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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (49 page)

BOOK: La yegua blanca
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Si Dunadd impresionaba a cualquiera que acudiera de una pequeña aldea, el Castro de las Olas era igual de impactante. Habían cavado un foso enorme junto al que se alzaba un gran talud de tierra amontonada cuya altura equivalía a la de tres hombres a caballo. Dos firmes torres de vigilancia flanqueaban la puerta de roble, cuya anchura igualaría a la de cuatro carros. Los estandartes con el tótem del águila bordado flameaban dominándolo todo; las astas de las que pendían estaban recubiertas de oro, por lo que refulgían al sol.

En el interior reinaba la habitual mezcolanza de barracones achaparrados y cobertizos destartalados, pero todo parecía más grande, más ruidoso, más frenético que en Dunadd. El aire de prosperidad era tangible. Las paredes de las casas eran de colores luminosos y de ellas colgaban estandartes y cráneos como trofeos. Los andadores de madera permitían no mancharse los pies de barro y los dorados tejados eran de paja recién puesta.

Tras desmontar, siguieron el camino principal. Rhiann vio en muchos de los postes de las casas los mismos hermosos diseños que habían contemplado en la piedra. Se llevó la mano al vientre de forma inconsciente. Casi podía sentir a través de la delgada tela cómo ardían los tatuajes de su piel. Las mismas manos que habían tallado la piedra y los postes de las puertas habían dibujado el diseño de su piel. La firma de Drust estaba mirara donde mirara. ¿Pero dónde estaba él?

Pese a la fatiga de la cabalgada, Eremon llevó a sus hombres a examinar las defensas del castro a la luz del crepúsculo después de que les hubieron mostrado las casas de invitados. Cuando él y Caitlin se reunieron en su casa con Rhiann para prepararse para el festín de bienvenida, la estancia estaba iluminada tenuemente por un gran número de lámparas y teas.

Cuando Eithne se llevó sus capas para secarlas frente al fuego y empezó a parlotear con Caitlin sobre su peinado, Eremon llegó hasta la cortina que ocultaba el dormitorio principal del resto de la estancia.

Entonces se detuvo.

Rhiann estaba sentada sobre las pieles que cubrían la cama sosteniendo un espejo delante de ella. En vez de ropas empapadas y trenzas enmarañadas lucía un vestido verde de lana con ribetes de flores amarillas y llevaba el pelo recogido en alto, en intrincados bucles, con enjoyados prendedores dorados. El oro atraía la luz del fuego sobre su regia torques, abrochada alrededor de su fino cuello, y el gran broche de los epídeos relucía sobre su capa sacerdotal.

Nunca la había visto relucir con tanta intensidad y, para su inmensa sorpresa, su cuerpo reaccionó. Durante un instante se sorprendió deseando que las cosas fueran diferentes entre ellos, que pudiera avanzar hacia ella, tomarle de la mano y ver que sus ojos se fijaban en él con deseo. Y luego, hundir las manos en aquella melena gloriosa y dar vueltas alrededor de su rostro en la oscuridad mientras ella pronunciaba su nombre…

Debemos tener el mejor aspecto posible. —La voz interrumpió sus pensamientos; ella se señaló a sí misma mientras dejaba el espejo sobre la cama—. Tienen que respetarme como una Ban Cré, y entonces te respetarán a ti.

Un relámpago de ira fulminó de inmediato el deseo de Eremon.
¡Puedo hacerme respetar por mi mismo
!

—He preparado tus ropas. —Rhiann hizo un gesto hacia el otro lado de la cama—. He elegido tu túnica azul.

La vio colorearse los labios con el contenido de una pequeña redoma. Las manos le temblaban.

¿Todo eso para impresionar a un hatajo de viejos?

Se produjo un golpe seco en el poste de la entrada. Conaire y el resto de los hombres entraron. Cuando Eithne hubo terminado de trenzar el pelo a Caitlin, Rhiann le arrojó una capa de color verde hoja sobre el vestido que le había prestado a la joven y declaró que sería el orgullo de los epídeos. Ante eso, la muchacha se volvió y le sacó la lengua a Conaire, que se rió.

Pero Eremon vio la forma en que los ojos de su hermano adoptivo seguían a la deslumbrante cabellera trenzada de Caitlin cuando salieron de la casa y suspiró. Al menos Conaire tenía alguna oportunidad de que sus miradas fueran correspondidas.

Las puertas macizas de madera tallada de la casa de Calgaco se abrieron para revelar una inmensa habitación, con un tejado en forma de cono, en la que se apiñaban los bancos.

—Este rey tiene algunos artesanos soberbios. —Eremon volvió a observar a Rhiann mientras esperaban en fila con los otros nobles para los saludos protocolarios. Rhiann vio la mirada de Eremon y entonces apartó los ojos con rapidez; un rubor tiñó sus mejillas.

¿Qué le ocurría?

Un hombre situado frente al fuego central atrajo la atención de Eremon. Sólo estaba coronado por una melena parecida a la del plumaje de una gran águila. Su rostro también ofrecía la noble estampa de dicha ave, con una gran nariz ganchuda y unos ojos dorados llenos de clarividencia debajo de sus elegantes cejas rectilíneas, Eremon se apercibió con aprobación de que el cuerpo del rey era musculoso y permanecía erguido. Aunque había arrugas en los ojos y canas en las sienes, era obvio que había llevado una vida de guerrero sin abandonarla por el debilitamiento de la edad.

—La dama Rhiann, Ban Cré de los epídeos, y Eremon mac Ferdiad de Dalriada de Erín —anunció a la habitación un sirviente, y ellos avanzaron hacia su anfitrión.

Eremon miró a Rhiann. Sonreía a Calgaco con amabilidad, pero sus ojos recorrían ávidamente la habitación, como si buscara a alguien.

Calgaco la besó en las mejillas como gesto de bienvenida y dijo:

—Recuerdo a vuestra madre, era muy hermosa. Sois su vivo retrato, señora.

—Gracias —contestó Rhiann con una inclinación de cabeza—. Eso dicen. Es un gran honor conoceros, señor. Vuestra madre fue también una mujer de grandes aptitudes. Las hermanas aún hablan de ella.

Calgaco sonrió y se volvió a Eremon, mirándole de arriba abajo con interés pero arreglándoselas para no resultar descortés.

—Me interesas mucho, hombre de Erín. ¿Por qué estás aquí y por qué deseas luchar a nuestro lado? Ardo en deseos de hablar sobre estos temas.

—Y yo, mi señor —respondió Eremon—. Tenemos mucho que contarnos el uno al otro.

Devolvió la prolongada mirada a aquellos ojos verdes y al momento comprendió, con ese simple gesto, que su valoración de ese hombre sería la misma, fuera amigo o enemigo, sin importar cómo se desarrollaran las cosas. Supo que sus destinos estaban entrelazados de algún modo en el instante en que hubo chispa entre ellos.

—Descansa esta noche y mañana te enviaré a buscar. Aún sigo esperando a que mis nobles acudan desde sus castros, por lo que no podremos celebrar un consejo durante unos cuantos días. Pero me gustaría oír primero tus noticias.

Eremon hizo una reverencia con la cabeza antes de que los condujeran a uno de los bancos que había alrededor de las paredes y se sentaran.

Aunque Rhiann no interrumpió la conversación, su esposo se percató de que se ponía tensa y siguió la dirección de su mirada. Un joven había entrado en la casa y permanecía con Calgaco en el centro de la sala. Tenía casi la misma estatura que el rey, aunque el pelo era más oscuro; en cambio, sus rostros no se distinguían con claridad porque ambos proyectaban sombras, el uno en el otro. Movía las manos con expresividad y sus ojos relucientes recorrían la estancia mientras hablaba, manteniendo la cabeza erguida. Llevaba unas ropas magníficas de muchos colores, mejores aún que las del propio Calgaco.

Eremon volvió a mirar a Rhiann. Se había puesto lívida y sus ojos tenían un aspecto que jamás había visto antes. Miedo, y tal vez algo más, Excitación contenida… tensión. No, no podía ser lo que él pensaba, ¡Deseo, no!

El corazón le dio un vuelco y antes de que pudiera contenerse, se inclinó a su oído y le preguntó:

—¿Quién es ese hombre?

Ella se sobresaltó, apartándose.

—Ése es Drust, el hijo de Calgaco. —Extendió la mano para coger la copa de hidromiel.

El acompañante de Eremon dejó de hablar cuando quedó claro que éste no le prestaba atención y se volvió hacia el hombre del otro lado, agraviado. El erinés sabía que debería concentrarse en la conversación, pero, no obstante, las palabras se le escaparon de los labios.

—¿Y tú lo conoces?

Rhiann tomó un sorbo de hidromiel y respondió con aparente renuencia:

—Sí.

—Creí que nunca habías estado aquí.

—Acudió a la Isla Sagrada cuando yo era joven. —Ella volvió la cabeza y las diminutas bolas doradas de un prendedor enjoyado sonaron tenuemente—. Recuerda nuestras leyes sucesorias, Eremon. Deberías concentrar tus esfuerzos diplomáticos en los herederos de Calgaco: los hijos de sus hermanas. Ese hombre no significa nada para ti.

Para él quizás no, pero Eremon recordaba los dedos temblorosos de Rhiann mientras se pintaba los labios. Mientras luchaba contra el deseo de preguntar más, la muchacha se apartó.

Le pareció que no miraba más al hombre de cabellos dorados.

Capítulo 46

Calgaco se levantó de su asiento para retirarse después de que se hubo saciado el hambre y antes de que las cabezas estuvieran atontadas por la cerveza.

—Mañana voy a comenzar a considerar los temas de este Concilio —anunció—. Necesitaremos tener despejada la cabeza para intercambiar nuestras ideas.

—O nuestros presentimientos —murmuró el guerrero que estaba junto a Rhiann.

Con el corazón en un puño, ella comprendió qué difícil resultaría alcanzar un acuerdo entre esos caudillos. La habilidad para actuar como uno solo no había prendido en ellos como entre los pueblos del Mar Medio: los romanos, y los griegos antes que ellos.

¡Pero aquello era otro motivo más para no caer bajo el yugo romano! Su pueblo se atrofiaría y moriría como halcones enjaulados. Y la tierra también perecería, se volvería un lugar yermo y privado de alma, sin nadie que le cantase ni guardase las puertas del Otro Mundo ni mantuviera la íntima comunicación con los sagrados espíritus de los árboles y la primavera. La Madre rechinaría bajo la pesada bota de los invasores y el aire se llenaría de los fuegos de los templos de los dioses romanos. Estatuas de ojos sin vida mirarían fijamente a través de las montañas.

¡No podía permitirlo!

Alzó la vista. Eremon permanecía en pie a su lado ofreciéndole su brazo para que pudiera levantarse. En cuanto lo hizo, con un atisbo de lucidez se dijo que los nervios le habían hecho beber más de lo habitual; Eremon la miró intensamente cuando tropezó.

¡Deseó que dejara de prestarle tanta atención! Pero sabía el motivo… La había visto mirando a Drust. Los hombres eran tan celosos como venados a la greña, incluso cuando no les interesase una mujer.

Como si la mención de su nombre en su mente la arrastrase, se descubrió mirando al hijo de Calgaco. ¡Había crecido hasta convertirse en un hombre espléndido! Estaba en el centro de un grupo. Lo miró con disimulo mientras echaba hacia atrás la cabeza al reírse, poniendo al descubierto los tendones de la garganta. Tenía los dientes blancos y los ojos le centelleaban mientras subyugaba a quienes estaban a su alrededor. Unos pocos pasos más y estuvo lo suficientemente cerca para oír su risa al resonar por encima de las cabezas de quienes le rodeaban, abriéndose camino entre el bullicio de las conversaciones. Aquella risa hizo que Rhiann no se moviera de allí.

Los años parecieron desaparecer como una exhalación y el frágil santuario donde albergaba los recuerdos apasionados, los ardientes roces nocturnos y los besos robados empezó a tambalearse. Su respiración se aceleró y, oculta de la multitud detrás de Eremon, presionó el vientre con la mano una vez, como si sintiera que los tatuajes que lo cubrían en su totalidad volvieran a cobrar vida. Tenía manos finas y elegantes, sin los callos que tenían los guerreros de tanto usar la espada, sólo restos de polvo de roca entre las uñas, las durezas en la piel de los dedos que sostenían un cincel, un punzón. Ese hombre creaba, no mataba ni mutilaba.

De repente, Eremon se volvió para presentarle a alguien y se esforzó por recuperar el porte. Pero podía sentir el dorado calor que emanaba de Drust incluso estando de espaldas.

Pronto hablaría con él. En algún lugar tranquilo para ver si la recordaba. ¡Seguro que se acordaba de ella!

Más tarde, aquella noche yació en el angosto lecho junto a Eremon. Estaba de espaldas a ella, como siempre, y a la luz de los últimos estertores del fuego veía su figura recortada en la pared enlucida.

Por una vez fue plenamente consciente del abismo que se abría entre ellos en la anchura de una sola mano.

Los recuerdos de Drust le debían haber dado esa nueva conciencia. Sólo sentía el calor procedente del cuerpo de Eremon, pero eso no la empujaba a acercarse como había sucedido con Drust hacía tanto tiempo.

Siete años…

Todos aquellos recuerdos eran de ardor y fuego mientras que con Eremon sólo había tenido el frío de la tierra en barbecho, la gelidez de la lluvia. Inquieta, se dio la vuelta sobre el estómago.

Algo había sucedido mientras se hallaba en el salón de Calgaco aquella noche. Se había abierto de golpe una puerta que ella consideraba cerrada; sentimientos que consideraba destruidos por la incursión la zaherían de nuevo. Aun así, ¿cómo podía sentir aquello después de lo ocurrido con aquellos hombres? ¿No estaba ya muerta y enterrada aquella parte de su ser?

Volvió a darse la vuelta, procurando no despertar a Eremon.

Todo había cambiado desde aquel día en la playa con Linnet. Las lágrimas se habían llevado algo, o lo habían despertado. La herida entre ella y su tía estaba curada. El sueño de gloria había revelado su propósito, con la promesa de que recuperaría el acceso a la Fuente y desempeñaría un papel en la salvación de su pueblo. Y Caitlin… Caitlin había irrumpido en su vida con sus risas. Todo ello le daba esperanza.

Quizás también por eso otras cosas estaban cambiando, como las avalanchas primaverales, cuando los picos helados liberaban los arroyos y se precipitaban en cascada desde las montañas. El pensamiento resultaba muy aterrador, ya que ¿dónde terminaba una vez que se había empezado? Miró la espalda del dormido Eremon. Las avalanchas también destruían cosas.

Acomodó una mano debajo de la cabeza. El día que regresó de la casa de Eithne a lomos de Liath había extendido las manos suspirando que la arrastrase al Otro Mundo. Suspirando por algo más. La Diosa había atendido su llamada, aunque no en la forma en que Rhiann había previsto. Anhelaba un cambio y éste le había sobrevenido con aquel matrimonio, con Caitlin, y ahora con el reencuentro con Drust.

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