Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Y entonces, una nueva ola de angustia se lanzaba sobre ella y la aplastaba. Un clavo al rojo vivo se hundía en su pecho. No podía respirar. Se asfixiaba. Se frotaba los costados. Contaba, contaba para calmarse y recuperar el aliento. Uno, dos, tres, no lo conseguiré, siete, ocho, nueve, nunca lo conseguiré, soñé que lo conseguiría, me dormí en una tranquilidad ilusoria durante dos años..., doce, trece, catorce, soy un ratón de biblioteca, no una escritora. Un ratón que se gana el pan entre estantes grises cubiertos de libros y de polvo. Serrurier dijo que era escritora para empujarme a trabajar, pero ni él mismo se lo cree. Debe de soltarles el mismo discurso a todos los autores durante la misma comida en el mismo restaurante cuya carta conoce de memoria.
Se levantó.
Fue a beber un vaso de vino a la cocina. El miedo creaba un agujero tan grande que tuvo que apoyarse en el borde de la pila.
Le dijo a Du Guesclin que la contemplaba, inquieto, no lo conseguiré, ¿sabes?, si lo conseguí la primera vez fue porque Iris me empujó hacia delante. Ella tenía la fuerza de dos, ella no dudaba, no se levantaba por las noches para hacer sumas y restas, la echo de menos, Doug, la echo de menos...
Du Guesclin suspiró. Si le llamaba Doug, era que la cosa era grave. O intensa. E inclinó la cabeza a la derecha y a la izquierda para adivinar si se trataba de una gran felicidad o una gran desgracia. La miró fijamente con tanto desamparo, que ella se agachó, lo cogió entre sus brazos y rascó su enorme cabeza negra de valeroso caballero.
Se refugió en el balcón y contempló las estrellas. Dejó caer la cabeza, los brazos entre las piernas, pidió a las estrellas que le enviaran fuerza y paz. En cuanto al resto, ya me las arreglaré... Dadme el impulso, las ganas y me pondré en marcha, os lo prometo. Es tan angustioso estar sola a todas horas... Sola para poner en marcha la vida de cada día.
Recitó su oración a las estrellas, esa que tantas veces le había servido.
—Estrellas, por favor, haced que deje de estar sola, haced que deje de ser pobre, haced que deje de sentirme acosada, haced que deje de temblar de miedo... El miedo es mi peor enemigo, el miedo me corta las alas. Dadme la paz y la fuerza interiores, dadme al que espero en secreto y al que ya no puedo acercarme. Haced que nos volvamos a encontrar y no nos separemos nunca más. Porque el amor es la mayor de las riquezas y a esa riqueza no puedo renunciar...
Rezó en voz alta y extendió sobre el cielo estrellado el manto de sus inquietudes. El silencio, el aroma de la noche, el murmullo del viento en las ramas, todas esas impresiones recogidas por esa vieja costumbre envolvían sus palabras y calmaban la agitación de su espíritu. Los miedos se disiparon. Respiró de nuevo, el clavo ardiente mitigó su presión, aguzó el oído para escuchar el ruido de un taxi que se detiene y deja a un cliente, una puerta que se cierra, tacones de mujer que puntean la acera hasta entrar en el edificio, ¿vuelve a estas horas? ¿Está sola o se reúne con un marido dormido? La noche se vestía con los colores de una desconocida. Volvía a ser familiar. La noche dejaba de ser amenazante.
Pero esa noche, la paz no cayó del cielo.
Con los puños cerrados bajo el edredón, Joséphine repetía el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, suplicando al Cielo que lo hiciese aparecer. El cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, esas palabras le taladraban la cabeza, le producían migraña. Zoé y la cocina, Zoé y las especias, las salsas, los suflés que suben y bajan, las claras a punto de nieve, el chocolate que se funde, la yema de huevo que se dora, las manzanas que pelan las dos, la masa que se pega al rodillo, el caramelo que se oscurece y el horno que se traga la tarta. La vida de Zoé está en ese cuaderno: el «pollo bicicleta» traído de Kenya, el «auténtico» puré de Antoine, las gambas a la escandinava de su amiga Emma, el crujiente de la señora Astier, su profesora de historia, la lasaña de Mylène, la pasta al salmón de Giuseppe, el fundido de caramelo blando y turrón de Iphigénie... Toda su vida desfilaba en sus recetas salpicadas de pequeños relatos. El tiempo que hacía, el vestido que llevaba, lo que había dicho Fulano y lo que pasó luego..., marcas que dibujaban un carné de identidad. Por favor, estrellas, ¡devolvedle ese cuaderno que no necesitáis para nada!
—Sería un bonito regalo de Navidad —añadió Joséphine escrutando el cielo.
Pero las estrellas no respondieron.
Joséphine se levantó, se colocó el edredón sobre los hombros, entró en casa y metió la cabeza en la habitación de Zoé; la miró, dormida con la pierna de Nestor, su muñeco, en la boca... A los quince años, Nestor seguía tranquilizándola.
Volvió a su habitación, extendió el edredón sobre la cama. Ordenó a Du Guesclin que se tumbara en la alfombra. Se deslizó bajo el cálido espesor y cerró los ojos balbuceando el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé, el cuaderno de Zoé... cuando de pronto le golpeó una evidencia: ¡la basura! Zoé tenía razón, ¿y si Iphigénie, que no toleraba el más mínimo desorden, lo había tirado al cubo de la basura?
Se levantó de un salto, presa de una alegre certidumbre.
¡La basura! ¡La basura!
Se puso unos vaqueros, un jersey grueso, botas, se echó el pelo hacia atrás, cogió un par de guantes de goma, una linterna, silbó a Du Guesclin y bajó al patio del edificio.
Entró en el cuarto donde colgaban, enganchados como trozos de carne en la cámara de un carnicero, una decena de bicicletas y dos triciclos, localizó los cuatro contenedores de basura, negros, imponentes, llenos de detritus hasta el borde. Olfateó el tufo a moho húmedo. Frunció la nariz. Pensó en Zoé y hundió con decisión los dos brazos en el primer contenedor.
Abrió todas las bolsas de plástico, palpó algo viscoso, blando, puntiagudo, mondas, huesos de
ossobuco
, esponjas viejas, cartones, botellas —en este edificio no se preocupan mucho de reciclar, protestó—, buscando un objeto liso y encuadernado.
Sus dedos descifraron la basura con la aplicación de un ciego.
Estuvo a punto de abandonar varias veces, con el estómago revuelto por el olor acre, mareante.
Volvió la cabeza, prefiriendo no ver lo que trituraba, y dejando a sus manos la tarea de reconocer el valioso cuaderno. Separó, seleccionó, se detuvo a veces con un rectángulo parecido a un cuaderno, lo acercó a la luz de la linterna: era la tapa de una caja de zapatos o de galletas de Aix-en-Provence, seguidamente volvió a hundirse en la inmundicia, giró la cabeza a un lado para respirar aire menos fétido, volvió al ataque...
Al tercer contenedor, estuvo a punto de renunciar. El suelo estaba resbaladizo y casi perdió el equilibrio.
Retiró las manos y resopló, desanimada.
¿Por qué razón tiraría Iphigénie ese cuaderno?
Ella veneraba la escuela y pregonaba que era la única esperanza para la gente pobre. Pues es mediante la educación como uno asciende, señora Cortès, míreme, yo no he estudiado y eso me corroe... A principio de curso, forraba con delicadeza los libros escolares, pegaba etiquetas bonitas, caligrafiaba aplicadamente el nombre de sus hijos sacando la lengua, y remataba su trabajo colocando un pequeño adhesivo de distinto color según se tratara de un libro de lengua, de matemáticas o de geografía. ¡Nunca hubiese tirado un cuaderno con notas manuscritas! ¡Nunca! Lo habría abierto, lo habría estudiado apoyando los dos codos sobre la mesa...
Pero la pena de Zoé, su tormenta de lágrimas, su boca torcida de desesperación le impidieron renunciar.
Se armó de valor. Apretó los codos contra la cintura para darse impulso. Levantó una tapa, encontró un hueso de pierna de cordero que tendió a Du Guesclin y empezó a registrar.
Por fin, su mano enguantada de plástico palpó una forma rectangular y dura. ¡Un cuaderno! ¡El cuaderno!
Lo exhibió, feliz y orgullosa.
Lo examinó a la luz de la linterna.
Efectivamente era un cuaderno, una libreta negra, pero no era el cuaderno de Zoé.
Sobre la cubierta no había ni fotos ni dibujos ni adhesivos de colores. Era una libreta viejísima cuya encuadernación resistía porque una mano habilidosa había colocado varias capas de celo.
Joséphine se quitó los guantes, abrió la libreta negra por la primera página y la leyó con ayuda de su linterna.
«Hoy, 17 de noviembre de 1962, es mi primer día de trabajo, el primer día del rodaje. Me han contratado como meritorio para el rodaje de la película
Charada
de Stanley Donen en París. Llevo los cafés, voy a comprar tabaco, hago llamadas telefónicas. Ha sido un amigo de mi padre quien me ha conseguido esto para recompensarme por haber aprobado el bachillerato con sobresaliente. Sólo voy al rodaje el viernes por la tarde y los fines de semana, porque estoy preparando el examen de ingreso en la Politécnica. No quiero estudiar en la Politécnica...
»Hoy, mi vida va a cambiar. Pongo el pie en un mundo nuevo, un mundo embriagador, el mundo del cine. En casa me ahogo. Me ahogo. Tengo la impresión de que ya sé lo que va a ser mi vida. Que mis padres lo han decidido todo por mí. Lo que voy a hacer, con quién me voy a casar, cuántos hijos tendré, dónde viviré, lo que comeré los domingos... No tengo ganas de tener hijos, no tengo ganas de tener una mujer, no tengo ganas de estudiar en una escuela superior. Tengo ganas de otra cosa, pero no sé de qué... ¿Quién sabe adónde me llevará esta aventura? ¿Una profesión, un amor, alegrías, desengaños? No lo sé. Pero sé que a los diecisiete años uno puede esperarlo todo, así que lo espero todo y más todavía».
La caligrafía era firme, alargada. A veces remataba las palabras con trazos retorcidos, como patas mutiladas. Parecían muñones. Casi dolía leerla. El papel estaba amarillento, manchado. En algunas palabras la tinta estaba descolorida, y eran difíciles de descifrar. En el centro de la libreta, había páginas enteras que se habían solidificado en un bloque compacto, que no se podía abrir sin arriesgarte a desgarrarlas. Había que operar con cuidado y lentitud si no querías perder la mitad del texto.
Joséphine pasó la primera página para proseguir la lectura, tuvo que forzarla un poco porque las hojas estaban pegadas.
«Hasta ahora no he vivido. He obedecido. A mis padres, a mis profesores, a lo que convenía hacer, a lo que convenía pensar. Hasta ahora he sido un reflejo mudo, bien educado, en el espejo. Nunca yo. De hecho, no sé quién es "yo". Es como si hubiese nacido con un hábito listo para ponérmelo... Gracias a este trabajito, voy a poder descubrir por fin quién soy y lo que espero de la vida. Voy a saber de qué soy capaz cuando soy libre. Tengo diecisiete años. Así que me da igual si me pagan o no. ¡Viva la vida! ¡Viva yo! Por primera vez, se levanta en mí un viento de esperanza... y es realmente agradable, el viento de esperanza...».
Era un diario íntimo.
¿Qué hacía en la basura? ¿A quién pertenecía? A alguien del edificio, en caso contrario no lo hubiese encontrado allí. ¿Y por qué lo habían tirado?
Joséphine encendió la luz del cuarto, se sentó en el suelo. Su mano resbaló sobre una piel de patata que se le quedó pegada a la palma. La retiró con asco, se frotó en los vaqueros y retomó la lectura, apoyada en un contenedor enorme.
«28 de noviembre de 1962. Al fin le he conocido. Cary Grant. La estrella de la película junto a Audrey Hepburn. ¡Qué guapo es! Y simpático, y tan adorable... Entra en una habitación y la llena por completo. Ya no ves nada más que a él. Yo acababa de traer un café para el director de iluminación que ni siquiera me ha dado las gracias y estaba mirando la escena que estaban rodando. No se rueda en el orden de la historia de la película. Y además sólo ruedan uno o dos minutos y el director grita ¡corten! Discuten algo, algún pequeño detalle, y vuelven a empezar la misma escena varias veces seguidas. No sé cómo hacen los actores para no confundirse... Tienen que cambiar de emociones todo el rato o repetir las mismas de forma distinta. Y además ¡parecer naturales! Cary Grant estaba molesto porque creía que la iluminación a contraluz hacía que tuviese unas orejas grandes y coloradas. Tuvieron que ponerle cinta adhesiva opaca detrás de las orejas y ¿quién tuvo que ir a buscar inmediatamente cinta adhesiva opaca? Yo. Y cuando entré exhibiendo el rollo, orgulloso de haberlo encontrado tan deprisa, él me dio las gracias y añadió ¿pensarías que mi personaje es seductor si aparece con grandes orejas rojas?, ¿eh,
my boy
?
»Me llama así,
my boy
. Como si hubiese creado un vínculo entre nosotros. La primera vez que me lo dijo, me sobresalté, ¡creía haber oído mal! Y, además, cuando dijo
my boy
me miró directamente a los ojos con dulzura e interés... Sentí una especie de sacudida.
»Se necesitan al menos quinientos pequeños detalles para causar buena impresión, añadió. Créeme,
my boy
, yo he trabajado mucho tiempo los detalles y, con cincuenta y ocho años, sé de lo que estoy hablando... Contemplé la escena y me quedé de piedra. Entra y sale de su papel como si se quitara la chaqueta. Mi vida no es la misma desde que me habló. Es como si ya no fuese Cary Grant, el tipo que veía en las fotos de
Paris Match
, sino Cary... Cary, sólo para mí.
»Parece ser que Audrey Hepburn aceptó hacer la película con la única condición de que él fuese su pareja... ¡Le adora! Hay una escena muy divertida en la película en la que le dice:
»—¿Sabes qué tienes de malo?
ȃl la mira, inquieto, y, con una gran sonrisa, ella responde:
»—Nada.
»Y es cierto que no tiene nada de malo...
»Hay un actor francés en la película. Se llama Jacques Marin. No habla inglés, o muy poco, así que le escriben todos los diálogos fonéticamente. Resulta muy gracioso y todo el mundo se ríe.
»8 de diciembre de 1962.
»¡Ya está! Nos hemos hecho amigos. Cuando llego al plató y no está rodando o hablando con alguien me hace una seña con la mano. Un pequeño
hello
que significa ¡eh, me alegro de verte! Y yo me ruborizo.
»Viene a verme entre dos escenas y me hace un montón de preguntas sobre mi vida. Quiere saberlo todo, pero yo no tengo gran cosa que contarle. Le digo que nací en Mont-de-Marsan, le hace gracia Mont-de-Marsan, que mi padre dirige Carbones de Francia, que estudió en la Politécnica, la mejor escuela superior del país, que soy hijo único, que acabo de aprobar el bachillerato con sobresaliente y que tengo diecisiete años...
»Me dice que él, a los diecisiete años, ya había vivido miles de vidas... ¡Qué suerte! Me preguntó si tenía novia y yo me puse colorado otra vez. Pero hizo como si no lo viera. Es muy atento...