Para cuando hubo terminado su tarea, el
saor
había surtido todo su efecto y, a diferencia de lo sucedido en Samhain, esta vez sintió que su libertad sonaba como una nota clara que vibraba profundamente en su carne. Su calidez la envolvía y su espíritu flotaba como en un en sueño, llevado por la brisa junto a los aromas a ciervo asado y pastel de luna, el dulce sagrado de Beltane cocinado sobre los fuegos sacros.
Ésta no era una festividad para los muertos, como lo había sido Samhain. El anfitrión de los fantasmas plateados se había ido… Esta era una noche para los vivos, para la fecundidad y la riqueza, para el fuego y las risas, para el cálido fulgor del oro y las joyas de bronce, para la cascada luminosa de capas, chales y flores.
Aún retenía la luz de la esperanza que Rhiann había sentido en la playa junto a Linnet; sus raíces eran pequeñas, pero se aferraban a la tierra. Crecería.
Ahora Meron entonaba una de las canciones de la Diosa, la Madre, y cuando su voz se alzó hasta las estrellas Rhiann miró por encima de las cabezas de la multitud y contempló una tenue hebra de luz que emanaba de cada uno de ellos.
Las hebras se encontraron y se mezclaron en el aire, y todo el tejido osciló de forma parecida a las luces de la aurora boreal en el lejano cielo del norte. Entonces Rhiann supo qué era: el amor, que se hacía visible a sus ojos humanos por efecto del
saor.
Meron cantó:
Ella nos da el aliento;
Sus lágrimas, los arroyos.
En Su seno nos fortalecemos.
El amor es Su canción.
Tras estas palabras, el tejido dorado creció como una ola que se precipitó hacia el montículo y se quebró sobre Rhiann, que sintió el impulso en su corazón, la sensación de que todo su cuerpo aumentaba, crecía. El gentío rompió a cantar con Meron, toda una miríada de voces que anhelaba a la Madre.
Ella sintió el más leve de los roces en el alma, la presencia de la Grande, la sensación pródiga, intensa y colmada de sus miembros que hizo relucir su piel. Durante esos momentos, el júbilo saltó en su corazón, como la alegría del ciervo al cruzar el bosque, la del salmón al saltar por las cascadas, la del águila cuando gritaba en lo alto. Durante ese tiempo fuera del tiempo, ella tuvo la energía de su pueblo.
Contuvo el aliento en su afán de no fallar.
Retuvo la ola el tiempo suficiente para que se extendiera hacia el exterior, envolviendo en oro a su pueblo. Tal vez la Diosa no le hablaba más a Rhiann, pero aquél sabría que ella los acompañó aquella noche.
Rhiann no supo cuánto tiempo encauzó una ola dorada tras otra. El cántico a pleno pulmón prosiguió hasta que la multitud no pudo más y aun así perseveró, sosteniendo aquel momento único. Al fin la voz de Meron se apagó y las gaitas volvieron a sonar con fuerza y plena libertad y la gente salió de su ensueño para dar rienda suelta a su gozo bailando.
Rhiann se desplomó cuando le flaquearon las fuerzas, pero Linnet estaba allí para sostenerla.
—¡Bien hecho, chiquilla!
En medio del mareo, Rhiann vio cómo Linnet sostenía una copa de hidromiel; se dejó caer sobre la silla tallada que había detrás de ella y lo bebió a sorbos hasta se le pasó el vértigo.
Linnet se inclinó sobre ella con la alegría en los ojos.
—Ahora, vamos —la urgió, indicando mediante señales el lugar donde Caitlin, Conaire y Eremon permanecían debajo del montículo entre los bailarines, que no cesaban de dar vueltas—. Te están esperando, chiquilla. Esta noche es para la amistad y la diversión.
El rostro reluciente de Eithne y sus ojos destellantes no cesaban de dar vueltas a los ojos de Rhiann. El
saor
vibraba en su interior.
—Pero ¿y tú? —Se giró para mirar a Linnet.
—Disfrutaré viéndoos a los jóvenes desde aquí, ahora vete.
La tentación de ceder que sentía Rhiann se unió alegremente con el
saor.
El alivio de la confesión hecha a Linnet aún cantaba en todas las células de su cuerpo, liberándola de la frialdad de la pena. Y ella estaba al mismo tiempo cansada y eufórica después del trabajo de esa noche.
—¡Rhiann! —la llamó Caitlin.
Eremon recordaba un festival muy distinto seis lunas atrás. Entonces, él había yacido sobre el suelo helado con Aiveen. Ahora eran Conaire y Caitlin quienes reían, atontados por el hidromiel, y se empujaban mutuamente a ver quién perdía el equilibrio hasta que Conaire cedió y cayó dando volteretas colina abajo.
Eithne permanecía sobre la hierba con gesto grave, pero tenía una mano delante de la boca para sofocar la risa. Rori estaba junto a ella, muy cerca. Más lejos, vislumbró a Aedan danzando en círculos; la luz de las fogatas iluminaba su pelo oscuro hasta hacerlo parecer cobrizo. Allí, cerca de los barriles de hidromiel, haraganeaban Finan, el viejo cascarrabias, y Colum, y Angus y Fergus se daban empellones el uno al otro para tomar la carne de ciervo de los asadores. Y Rhiann.
Esta vez Rhiann calentaba un sitio junto a él.
La miró de reojo, sin creer del todo que aquélla fuera la misma mujer que había estado a su lado el último Samhain, un bloque de hielo a la luz de la Luna que vestía una túnica sin teñir, pálida y distante. Ahora lucía guirnaldas de flores, un vestido del color de las hojas nuevas y una capa escarlata con ribetes de oro.
—Rhiann, ¡debes bailar!
Conaire tiraba de una mano y Caitlin la aferró la otra; juntos la obligaron a levantarse, ignorando sus protestas. Poco después, los tres estaban dando vueltas y vueltas en una danza de su propia invención, al pie de la colina.
Los sentidos de Eremon despertaron a pesar del mareo de su propia mente, embotada por el hidromiel. Nunca la había visto bailar. Conaire le cogía las manos en ese momento y le hacía dar una vuelta mientras Caitlin aplaudía jubilosa entre gritos. Entre los fuegos, los cuernos y las gaitas tocaban más rápido y más alto. Y por un instante, con su silueta recortándose contra la luz de las hogueras, Rhiann echó hacia atrás la cabeza y buscó a Eremon con la mirada, y rió. El hidromiel y el fuego habían aportado un rubor rosado a su rostro, los cabellos ambarinos resplandecían y los ojos destellaban con un brillo limpio al fin.
Eremon se percató de repente, casi con sorpresa, de la nueva voluptuosidad de sus formas cuando el vestido se le ciñó al cuerpo. No la había mirado como debía durante demasiadas lunas. Pero ahí estaba. Su aspecto tenso y demacrado se había convertido…
En belleza.
Entonces, se liberó de aquel baile con un giro y subió la colina hasta derrumbarse sin aliento sobre el suelo a su lado mientras Conaire y Caitlin continuaron danzando, utilizando gestos cada vez más ridículos hasta que no pudieron continuar a causa de la risa.
—Señora.
Rori se inclinó hacia delante para rellenar la copa de hidromiel de Rhiann, ella se lo agradeció y la apuró.
—Bebes como un hombre —bromeó Eremon.
Ella ladeó su cabeza hacia él.
—Es lo único que voy a hacer como un hombre.
Ahora Eremon podría verla de cerca. Tenía los ojos vidriosos. Había bebido mucho, pero, además, ¿no habría tomado algún preparado de hierbas antes de aquellos ritos? Sonrió para sí mismo. Lo más probable era que no.
El erinés se bebió su propio hidromiel de un trago mientras arqueaba una ceja. Ella se incorporó con dificultad, aferró la jarra con actitud desafiante y escanció las copas de ambos.
—Crees que puedes aventajarme en algo, príncipe de Erín, pero te equivocas.
Él reprimió una sonrisa.
—¡Bien dicho! Debo llevarte conmigo a la próxima incursión.
Conaire y Caitlin subieron corriendo la ladera. Conaire se dejó caer al suelo con un gran suspiro, ambos estaban sin aliento.
—¡Oh, Rhiann! —Las mejillas de Caitlin relucían mientras se sentaba—. Beltane nunca era tan divertido en las montañas.
—Y lo mejor aún está por llegar —sugirió Conaire con los ojos entrecerrados al tiempo que miraba fijamente los labios de Caitlin, que, altiva, le devolvió la mirada.
—Conaire mac Lugaid, si te refieres a que honre a la Diosa en el suelo contigo, piénsatelo otra vez. —Alzó el mentón—. Ahora mi rango es superior al tuyo.
—Es la primera vez que una chica te rechaza, hermano… —dijo Eremon.
—Y en el momento preciso —agregó Rhiann. Todos se volvieron hacia ella sorprendidos.
—¡Bien dicho, prima! —replicó Caitlin—. Creo que vosotros, los hombres de Erín, os lo tenéis muy creído. ¿Verdad, Rhiann?
Rhiann lanzó a Eremon una mirada de satisfacción.
—Sin duda.
—Bueno, hermano —Conaire se dirigió a Eremon—. Si estas damas van a seguir hablando de esa forma mientras estén juntas, creo que debemos separarnos.
Aferró la mano de Caitlin y volvió a ponerse en pie de un salto, levantándola con él. Su muñeca diminuta desapareció en su enorme puño.
—Aún quedan más danzas que bailar.
Caitlin se rió.
—Ni una más. ¡Estoy exhausta!
—En ese caso, comamos… El jabalí huele deliciosamente.
—Bueno… —Ella tuvo que inclinarse hacia atrás para alzar la mirada y verle.
—Vamos, conseguiré el trozo más sabroso sólo para ti.
La arrastró con él hacia el llano hasta que ambos desaparecieron entre el remolino de gente.
—¿Señora? —dijo Eithne con timidez—. ¿Me necesitas? Yo también debo comer. —Le hablaba a Rhiann, pero clavaba sus ojos negros en Rori.
—No, no. —Rhiann la despidió con la mano—. Ve y diviértete, Eithne.
Eremon se recostó apoyándose sobre su brazo herido una vez que se fueron. Apenas alcanzaba a ver la parte superior de la cabeza de Conaire cerca de los fuegos en los que se cocinaba, sobresaliendo por encima de todos.
—Parece que tu prima ha cautivado el corazón de mi hermano.
Rhiann siguió la dirección de su mirada.
—¡Diosa! No es más que un pasatiempo divertido para él. Pero le mataré si le hace daño —dijo con gravedad, y entonces le entró hipo.
Eremon la examinó detenidamente cuando ella se tendió de espaldas con los brazos extendidos. Intentó no mirar la protuberancia que sus pechos marcaban en el fino tejido de su vestido. Pretendió no oír los gritos procedentes de la oscuridad, detrás de él, y que no emitían los animales salvajes.
A lo largo de todo el valle, las parejas se deslizaban lejos de los límites de la luz de las hogueras hacia lugares más oscuros para honrar a los dioses de la tierra fértil…, tal y como él había hecho con Aiveen… aunque aquello fue más lujuria frustrada que otra cosa.
—Ay… —suspiró Rhiann.
—¿Qué pasa? —Se inclinó sobre ella y vio cómo las llamas doraban sus mejillas y arrancaban destellos a su abundante cabello…
—Ay… me encuentro mal.
Rhiann parpadeó, entornando los ojos ante la luz brillante de un nuevo fuego. Sacó la mano y palpó las pieles del lecho. Estaba en casa, pero la habitación daba más y más vueltas.
Su mirada se cruzó con una silueta oscura.
—Bebe esto.
Percibió la voz de Eremon, el tacto de su brazo detrás de su cabeza y la dulce frescura del agua cuando él puso la copa en sus labios.
Ella tragó.
—¿Qué…?
—No hables. El mareo se pasará. —Detectó cierto tono divertido en su voz—. Creo que lo vomitaste casi todo en la hierba. Pronto te sentirás mejor.
Volvió a hundirse en la almohada de plumas, pero la habitación no cesaba de girar y aún empeoraba cuando cerraba los ojos—. Gracias, pero ahora vete… —Se esforzó para unir las palabras—. Te vas a perder los fuegos…
Estuvo a punto de decir:
Aiveen estará ahí,
pero entonces recordó que se había casado… ¿No estaba lejos en su castro?
—Duerme ahora. —Le habló con dulzura, con más dulzura de la que le había hablado nunca—. Me iré enseguida.
Cuando se hundía en aquel torbellino de negrura creyó oírle decir:
—Esta noche lo has hecho bien.
Sin ataduras, el alma de la Ban Cré flotó a la deriva mientras contemplaba cómo orbitaban las estrellas. Una de ellas palpitaba y crecía remota, su brillo aumentó cuando se acercó. Era una ardiente bola de luz dorada, de un rojo rosáceo. Las imágenes se arremolinaban en su interior.
Su sueño era hermoso, el
saor
lo hacía más vivido que nunca. Y cuando el poder la inundó, cuando sostuvo el caldero de la Fuente en el valle con el hombre a su vera, comprendió por primera vez cuánto codiciaba ese poder. Lo deseaba con una sed desesperada, con hambre. Lo utilizaría para el bien, pero lo quería para ella. El poder la haría verdaderamente especial, brillante, única, sin recuerdos ominosos que pudieran herirla de nuevo.
—¿Rhiann? —La voz fue un jarro de agua fría que la despertó sobresaltada—. ¿Estás bien?
Parpadeó de nuevo. Veía la habitación desenfocada. El fuego apenas ardía porque prácticamente quedaban rescoldos y la primera luz del alba teñía de gris el interior de la casa. Los laureles espinados de Beltane en las vigas del techo permanecían en la penumbra.
—Gritabas —dijo Eremon junto a la cama—. ¿Te duele algo?
Ella se esforzó por sentarse, apoyándose sobre la pared. De inmediato comenzó a martillearle la cabeza. Eremon todavía vestía las ropas de la noche anterior y olía al humo de las hogueras. Salía vapor del puchero que hervía sobre los rescoldos y un pastel de luna a medio comer yacía sobre las piedras del hogar.
—¿Q-qué… qué es lo que grité?
Se sentó con cuidado al otro extremo de la cama, con el rostro aún en sombras, y contestó:
—Algo acerca de los hombres del águila, y un caldero, y una espada. Dijiste: «Vuelve a mí».
Rhiann esbozó una mueca de dolor, y de inmediato él se levantó y se fue al hogar para servirle su infusión de ortigas. La joven ignoraba que él se hubiera fijado en lo que bebía por las mañanas; tal vez Eithne lo había dejado allí la noche anterior. Apenas podía ver a la muchacha, arrebujada en las mantas de su cama.
Eremon siguió la dirección de su mirada.
—Está exhausta —susurró mientras le ofrecía la bebida—. Creo que todos han visto amanecer… Caitlin ni siquiera ha regresado. Incluso tu pequeña Eithne tiene más fiereza de la que le hubiera concedido. Prácticamente tuve que obligarla a acostarse para que dejara de preocuparse por ti.
Le dedicó una sonrisa cansada. Ella agitó la taza, disfrutando de su calor.
—¿Te has quedado aquí toda la noche? ¡Entonces te has perdido las celebraciones!