Antes que deje de ocuparme de usted, para volver a mí, quiero decirle que la enfermedad que piensa usted adquirir, es muy conocida y usada. En verdad que usted no cavila cosa mayor. Yo, por mi parte, también me repito algunas veces como verá; pero procuro disimular, por los detalles, y por último, el éxito me justifica. Aún quiero intentar un nuevo ardid de esta clase, y correr una nueva aventura. Convengo en que no tendrá el mérito de la dificultad; pero al menos será una distracción para mí, que me aburro mortalmente.
Ignoro por qué, desde la aventura de Prevan, Belleroche se me ha hecho insoportable. De tal manera ha redoblado sus atenciones, su ternura, su veneración, que ha llegado a empacharme. Su cólera en el primer momento, me pareció donosa; fue preciso, no obstante, mitigarla; que hubiera sido comprometerme el no ponerle freno: y no había medio de hacerlo entrar en razón. He tomado el partido de mostrarle mayor amor, para conseguir mi propósito; pero él ha tomado esto tan en serio, que desde hace algún tiempo me agobia de un eterno embeleso. Noto, sobre todo, la insultante confianza que de por sí toma, y su aire de conquista definitiva y segura que cree haber alcanzado. Me humilla, en verdad, el bueno de Belleroche. Y a fe mía que me aprecia en poco si se cree capaz de tasarme. Llegó a decirme ¡asómbrese usted! que yo no había amado a nadie más que a él. Por el momento, tuve necesidad de toda mi prudencia para no desengañarle al punto, diciéndole toda la verdad. ¡Es, ciertamente, un ente propio para tener un derecho exclusivo! Convengo en su buen talle, y no mal empaque y semblante de galán; pero, en verdad, todo no pasa de un simple ardid de amor. Y el momento ha llegado, en fin, en que debemos separarnos.
Procuro desde hace quince días consumar la ruptura, y he empleado la frialdad, la impertinencia, el desdén, y toda suerte de querellas e inconveniencias; pero el personaje en cuestión no suelta la prenda; fuerza es tomar otro partido: en consecuencia, lo llevo a mi casa de campo. Mañana partimos. No habrá allí entre nosotros más que algunas personas desinteresadas y de pocos alcances; y allí estaremos como en el mayor retiro. Allí lo agobiaré de modo tal, por el amor y las caricias, viviremos hasta tal punto en completo idilio, que acabará por desear aún más que yo el fin de este viaje, que ahora tanto lo halaga, y a fe mía que si no vuelve más cansado de mí que yo lo estoy de él, entonces, vizconde, ya no queda más recurso que el que a usted se le ocurra.
El pretexto de esta retirada es el de ocuparme seriamente de mi gran pleito, que ha de juzgarse, en efecto, al fin o al comienzo del invierno. Y así sea, que mucho me inquieta ver toda mi fortuna en el aire. No es que me preocupe el hecho: la razón me abona; mis abogados me lo aseguran también: y aunque no me abonara, mucha sería mi torpeza sino supiera ganar un pleito en que mis adversarios son dos menores y un viejo tutor. Como es preciso, no obstante, no abandonar nada en asunto tan importante, llevaré conmigo dos abogados. ¿No encuentra usted chusco este viaje? Si gano el pleito y pierdo Belleroche, no habré perdido mi tiempo.
Ahora, vizconde, adivinad el sucesor, aunque ya sé que no adivináis las cosas. Pues bien: Danceny. Os extraña, ¿no es eso? porque, al fin, todavía no me he quedado para educar niños. este merece que se haga una excepción en su favor; tiene las gracias, pero no la frivolidad de la juventud.
Su gran reserva en el círculo contribuye a alejar toda sospecha, y se le encuentra más amable cuando se explaya en una conversación íntima. No quiere esto decir que haya conversado con él por mi cuenta; aún no he sido más que su confidente: pero bajo el velo de la amistad creo adivinar una gran simpatía hacia mí, y siento que él también va inspirándome mucha. Sería una verdadera lástima que tanto ingenio y delicadeza fuesen a sacrificarse y a fracasar cerca de esa imbécil de Volanges.
Espero que se equivoque al creer que la ama: ¡está ella tan lejos de merecerlo! No es que yo esté celosa; pero sería un asesinato, y quiero salvar a Danceny. Ruego, pues, a usted, que procure cuidadosamente que no pueda acercarse a su Cecilia, como tiene ahora la mala costumbre de llamarla. La primera inclinación tiene siempre más fuerza de lo que se cree, y no estaría segura de nada si volviese a verla ahora, sobre todo en ausencia mía. A mi vuelta, yo me encargo y respondo de todo.
He tratado de traer al joven conmigo, pero he hecho el sacrificio a mi prudencia ordinaria; y además hubiese temido que se apercibiera de algo entre Belleroche y yo, y me hubiera desesperado que tuviese la menor idea de lo que pasa.
Quiero, por lo menos, presentarme a su imaginación pura y sin tacha; tal, en fin, como debiera ser para ser verdaderamente digna de él.
París, 15 de octubre de 17…
LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE
Mi quierida amiga, cedo a mi gran inquietud, e ignorando si estará usted en estado de responderme, no puedo menos de interrogarle. El estado de monsieur de Valmont, que usted me anuncia sin peligro, me intranquiliza no obstante. No es raro que la melancolía y el disgusto del mundo sean síntomas prematuros de alguna enfermedad grave; los sufrimientos del cuerpo, como los del espíritu, hacen desear la soledad; y a menudo se trata de misántropo a quien deberíamos considerar como enfermo.
Me parece que debiera al menos consultar con alguien. ¿Cómo no tiene usted, también enferma, un médico cerca de sí? El mío, a quien he visto esta mañana, y a quien he consultado indirectamente, opina, que en las personas naturalmente activas esta apatía súbita no debe descuidarse, y, aludió aun que las enfermedades no ceden al tratamiento sino cuando se las ataca a tiempo. ¿Por qué abandonar a un riesgo tal a persona tan cara a usted?
Lo que redobla mi inquietud, es que desde hace cuatro días, no recibo noticias suyas. ¡Dios mío! ¿No me engaña usted sobre el estado de su salud?
¿Por qué ha cesado de escribirme tan repentinamente? Si fuera acaso el efecto de mi obstinación en enviarle sus cartas, creo que hubiera podido tomar antes tan heroico partido. En fin, sin creer en presentimientos, hace unos días que me agobia una tristeza mortal. ¡Oh! ¡tal vez espero la mayor de las desgracias!
Tal vez no crea usted, y vergüenza me cuesta el confesarlo, lo mucho que me apena el no recibir esas cartas que quizá aún rehusara leer. ¡Si yo estuviera segura que se ocupaba de mí! y viera yo algo suyo. Yo no las abría, es verdad, pero lloraba al contemplarlas, mis lágrimas eran más dulces y fáciles, y ellas disipaban en parte la pena que siento desde mi vuelta. Ruégole mi indulgente amiga, que me escriba tan pronto como pueda, que tenga yo noticias de usted y de él.
Bien noto que apenas si le he dedicado una palabra a usted; pero conoce mis sentimientos, mi afecto sin tasa, mi tierno agradecimiento a su mucha bondad; perdonará a mi gran turbación, a mis mortales penas, y a los temores de un mal de que tal vez yo sea la causa, mi olvido de usted.
¡Dios mío! esa idea desesperante me persigue y desgarra mi corazón; ton sólo esta desgracia me faltaba, y siento haber nacido para sufrirlas todas.
Adiós, mi querida amiga; ameme, compadézcame. ¿Tendré hoy carta de usted?
París, 15 de octubre de 17…
EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL
Es cosa inconcebible, mi hermosa amiga, cómo al alejarse dos seres dejan al punto de entenderse. Mientras yo estaba cerca de usted, nuestro sentimiento era uno, nuestro modo de ver el mimo, y separados unos tres meses, jamás nos acordamos en nada. ¿De quién es la falta? En verdad que usted no titubeará un momento en la respuesta; pero yo, más tardo o más cortés, no me atreveré a contestar. Quiero responder tan sólo a su carta y continuar exponiéndole mi conducta.
Desde luego, le doy mil gracias por su advertencia sobre las voces que acerca de mí corren; pero aún no me inquieta nada de eso; me creo capaz de desmentirlas en breve. Tranquilícese, apareceré en la sociedad, más célebre que nunca, y siempre más digno de usted.
Aguardo que se me estime en algo la aventura de la pequeña Volanges, a la que tan poca importancia le atribuye. Creo que es preciso conceder algún mérito al haber logrado arrebatar, en una sola tarde, a una joven a su verdadero amante; disponer de ella a mi antojo, como de propia cosa, y esto sin perturbar en nada su verdadero amor, sin hacerla inconstante, ni infiel siquiera; en efecto, después de mi capricho, la devolveré a los brazos de su amante, sin que ella se haya apercibido de nada. ¿Es esto tan vulgar? Y después, créame usted, una vez salida de mis manos, los principios que yo la he inculcado influirán en ella ostensiblemente; y sospecho que la tímida colegiala levantará el vuelo a alturas que hagan honor a su maestro.
Si aún se prefiriese el genero heroico mostrare a la presidenta, modelo de todas las virtudes, respetada de los más libertinos, hasta el punto de considerarla inexpugnable; la mostraré, digo, olvidando sus deberes y su virtud, sacrificando su reputación, sus años de honestidad, para correr tras el placer de agradarme, para buscar la embriaguez de amarme y encontrándose bastante indemnizada de tanto sacrificio por una palabra, por una mirada que todavía no gozará siempre. Haré más, la abandonaré; y o no conozco a esa mujer, o no tendré sucesor. Resistirá a la necesidad de consuelo, al hábito del placer, aun al deseo de venganza. En fin, no habrá existido más que para mí; y que su carrera sea más o menos larga, yo sólo habré abierto y cerrado la barrera. Y una ver logrado este triunfo, diré a mis rivales: “Ved mi obra y buscad en el siglo otro ejemplo”.
Usted me preguntará de dónde llega tal exceso de confianza. Desde hace algunos días conozco las confidencias de mi bella, no me dice sus secretos, pero yo los sorprendo. Dos cartas suyas a madame de Rosemonde, me han instruido lo bastante, y no he de leer otras que vengan más que por curiosidad. No necesito para triunfar más que aproximarme a ella, y mis medios están ya encontrados. Voy a ponerlos en práctica.
¿Desea usted saberlos?… Pero no se los diré para castigarla de no creer en mis ardides. Merecería usted sin duda que le retirase mi confianza, al menos en esta aventura; y en efecto, sin el dulce premio que promete a mi triunfo no le hablaría. Como ve estoy enfadado. Sin embargo, en la esperanza de que usted se corrija, vuelvo a la indulgencia, olvido por un momento mis grandes proyectos, para razonar con usted de los suyos.
Ya la veo en el campo enojada como el sentimiento, triste como la fidelidad. ¡Y el pobre Belleroche! No se contenta usted con hacerle beber el agua del olvido, le agobia de la mayor crueldad. ¿Cómo se encuentra? ¿Soporta bien las náuseas del amor? Quisiera que se volviera doblemente prendado de usted, veríamos así cuál sería su remedio heroico. La compadezco por haber aceptado tal partido. Yo no he hecho más que una vez en mi vida el amor por ese procedimiento. Tenía ciertamente un gran motivo para ello, pues era la condesa de *** y veinte veces entre sus brazos estuve tentado de decirle: “Señora, renuncio al puesto que solicito, permítame abandonar el que ocupo”. Así, de todas las mujeres, es la única de quien me complace hablar mal.
En el caso de usted, lo encuentro ridículamente raro; y tiene razón en que yo no adivinaría el sucesor. ¿Y es por Danceny por quién se toma esos trabajos? Déjele adorar a su virtuosa Cecilia, y no se comprometa en ese juego de niños. Deje usted a los escolares crecer al lado de sus nodrizas y jugar con los pensamientos a sus juegos inocentes. ¿Cómo podría entendérselas con un novicio que no sabrá tomarla ni abandonarla y con quien se verá obligada a hacerlo todo? Desapruebo esa elección, y siempre la humillará ante mis ojos, como usted se sentirá humillada ante su conciencia.