pero si lo hiciste con la señora Barthillet y Max
[75]
...

—Eso fue hace mucho tiempo... He cambiado.

—¡Te has vuelto egoísta!

—No. Escúchame bien, Zoé... Tengo un libro que está creciendo en mi cabeza. Unas ganas de escribir que se van concretando día a día y necesito espacio, silencio, vacío, soledad...

—¡Ellos no ocuparán espacio! No molestarán nada. Su madre quiere trabajar y él irá al instituto conmigo... ¡Oh, mamá! ¡Di que sí!

—No, no y no... ¡Esos tiempos se acabaron!

—Y entonces ¿dónde irán? —preguntó Zoé con la cara llena de lágrimas.

—No lo sé y no es mi problema. No quiero sacrificar este libro... Es importante para mí, cariño. Muy importante... ¿Lo entiendes?

Zoé movió la cabeza. No lo entendía.

—Pero aun así podrías escribir...

—Zoé... Tú no sabes. No sabes lo que quiere decir «escribir». Quiere decir poner en ello todas tus fuerzas, todo tu tiempo, toda tu atención en una sola cosa. Pensar en ello todo el rato. No ser interrumpida, ni un segundo, por cualquier otra cosa... No es sentirse inspirada de pronto y escribir unas notas sobre un papel, quiere decir trabajar, trabajar, trabajar, sembrar ideas, esperar a que crezcan y recolectarlas cuando están listas. No antes, para no arrancarlas de raíz, ni después porque estarán resecas. Significa estar al acecho, obsesionada, maniaca... Es imposible vivir para los demás.

—¿Y yo, qué?

—Tú formas parte de esta aventura. Pero los demás no, Zoé, los demás no...

—Hay que vivir sola, entonces, cuando escribes, completamente sola...

—Sería lo ideal, eso seguro. Pero yo te tengo a ti, te quiero más que a nada en el mundo, ese amor me llena de alegría, de fuerza, ese amor forma parte de mí. A ti puedo hablarte, tú oyes, tú comprendes, tú sabes escuchar... Pero los demás no, Zoé, los demás no...

—Entonces —dijo Zoé agachando la cabeza y tragándose las lágrimas—, ¿vas a escribir de verdad la historia del Jovencito?

Joséphine la cogió en sus brazos y susurró sí, voy a escribirla, la voy a escribir.

—¿Y ahora sabes quién es el Jovencito? —preguntó Zoé, con el mentón apoyado en el hombro de su madre.

Y Joséphine susurró sí, lo sé.

Iría a verle, hablaría con él, le pediría autorización para contar su historia. Le explicaría cómo, gracias a Cary Grant y a la libreta negra, ella había salido de la niebla, le describiría las aguas furiosas de las Landas, Henriette y Lucien Plissonnier, la cesta de picnic sobre la playa, Iris, la sombrilla, las ganas de crecer, las ganas de convertirse en otro, en alguien que caminase derecho, que hubiese encontrado su lugar detrás de la niebla.

Y después llamaría a Serrurier, y le diría...

Que tenía una idea, mejor que una idea...

El principio de un libro. Un libro entero que estaba construyéndose en su cabeza. Que se montaba pieza a pieza.

De hecho, había encontrado la primera frase...

No la diría.

Se la guardaría para ella. Para que las palabras conservasen toda su fuerza, para que no se evaporasen...

«Escribir como nadie con las palabras de todo el mundo»
[76]
.

Las palabras que vamos a escribir no hay que decirlas, tienen que seguir siendo nuevas. Cuando se leen, tienen que dar la impresión de que es la primera vez que alguien se sirve de ellas, que nadie ha escrito palabras así en un papel...

QUINTA PARTE

Shirley dejó el enchufe sobre el mostrador y preguntó el precio.

Era el último que quedaba en el estante. No tenía etiqueta ni código de barras. El embalaje era viejo y tenía los cantos doblados. Parecía casi un artículo de segunda mano.

El hombre, detrás del mostrador, llevaba una camiseta negra con una cabeza de lobo enseñando los dientes. Se tomó su tiempo, miró atentamente a la mujer que tenía enfrente, fijó la mirada en su bolso, su reloj, los dos brillantitos de las orejas, la chaqueta de piel y dijo:

—Quince libras...

—¡Quince libras por un enchufe! —exclamó Shirley.

Repitió: quince libras.

No había el menor brillo en sus ojos. Él tenía un enchufe, él fijaba el precio; si no le convenía, podía marcharse. Shirley se fijó en su vientre inflado, ceñido bajo la camiseta con la cabeza de lobo. Parecía que estaba embarazado de un barril de cerveza.

—¿Tiene usted un catálogo para que verifique el precio?

—Quince libras...

—¡Quiero hablar con el dueño!

—Yo soy el dueño...

—¡Lo que es, es un estafador!

—Quince libras...

Shirley cogió el enchufe en la mano, lo tiró al aire varias veces, lo volvió a dejar sobre el mostrador y se dio la vuelta.

—¡Que te den por culo, gilipollas!

¡Quince libras!, resopló bajando por Regent Street.

Quince libras después de haberme observado y haberse dicho a ésta la voy a desplumar. ¿Por quién me toma? ¿Por una turista despistada que quiere enchufar el secador o el ordenador? ¡Soy inglesa, vivo en Londres, conozco los precios y que le jodan! Si necesito un adaptador ¡es porque no puedo enchufar el rizador de pelo que mi amiga francesa me regaló estas Navidades! El rizador cuesta treinta euros, ¡no necesita un adaptador de quince libras! Andaba dando grandes zancadas, tenía ganas de arañar a todos los hombres que, según le parecía a ella, caminaban con una arrogancia de machos todopoderosos. No soportaba nada que fuese todopoderoso. No soportaba las órdenes que caen en forma de apremios sobre la cabeza del pobre siervo.

Ese hombre la había tratado como a una pobre sierva.

Hervía de cólera, se convertía en lava ardiente, amenazaba con hacer estallar el cráter y destruirlo todo a su paso.

El volcán de la cólera había despertado esa misma mañana...

Había pasado por el despacho de su fundación Fight the Fat y había leído un informe que probaba, apoyándose en cifras, que ciertos alimentos para bebés llevaban más azúcar, grasa y sal que la comida basura para adultos. Cebaban a los lactantes para poder hacerles tragar, más adelante, todas las porquerías que les ofrecían. Había empezado a soltar improperios.

Estaba roja de rabia. Un rojo furioso. Un rojo cegador.

—¿Qué hacemos? —había gritado a Betty, su ayudante y secretaria.

—Redactamos la lista de esos alimentos y la colgamos en nuestra página web con un enlace para las demás páginas de consumidores —había respondido Betty, que no perdía nunca los nervios y a menudo encontraba soluciones—. La información se difundirá, les señalarán con el dedo y les pondrán en la lista negra.

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