Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (24 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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»Si supiera que hay una chica, la hija de unos amigos de mis padres, que tengo "reservada" desde hace mucho tiempo, se habría extrañado. Es pelirroja, flaca y tiene las manos blandas. Se llama Geneviève. Cada vez que viene con sus padres, la ponen a mi lado en la mesa y no sé qué decirle. Tiene bigote encima del labio. Los padres nos miran diciendo es normal, son tímidos, y a mí me dan ganas de tirar la servilleta y esconderme en mi habitación. Tiene mi edad, pero lo mismo podría tener el doble. No me inspira nada en absoluto. No merece el calificativo de novia.

»Él está enamorado de una actriz que se llama Dyan Cannon. Me ha enseñado su foto. A mí me parece demasiado maquillada, con demasiado pelo, demasiadas cejas, demasiados dientes y demasiado todo... Me pidió mi opinión y yo le dije sólo que quizás, para mi gusto, llevaba demasiada base de maquillaje y él me dijo que estaba de acuerdo. Discute con ella para que sea más natural. Él odia el maquillaje, siempre está moreno y afirma que ése es el mejor maquillaje del mundo. Parece ser que ella va a venir a París en Navidad. Tienen previsto pasarla con Audrey Hepburn y su marido, Mel Ferrer, en la gran mansión que tienen en las afueras, al oeste de París. Audrey Hepburn es muy puntillosa con sus vestidos. Tiene tres idénticos de cada modelo por si acaso... y la viste un modisto francés. Siempre...».

La luz se apagó y dejó a Joséphine en la oscuridad. Se levantó, buscó a tientas el interruptor, acabó encontrándolo y dejó la linterna encendida para la próxima vez. Se sentó poniendo mucha atención en no resbalar con alguna piel.

«Se preocupa del más mínimo detalle. Lo mira todo con lupa, los trajes —incluso los de los figurantes—, los decorados, los diálogos y los hace rehacer o reescribir cuando no está de acuerdo. Eso le cuesta una fortuna a la productora y oigo a gente que murmura diciendo que no sería tan exigente si fuese él quien pagase, dando a entender que es un tacaño... No es tacaño. Me ha regalado una camisa muy bonita de Charvet, porque creía que la mía tenía el cuello demasiado pequeño. La llevo a todas horas. La lavo yo mismo a mano con jabón. Mis padres dicen que no es conveniente aceptar regalos de un extraño, que la película me está llenando de pájaros la cabeza y que ya sería hora de concentrarme en los estudios... Estoy aprendiendo inglés, les digo, el inglés me servirá toda la vida. Ellos contestan que no ven en qué podría servirme para estudiar en la Politécnica.

»No quiero estudiar en la Politécnica.

»No quiero casarme. No quiero tener hijos.

»Quiero ser...

»Todavía no lo sé...

»Está obsesionado con su cuello. Encarga todas las camisas a medida con un cuello muy alto para esconder el suyo, porque piensa que es demasiado grueso... Sus trajes están hechos en Londres y, cuando los recibe, coge un metro y verifica que todas las medidas sean correctas.

»Me contó que durante sus primeras pruebas delante de una cámara para un gran estudio de cine —me he olvidado del nombre, ¡ah, sí!, la Paramount...— le habían rechazado por culpa de su cuello y de sus piernas arqueadas. ¡Y opinaron que tenía demasiados mofletes! ¡Qué vergüenza! Fue justo antes del crac de 1929. Los teatros de Nueva York fueron cerrando uno tras otro y él se encontró en la calle. ¡Obligado a trabajar de hombre-anuncio, subido a unos zancos y con un cartel en la espalda que anunciaba un restaurante chino! Y por las noches, para ganar dinero, hacía de
escort boy
. Acompañaba a fiestas a mujeres y a hombres solos. Fue así como aprendió a ser elegante...

»Mientras vivió en Nueva York, conoció la pobreza y la soledad. Su vida cambió a los veintiocho años, cuando se fue a Hollywood. Pero hasta entonces, me dijo sonriendo, fueron tiempos duros para mí... Diez años de trabajillos, de rechazos, de no saber dónde iba a dormir, cómo iba a comer. Tú no sabes lo que es eso, ¿eh,
my boy
? Yo sentí un poco de vergüenza de mi vida, tan ordenada, tan organizada.

»Poco a poco, lo sabré todo de su vida...

»Sigue llamándome
my boy
y me gusta mucho...

»Estoy bastante sorprendido de que se interese por mí. Dice que le gusto. Que soy distinto de los chicos americanos. Me pide que le cuente cosas de mi familia. Dice que en la vida, a menudo la gente se casa con gente que se parece a sus padres y que eso hay que evitarlo porque la historia se repite y no tiene fin.

»15 de diciembre.

»Me habla mucho de sus primeros años en Nueva York, cuando se moría de hambre y no tenía amigos.

»Un día, conoce a un amigo con quien se sincera. El amigo, que se llamaba Fred, le lleva al piso más alto de un rascacielos. Era un día lluvioso y frío y no se veía a más de diez metros. Fred le dice que seguramente hay un paisaje magnífico detrás de la niebla y que por el hecho de no verlo no deja de existir. La fe en la vida, añade, es creer que existe y que hay un lugar para ti detrás de la niebla. En este momento piensas que eres muy pequeño, insignificante, pero en alguna parte, detrás de todo ese gris, tienes un lugar reservado donde serás feliz... Así que no juzgues tu vida por lo que eres hoy, júzgala pensando en ese lugar que acabarás ocupando si lo buscas de verdad, sin hacer trampas...

»Me dijo que recordara bien eso.

»Me pregunté cómo se haría. Debía de hacer falta mucha voluntad e imaginación. Y confianza en uno mismo. Rechazarlo todo hasta que uno encuentra su lugar. Pero eso es peligroso... Si me admiten en la Politécnica, ¿tendré el valor de no ir y de contarles a mis padres la historia del lugar detrás de la niebla? No estoy seguro. Me gustaría mucho tener ese coraje...

»Lo de él es distinto. No tuvo elección...

»A los nueve años perdió a su madre... Adoraba a su madre. Es una historia increíble. Me ha dicho que me la contaría más adelante. Que una tarde me invitaría a tomar una copa en su suite, en el hotel. ¡Entonces sí que empecé a marearme! Me imaginé solo con él y sentí mucho miedo. Mucho, mucho miedo... Allí, cuando nos vemos, hay mucha gente a nuestro alrededor, nunca estamos frente a frente y es él el que habla todo el rato.

»Me he dado cuenta de que tenía muchas ganas de estar a solas con él. Incluso creo que podría sentarme en una esquina simplemente para mirarlo. Es tan guapo..., no tiene ni un defecto. Me pregunto cómo se llama lo que siento por él. Nunca había sentido esto. Ese calor que inunda mi cuerpo y que me da ganas de estar con él a todas horas. No dejo de pensar en él. Ya no logro concentrarme en mi trabajo, en absoluto.

»Parece muy sorprendido cuando le explico que tengo mucho trabajo con los estudios. Dice que no está seguro de que eso sirva para algo. Que él lo aprendió todo sobre la marcha, que no estudió. Era un golfillo de Bristol, en Inglaterra, sin ningún control. Hacía un montón de travesuras. A los catorce años se unió a una especie de circo ambulante cuyas giras le llevaron a América y, cuando la troupe volvió, él prefirió quedarse en Nueva York. ¡Con dieciocho años! Solo y sin dinero. No tenía nada que perder...

»Lo había dejado todo: su país natal, Inglaterra, su familia... No pertenecía a nada ni a nadie. Tuvo que inventarse todo partiendo de cero. ¡Y así fue como inventó a Cary Grant! Porque, al principio, me dijo, Cary Grant no existía... Su verdadero nombre, de hecho, es Archibald Leach. Es curioso porque no tiene cara de llamarse Archibald.

»El otro día le dije que quería ser como él y respondió ¡todo el mundo quiere ser Cary Grant, incluso yo! No me pareció que estuviera presumiendo, parecía más bien como si tuviese algún problema con el personaje que había creado... Creo que en algún momento me convertí en el personaje que interpretaba en la pantalla. Yo he acabado por convertirme en "él". O él ha acabado convirtiéndose en mí. Y no sé muy bien quién soy.

»Eso me dejó perplejo. Me dije que es difícil convertirse en alguien. Difícil saber quién eres.

»Cuando pienso que se va a marchar me entran ganas de morirme. ¿Y si le siguiera?

»¿Qué les diría a mis padres? Papá, mamá, estoy enamorado de un hombre de cincuenta y ocho años, un actor de cine americano... Se desmayarían. Y el resto de la familia también. Porque es eso, así lo creo, me estoy enamorando... Aunque ésa no es la palabra exacta. ¿Se puede uno enamorar de un hombre? Yo sé que eso existe, pero... Al mismo tiempo, creo que si se acercara demasiado, saldría huyendo.

»No quiero casarme, no quiero tener hijos, no quiero estudiar en la Politécnica, eso lo sé..., pero del resto, no sé nada.

»Si me pide que me vaya con él, le seguiré».

La luz se apagó de nuevo y Joséphine se levantó para encenderla. El interruptor estaba pegajoso y el olor acre de la basura le provocó una mueca de asco. Pero tenía ganas de seguir leyendo...

«Estoy deseando conocer la historia de su madre. Parece que eso le afectó mucho. Repite todo el rato que desconfía de las mujeres por culpa de lo que pasó con su madre. Parece ser que se lo contó a Hitchcock y éste lo utilizó en una película llamada
Encadenados
, con Ingrid Bergman. En un diálogo con Ingrid Bergman, el personaje que interpreta él dice siempre he tenido miedo de las mujeres, pero lo estoy superando...

»Y es cierto,
my boy
, es cierto, pero le he dedicado mucho tiempo. Dice que hay que trabajar mucho las relaciones con la gente, no repetir siempre los mismos esquemas. Yo,
my boy
, por culpa de la historia de mi madre, siempre he estado más a gusto con los hombres. Me sentía seguro con ellos. Prefería vivir con hombres que con una mujer.

»Eso sí que es una confidencia, me dije. Una confidencia de las que se hacen a un amigo. Y me sentí muy feliz al ver que confiaba en mí... Sentí unas ganas inmensas de hablar con alguien y se lo conté a Geneviève. No se lo conté todo, sólo algunas cosas como ésa. No pareció muy impresionada. Creo que está un poco celosa... ¡Y eso que no lo sabe todo!

»En el plató no tenemos mucho tiempo para hablar porque nos interrumpen continuamente, pero cuando vaya a tomar esa famosa copa a su hotel, le haré un montón de preguntas. Tiene el don de hacer sentir cómoda a la gente y me olvido completamente de que es un actor muy conocido. Una verdadera estrella...».

Y seguía igual, página tras página.

Joséphine saltó hasta el final para saber cómo terminaba esa historia.

Tenía la sensación de estar leyendo una novela.

La libreta terminaba con una carta que Cary Grant había escrito al que ella ya llamaba Jovencito y que éste había copiado. No tenía fecha. Había dejado de anotar las fechas. Sólo había escrito «última carta antes de dejar París».

«
My boy
, recuerda esto: tú eres el único responsable de tu vida. No debes echarle la culpa a nadie de tus errores. Nosotros somos los principales artífices de nuestra felicidad y a menudo somos también el principal obstáculo. Tú estás en el amanecer de tu vida, yo estoy en el crepúsculo de la mía, sólo puedo darte un consejo: escucha, escucha esa voz que hay dentro de ti antes de elegir tu camino... No dejes que nadie decida por ti. Nunca temas reivindicar lo que te dice el corazón.

»Eso será lo más duro para ti, porque piensas que no vales nada, que no puedes imaginar un futuro radiante, un futuro que lleve tu huella... Eres joven, no estás obligado a repetir el esquema de tus padres...

»
Love you, my boy
...».

¿Qué había hecho el Jovencito al final del rodaje?

¿Había seguido a Cary Grant?

¿Y por qué esta libreta negra llena de tantas esperanzas había acabado en la basura?

Joséphine se secó la frente con el dorso de la mano, dejó a un lado el diario íntimo y siguió buscando el cuaderno de Zoé.

Lo encontró en el último contenedor. En una bolsa de basura. Bajo un viejo jersey agujereado de Zoé, una bola de pelo de Du Guesclin, un calcetín desteñido y unos folios de archivador rotos. Iphigénie lo había tirado sin saberlo. Debió de coger el cuaderno con los folios de la mesa de Zoé.

Si hubiese empezado por el fondo del cuarto, lo habría encontrado enseguida, suspiró Joséphine rascándose la punta de la nariz. Sí pero... ¡jamás le hubiese echado mano a ese diario íntimo!

Cerró la puerta del cuartucho y subió a su casa. Limpió cuidadosamente el cuaderno negro de Zoé. Pasó una esponja sobre la cubierta y lo dejó a la vista sobre la mesa de la cocina. Guardó el diario en un cajón de su mesa.

Y se hundió en su cama.

A las siete de la mañana, pasaron los basureros y vaciaron los cuatro grandes contenedores del edificio.

* * *

Iphigénie torció la nariz e hizo una mueca horrible. Tenía cita para una entrevista de trabajo y un nudo en la garganta. Secretaria en la consulta de unos podólogos, una buena cosa. Ese tipo de médicos nunca estará en paro. La gente ya no sabe utilizar los pies. Caminan de través. ¡Menudo trabajo corregirlos! Lo han olvidado todo, desde la clavícula a la rótula. Ya no saben si son flores silvestres o articulaciones.

La última vez que se había presentado a una entrevista, fue antes de encontrar al hombre causante de su desgracia y cuyo nombre ni siquiera quería pronunciar, por miedo a que le volviera a traer mala suerte. La habían aceptado. Había trabajado seis años en la consulta de dos médicos nutricionistas y diabetólogos en el distrito diecinueve. Los había rebautizado como doctor Pin y doctor Pon por lo mucho que se parecían. De color beige, impolutos, ojitos marrones, cabellos lacios, desordenados, pero amables. Los había dejado cuando nació Clara. Demasiado trabajo, ninguna ayuda, demasiadas noches en blanco y un marido que le pegaba. Ya no sabía cómo explicar a los pacientes los cardenales y las heridas. El doctor Pin había dicho que lo sentía, pero que se veían obligados a prescindir de ella, el doctor Pon había añadido que todas esas marcas sospechosas causaban mala impresión. O fue el doctor Pon quien lo dijo primero..., ya no lo sabía. Había tenido que marcharse. El hombre cuyo nombre no quería pronunciar fue detenido al mes siguiente por haber agredido violentamente a un policía. Y desde entonces se pudría en la cárcel. ¡Se lo merecía! Ella había huido con sus dos hijos. Había encontrado un trabajo de portera en un barrio rico de París. Se felicitaba por ello a diario. Alojamiento, luz, calefacción, teléfono gratuito, cinco semanas de vacaciones, sin impuestos municipales, a cambio de cinco horas diarias de limpieza y de estar presente por las noches. Mil doscientos cincuenta y cuatro euros al mes a los que había que añadir las horas de limpieza y planchado en casas particulares. En resumen, la buena vida, proclamó en voz alta para obligar al aire a pasar por el nudo que tenía en la garganta. Los niños en buenos colegios, con buenas relaciones, bonitos cuadernos bien cuidados y profesoras que nunca hacen huelga. La riqueza tiene sus inconvenientes, pero hace la vida cotidiana escandalosamente fácil.

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