Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (13 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

Tags: #Otros

BOOK: Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta
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«Si lo pudiera rehusar, muy de buen grado me lo ahorraría. Pero, en verdad, he de combatir antes de soportar algo peor.»
[2650]

Antes de levantarse de la mesa, donde con los demás estaba sentado, ordena a los criados que la servían que le preparen en seguida la silla sobre el caballo, y que cojan sus armas y se las traigan.

Ellos se fatigan en hacerlo aprisa. Los unos se esfuerzan en armarle; los otros le apartan su caballo. Y sabed bien, no parecía que debiera ser descontado de los hermosos ni más nobles caballeros, según avanzaba al paso, armado con todas sus armas, embrazando el escudo por la correa, bien montado sobre su caballo. Bien parece que es suyo el corcel, tanto le ajusta; así como el escudo que mantiene por su cincha embrazado. Llevaba el yelmo lazado sobre su cabeza tan bien plantado que ni en el más mínimo detalle os parecería prestado o alquilado. Antes hubierais dicho, tan a la medido os habría parecido, que había nacido y crecido con él. En este punto me gustaría ser creído.

Más allá del portal, en campo llano, donde debía de entablarse el combate, aguarda el que la justa reclama. Tan pronto como se ven uno a otro ambos se embisten a todo galope. Con tal ímpetu se entrechocan y tales golpes se dan con las lanzas, que éstas se doblan, arquean y saltan las dos en pedazos. Las espadas hieren los escudos, las cotas de malla y los yelmos. Rajan las maderas, quiebran los hierros, hiriéndose en muchos lugares. Con furia se intercambian los golpes por turno como si hubieran ensayado tal pelea. Pero las espadas una y otra vez se deslizan hasta las grupas de los caballos. Allí se abrevan y emborrachan de sangre y penetran en sus flancos, hasta que los derriban a uno y otro muertos.

Una vez caídos en tierra, un caballero se lanza contra el otro a pie. Aunque se odiaran mutuamente a muerte, en verdad que no se golpearían con sus espadas con mayor ferocidad.
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Más rápidos redoblan sus golpes que aquel que juega en dinero a los dados y que no deja de apostar y tirar por más que pierde el doble y el doble. Pero muy diferente era este juego, donde no cabía el azar, sino la ardua y fiera contienda, muy terrible y muy cruel.

Todos habían salido de la casa: el señor y la dueña, las hijas e hijos. Tanto propios como extraños allí fuera estaban todos en hilera, dispuestos para contemplar la pelea en el anchuroso prado. El caballero de la carreta se censura y hace reproches de cobarde, al verse observado por su anfitrión. También se da cuenta de que todos los demás fijan en él sus miradas. Todo su cuerpo se estremece de ira. Que ya debería, según su opinión, haber vencido buen rato antes al que se le enfrenta en combate. Entonces le ataca y le envuelve con mandobles cerca de la cabeza. Le asalta como una tempestad, lo asedia, le hostiga hasta hacerle ceder su espacio. Le fuerza a retroceder y lo aflige tanto que ya pierde casi el aliento, y a duras penas opone resistencia. Y entonces recuerda el caballero que su enemigo le había mentado de muy villana manera la carreta. Carga sobre él y tanto lo tunde que no le queda ni lazo ni correa sin romper, en torno al cuello de la armadura.

Entonces le hace volar el yelmo de la cabeza, a la par que derriba por tierra su visera. Tanto le oprime y tanto le acosa que tiene que rendirse a su merced; como la alondra que no puede oponerse al acoso del halcón ni sabe dónde ponerse a seguro, cuando él la ha sobrepasado en su vuelo.
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También el otro, con la más profunda vergüenza, viene a implorar y suplicar favor, sin más remedio.

Cuando él oye que suplica merced, deja de golpearlo y herirlo, y le dice:

«¿Quieres tú recibir merced?

—Habéis ahora hablado con gran cordura —dice el otro—. Aunque un loco lo habría reconocido. Jamás he necesitado nada tanto como ahora os pido merced.

»—Te tocará montar en una carreta —contestóle—. En nada puedes calcular todo-lo que se te ocurra decirme si no montas en una carreta, en pago de los reproches que vilmente me hiciste con tan loca lengua».

El otro caballero contesta:

«¡A Dios no plazca que la monte!

»—¿No? ¡Entonces aquí vais a morir!

»—Señor, bien lo podéis lograr. Pero, por Dios, os suplico y pido merced, con cualquier condición, excepto el tener que subir a la carreta. No hay obligación, a excepción de ésa, que yo no acepte, por dura y pesada que sea. Pero mejor querría estar muerto que haber sufrido tal agravio. Pero ninguna otra proposición tan fiera me haréis que yo no cumpla, por vuestra merced y vuestra gracia».

Mientras éste suplica tal favor, he aquí que, cruzando el llano, ven acercarse sobre una muía amarilla una doncella con el cabello y el vestido suelto y flotante. Con un látigo que llevaba daba a la muía grandes golpes. Y ningún caballo a galope tendido, en verdad, habría corrido tan de prisa que aventajara a la muía.

Al caballero de la carreta se dirige la doncella:

«¡Dios infunda, caballero, en tu corazón la más perfecta alegría, del ser que más amas!».

La había oído con gran gozo el caballero y le responde: «¡Dios os bendiga, doncella, y os dé alegría y salud!».

Ella le expuso entonces su petición:

«Caballero —dijo— de lejos he acudido a ti por una gran necesidad.
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Para pedirte un don como galardón y a cambio de una recompensa que te podré hacer. Pues tendrás una vez necesidad de mi ayuda, según lo creo».

Le responde el caballero:

«Decidme qué queréis. Y, si yo lo tengo en mi poder, lo podréis conseguir sin demora, con tal que no sea nada muy grave».

Ella dice:

«Es la cabeza de ese caballero al que has vencido. En verdad que tampoco has encontrado a nadie tan felón ni desleal. No cometerás pecado ni daño con ello, más bien limosna y bien, porque es el tipo más desleal que hubo nunca ni habrá jamás».

Apenas el vencido comprendió que pedía que lo matara, le dijo:

«No la creáis de ningún modo. Ella me odia. Yo os ruego que tengáis piedad de mí, por Dios que es padre e hijo, y que hizo su madre a aquella de la que era hijo y que era su sierva. —¡Ah, caballero —dijo la doncella— no creáis a ese traidor! ¡Así Dios te dé alegría y honor tan grande como puedas ansiar, y que te conceda concluir con éxito la aventura que has emprendido!».

El caballero se ha detenido indeciso, con la reflexión sobre si ha de dar la cabeza a la que ruega la decapitación o preferirá proteger al que ruega piedad para sí mismo. Tanto a una como a otro quisiera dar lo que piden. Generosidad y Piedad le invitan a contestar a ambos, porque es a la vez generoso y piadoso. Pero si la muchacha se lleva la cabeza quedará la Piedad derrotada y aniquilada. Y si no se la lleva a su gusto, entonces quedará derrotada la Generosidad. En tal aprieto, en tan gran apuro lo tienen la Piedad y la Generosidad, pues una y otra lo afligen e incitan. La cabeza le exige la doncella en su súplica.
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Y en sentido contrario le amonestan su piedad y su buen natural. Una vez que el vencido ha suplicado perdón, ¿no ha de obtenerlo? Sí, que no sucedió nunca que nadie, por más que fuera su enemigo, después de haber sido derrotado y forzado a suplicar piedad, dejara de recibirla por una vez. Pero esto ya le bastaba. Por tanto no le faltará en absoluto a éste que le ruega y suplica, y a quien así se humilla. Y la que reclama su cabeza ¿la obtendrá? Sí, si él puede dársela.

«Caballero —dice— de nuevo te toca luchar contra mí. Tal es la merced que —lograrás de mí, si quieres defender tu cabeza: que te dejaré recobrar tu yelmo y armarte de nuevo, para cubrir tu cabeza y tu cuerpo del mejor modo que puedas. Pero sábete que morirás si te venzo otra vez».

El otro responde:

«No quiero nada más, ni te pido ningún otro favor.

»—Y aún te concedo más —dice—, yo combatiré contra ti sin moverme de donde estoy».

Aquél se apresta y reemprende la pelea con el mismo ardor. Pero el caballero le volvió a dominar a su arbitrio más deprisa que antes. Y la doncella al momento le grita:

«No le perdones, caballero, por más que te diga. Seguro que él no te perdonaría de ningún modo si te hubiera vencido alguna vez. Sabe bien tú, que si le crees, te engañará nuevamente. Córtale la cabeza al más desleal individuo del imperio y del reino, buen caballero, y dámela.
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Por esto debes entregármela, porque pienso devolverte el galardón, con creces, cuando llegue un día. Si él puede, te volverá a engañar con su palabra otra vez».

El otro que ve su muerte cercana, le suplica merced a grandes gritos. Pero de nada le valen ni sus gritos ni todos sus argumentos. El caballero le tira del yelmo tan bruscamente que le rompe todos los lazados del cuello. Luego le arranca la visera y el casquete blanco y los tira al suelo. El otro se esfuerza a más no poder:

«¡Perdón, por Dios! ¡Perdón, señor!

»—Si soy sensato no he de tener más piedad de ti —le responde—, que ya una vez te he perdonado.

»—Ah —dice—, cometeréis un pecado, si creéis a mi enemiga, y me matáis de tal manera».

La otra, que su muerte desea, le amonesta en sentido contrario, para que a toda prisa le corte la cabeza, sin confiar en sus súplicas. El caballero descarga el golpe y le vuela la cabeza hasta el medio del prado mientras el cuerpo se desploma. ¡Con gran placer de la doncella! Él toma la cabeza por los cabellos y se la tiende a ella, que experimenta tamaña alegría que le dice:

«¡Tu corazón reciba tan gran alegría del ser que más ama, como el mío obtiene ahora del ser que más odiaba! Por nada me amargaba tanto sino de lo que duraba su vida. Un galardón de mi parte te espera; bien te llegará en su momento oportuno. Por este servicio que me has hecho, gran prez habrás, te lo aseguro. Ahora me iré. Te encomiendo a Dios, que te guarde de todos los peligros».

Pronto se marcha la doncella, mientras mutuamente se encomiendan a Dios. Pero todos los que en el prado han presenciado la pelea han sentido crecer una gran alegría. Así que luego desarman al caballero, entre gestos de júbilo, honrándolo cuanto saben. A continuación vuelven a lavarse las manos, ya que deseaban retornar a cenar.

Entonces estaban más alegres que de costumbre y comían entre el contento general.
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Después de concluir la larga cena, el vavasor dijo a su huésped, que a su lado estaba sentado:

«Señor, nosotros vinimos tiempo ha del reino de Logres. Allí hemos nacido y por eso querríamos que alcanzarais honor y gran dicha y éxito en este país. Porque nosotros obtendríamos honor junto con vos y otros muchos serían beneficiados, si honores y éxitos consiguierais en vuestra empresa».

Y él responde:

«¡Dios os oiga!».

Después que el vavasor acabó su arenga y quedó en silencio, tomó la palabra uno de sus hijos:

«Señor, a vuestro servicio deberíamos poner todos nuestros poderes y dar más que prometer. Buena necesidad tenéis de recibir ayuda, y nosotros no debemos esperar a que nos la pidáis. Señor, no os preocupéis por vuestro caballo, si muerto está. Pues aquí tenemos fuertes corceles. Por tanto quiero que poseáis lo que es nuestro; y, así, dispondréis del mejor, en lugar del vuestro. Bien lo habéis menester. —¡Con mucho gusto!», respondió.

Entretanto habían preparado las camas. Así que se van a dormir.

Al despuntar el día se levantan y se disponen bien de mañana a partir. En su despedida el caballero nada olvida. Se despide de la dama y del dueño de la casa y de todos los demás.

Pero os cuento una cosa, para que nada os pase por alto. El caballero no quiere montar sobre el caballo prestado, al ofrecérselo en el portal. Sino que lo hizo montar, así os lo digo, a uno de los dos caballeros que con él habían venido. Y él monta sobre el caballo de éste, puesto que así le pareció mejor.
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Tras haber montado cada uno sobre su caballo, se pusieron en camino los tres, después de saludar a su anfitrión, que les había servido y honrado con todo su poder. Van cabalgando por el camino recto a medida que el día pasa y declina, y después de la hora nona, al anochecer llegan al Puente de la Espada.

A la entrada del puente, que bien terrible era, han desmontado de sus caballos. Ante sí ven el agua asesina, negra y rugiente, densa y espesa, tan horrorífica y espantosa como si fuese la del río del demonio, y tan peligrosa y profunda que no hay cosa en el mundo que, sí allí cayera, no desapareciera como en alta mar. Y el puente que estaba tendido a través era diferente de cualquier otro; que jamás hubo otro semejante ni lo habrá. Jamás hubo, que bien refiero la verdad, tan maligno puente ni tan pérfida pasarela: Consistía el puente en una espada afilada y luciente recubierta por el agua fría; pero la espada era fuerte y tensa y tenía dos lanzas de largo. A cada lado había un gran tronco al que estaba incrustada la espada. ¡Qué nadie tema caer de ella porque se quiebre o flexione; a pesar de que no parece, a quien la contempla, que pueda soportar un gran peso!

Pero lo que infundía mayor desánimo a los dos caballeros que acompañaban al de la carreta, era que creían ver dos leones o dos leopardos al otro extremo del puente, encadenados a un bloque de piedra. El agua, el puente y los leones les causaban un espanto tal que se estremecían por completo, con terror, y decían:

«Señor, aceptad ahora el consejo que os procura la vista, que bien lo necesitáis en el apuro. De manera perversa está construido y ensamblado este puente, y muy malos son sus ajustes. Si no os tornáis ahora, llegaréis tarde a arrepentiros. Conviene que calculéis los muchos riesgos.
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Supongamos que lo pasarais hasta el otro lado… Lo que no puede suceder en ningún caso, como no podéis detener los vientos ni prohibirlos soplar, ni a los pájaros impedir cantar; ni puede el hombre entrar en el vientre de su madre y renacer de nuevo, eso es tan imposible como vaciar el mar. ¿Podéis saber o pensar que esos dos leones furiosos, que allá están encadenados, no os van a matar y sorber la sangre de las venas, y devorar la carne y roer luego los huesos? Muy valiente soy con osar mirarlos y resistir tal espectáculo. Si no os dais por avisado, os matarán, sabedlo bien. Muy pronto os habrán despedazado y descuartizarán los miembros de vuestro cuerpo; que no sabrán tener piedad de vos. Así que apiadaos de vos mismo, y quedaos con nosotros. Con vuestra persona seréis injusto si a un seguro peligro de muerte os lanzáis con plena conciencia».

Y él les responde, riendo:

«Señores, muchas gracias os doy por asustaros tanto de mí. Lo motiva vuestra amistad y franqueza. Bien sé que de ningún modo desearíais mi desdicha. Pero yo tengo gran fe y confianza en Dios, que me protegerá de todo. Este puente y este agua no me amedrentan más que esta tierra firme. Así que quiero arriesgarme a la aventura de cruzar al otro lado y avanzar. ¡Mejor quiero morir que retroceder!».

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