La voz del violín (6 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: La voz del violín
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—Todas eran personas que decían conocer personalmente a la señora asesinada.

Encima del escritorio de su despacho, Fazio le había dejado el sobre de plástico con los papeles requisados en la habitación 118. A su lado se encontraban las notificaciones de llamadas telefónicas que el gerente Pizzotta había entregado a Gallo. El comisario se sentó, sacó la agenda del sobre y la hojeó. Michela Licalzi la tenía tan ordenada como su habitación de hotel: citas, llamadas telefónicas pendientes, lugares adonde ir, todo estaba anotado con claridad y precisión.

El doctor Pasquano había dicho, y en eso Montalbano estaba de acuerdo, que la mujer había sido asesinada durante la noche entre el miércoles y el jueves. Por consiguiente, buscó de inmediato la página del miércoles, el último día de la vida de Michela Licalzi. Las 16:00, llamar a Rotondo, mueblero; 16:30, llamar a Emanuele; 17:00 aprox., Todaro, plantas y jardín; 18:00, Anna; 20:00, cena con los Vassallo.

Pero la señora había contraído otros compromisos para el jueves, el viernes y el sábado, ignorando que alguien le impediría cumplirlos. El jueves por la tarde se habría tenido que reunir con Anna e ir con ella a Loconte (entre paréntesis: cortinas) para finalizar la velada cenando con Maurizio. El viernes tenía que ver a Riguccio, el electricista, reunirse de nuevo con Anna e ir a cenar a casa de los señores Cangialosi. En la página del sábado sólo figuraba anotado lo siguiente: 16:30, vuelo desde Punta Ràisi con destino a Bolonia.

Montalbano dejó a un lado la agenda y sacó otros papeles del sobre. Nada interesante, sólo facturas y recibos para Impuestos: todo el dinero gastado en la construcción y la decoración del chalé estaba minuciosamente documentado. En un cuaderno cuadriculado, la señora Michela había anotado en una columna todos los gastos y parecía preparada para una inspección fiscal. Había un talonario de cheques de la Banca Popolare de Bolonia en el que sólo quedaban las matrices. Montalbano encontró también una tarjeta de embarque Bolonia-Roma-Palermo de seis días atrás y un billete de regreso Palermo-Roma-Bolonia para el sábado a las 16:30.

Ni un indicio de carta personal o de nota privada. Decidió proseguir el trabajo en casa.

Cinco

Sólo quedaban por examinar los avisos de llamadas telefónicas. El comisario empezó por los que Michela guardaba en el pequeño escritorio de su habitación de hotel. Eran unos cuarenta y Montalbano los agrupó según el nombre de quien llamaba. Los montoncitos que, al final, resultaron ser más altos que los demás, eran tres. Una mujer, Anna, llamaba de día y, en general, dejaba dicho que Michela la llamara en cuanto se despertara o regresara. Un hombre, Maurizio, había llamado dos o tres veces por la mañana, pero por regla general, prefería hacerlo bien entrada la noche y siempre pedía que ella lo llamara. El tercer montoncito también correspondía a un hombre, llamado Guido, que telefoneaba desde Bolonia, también de noche; pero, a diferencia de Maurizio, no dejaba ningún recado.

Los papelitos que el gerente Pizzotta le había entregado a Gallo eran veinte: todas las llamadas recibidas desde que Michela había salido del hotel por la tarde del miércoles hasta el anuncio de su muerte. Sin embargo, el miércoles por la mañana hacia las diez y media, durante las horas que la señora Licalzi dedicaba al sueño, había pedido hablar con ella el consabido Maurizio y poco después lo había hecho Anna. Hacia las nueve de la noche del miércoles, había pedido hablar con Michela la señora Vassallo que, una hora después, había vuelto a llamarla. Anna había vuelto a llamar poco antes de las doce de la noche.

A las tres de la madrugada del jueves había llamado Guido desde Bolonia. A las diez y media había llamado Anna (la cual ignoraba evidentemente que Michela no había regresado al hotel aquella noche) y a las once un tal Loconte había confirmado la cita para primera hora de la tarde. A mediodía del jueves había llamado el señor Aurelio Di Blasi y había insistido casi cada tres horas hasta las siete de la tarde del viernes. Guido había llamado desde Bolonia a las dos de la madrugada del viernes. Las llamadas de Anna se habían vuelto frenéticas a partir de la mañana del jueves y cesaban el viernes por la tarde, cinco minutos después de que Retelibera diera la noticia del descubrimiento del cadáver.

Había algo que no encajaba, pero Montalbano no conseguía identificarlo y eso le producía una cierta inquietud. Se levantó, salió a la galería que daba directamente a la playa, se quitó los zapatos y echó a andar por la arena hasta llegar a la orilla del mar. Se levantó los bajos de los pantalones y empezó a pasear por la orilla entre el agua que de vez en cuando le mojaba los pies. El arrullador susurro de la resaca lo ayudó a ordenar sus pensamientos. Y, de repente, comprendió la causa de su angustia. Entró de nuevo en la casa, tomó la agenda y la abrió por la página del miércoles. Michela había anotado que tenía que ir a cenar en casa de los Vassallo a las ocho. Pues entonces, ¿por qué la señora Vassallo la había llamado al hotel a las nueve y a las diez de la noche? ¿Acaso Michela no había acudido a la cita? ¿Tal vez la señora Vassallo que había llamado no tenía nada que ver con los Vassallo que la habían invitado a cenar?

Consultó el reloj, ya eran más de las doce de la noche. Llegó a la conclusión de que la cuestión era demasiado importante para andarse con miramientos. En la guía telefónica figuraban tres Vassallo. Llamó al primero y acertó.

—Disculpe, soy el comisario Montalbano.

—¡Comisario! Soy Ernesto Vassallo. Pensaba ir a verlo mañana por la mañana. Mi mujer está destrozada, he tenido que llamar al médico. ¿Hay alguna novedad?

—Ninguna. Tengo que hacerle una pregunta.

—Estoy a su disposición, señor comisario. Por la pobre Michela...

Montalbano lo cortó.

—He leído en la agenda que el miércoles por la noche la señora Licalzi tenía que cenar...

Esta vez fue Ernesto Vassallo quien lo interrumpió a él.

—¡No vino, comisario! La estuvimos esperando mucho rato. Nada. ¡Ni siquiera una llamada, ella que era tan formal! Nos preocupamos, temimos que se encontrara mal, llamamos un par de veces al hotel, llamamos incluso a su amiga Anna Tropeano, pero ésta nos dijo que había visto a Michela hacia las seis, habían permanecido juntas alrededor de media hora y después Michela la había dejado, diciéndole que iba al hotel a cambiarse de ropa para acudir a nuestra casa.

—Mire, le estoy muy agradecido. No vaya mañana por la mañana a la comisaría, tengo un montón de citas, pase por la tarde cuando le resulte cómodo. Buenas noches.

Puesto que ya había cometido una incorrección, decidió cometer otra. Buscó en la guía el número de Aurelio Di Blasi y lo marcó. Cuando aún no había dejado de sonar el primer timbrazo, contestaron desde el otro extremo de la línea.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Eres tú? ¿Eres tú?

Una afanosa y preocupada voz de hombre de mediana edad.

—Soy el comisario Montalbano.

—Ah.

Montalbano percibió que el hombre había experimentado una profunda decepción. ¿Quién era la persona cuya llamada esperaba con tanta ansia?

—Señor Di Blasi, usted se habrá enterado sin duda de lo ocurrido a la pobre...

—Lo sé, lo sé, lo he oído en la televisión.

La decepción había sido sustituida por un evidente desagrado.

—Bien, yo quisiera saber por qué razón usted, desde el mediodía del jueves hasta la noche del viernes, estuvo llamando insistentemente a la señora Licalzi a su hotel.

—¿Y qué tiene eso de extraño? Soy un pariente lejano del marido de Michela. Cuando ella venía aquí por lo del chalé, solía recurrir a mí en busca de ayuda y consejo. Soy ingeniero civil. El jueves la llamé para invitarla a cenar con nosotros, pero el portero me dijo que la señora no había regresado la víspera. El portero me conoce y me tiene confianza. Entonces empecé a preocuparme. ¿Tan raro le parece eso?

Ahora el tono del ingeniero Di Blasi se había vuelto irónico y agresivo. El comisario tuvo la impresión de que estaba a punto de estallar.

—No —contestó, colgando el aparato.

De nada habría servido llamar a Anna Tropeano; ya sabía lo que ésta le habría dicho porque se lo había revelado el señor Vassallo. Le pediría que acudiera a la comisaría. Llegado a este punto, de una cosa estaba seguro: la desaparición de Michela Licalzi había empezado hacia las siete de la tarde del miércoles. La joven no había regresado al hotel, a pesar de haberle comunicado a su amiga su intención de hacerlo.

Como no tenía sueño, se acostó con un libro, una novela de Denevi, un escritor argentino que le encantaba.

Cuando se le empezaron a cerrar los ojos a causa del sueño, cerró el libro y apagó la luz. Tal como solía hacer antes de dormirse, pensó en Livia. Y, de repente, se incorporó en la cama, completamente despierto. ¡Santo cielo, Livia! No la había vuelto a llamar desde la noche de la tormenta, en que había fingido un corte de la comunicación. Estaba claro que Livia no se lo había creído, pues no lo había llamado. Tenía que arreglarlo enseguida.

—¡Hola! ¿Quién es? —preguntó la adormilada voz de Livia.

—Soy Salvo, amor mío.

—¡Déjame dormir!

Clic. Montalbano se quedó un buen rato con el teléfono en la mano.

Eran las ocho y media de la mañana cuando entró en la comisaría con los papeles de Michela. Tras la negativa de Livia a hablar con él, se había puesto nervioso y no había conseguido pegar un ojo. No tuvo necesidad de llamar a Anna Tropeano, Fazio le dijo de inmediato que la mujer lo estaba esperando desde las ocho.

—Oye, quiero saber todo acerca de un ingeniero técnico de Vigàta, se llama Aurelio Di Blasi.

—¿Todo todo? —preguntó Fazio.

—Todo todo.

—Todo todo para mí significa también los pelos y señales.

—Para mí significa lo mismo.

—¿Cuánto tiempo me da?

—Vamos, Fazio, ¿quieres dártelas de sindicalista? Dos horas te bastan y sobran.

Fazio miró a su superior con expresión indignada y salió sin darle siquiera los buenos días.

En condiciones normales, Anna Tropeano debía de ser una linda treintañera de cabello muy negro, piel morena, grandes ojos relucientes, alta y robusta. Ahora, en cambio, mantenía los hombros encorvados y tenía los ojos hinchados y enrojecidos y la piel tirando a gris.

—¿Puedo fumar? —preguntó en cuanto se hubo sentado.

—Por supuesto.

Encendió un cigarrillo con trémulas manos. Esbozó el amago de una sonrisa.

—Lo había dejado hace una semana. Desde ayer me he fumado por lo menos tres atados.

—Le agradezco que haya venido espontáneamente. Necesito que me diga muchas cosas.

—Aquí me tiene.

En su fuero interno, el comisario lanzó un suspiro de alivio. Anna era una mujer fuerte, no habría llantos ni desmayos. Aquella mujer le había caído bien apenas apareció en la puerta.

—Aunque mis preguntas puedan parecerle extrañas, le ruego que responda de todos modos.

—Faltaría más.

—¿Casada?

—¿Quién?

—Usted.

—No, no lo estoy. Y ni siquiera separada o divorciada. Y tanto menos comprometida con alguien. Vivo sola.

—¿Por qué?

A pesar de la previa advertencia de Montalbano, Anna dudó un poco antes de responder a una pregunta tan personal.

—Creo que no he tenido tiempo de pensar en mí misma. Mi padre murió un año antes de que yo terminara mis estudios universitarios, comisario. Un infarto, era muy joven. Un año después de mi licenciatura, perdí a mamá y tuve que cuidar de mi hermana menor Maria, que ahora tiene veintinueve años y está casada en Milán, y de mi hermano Giuseppe, que trabaja en un Banco en Roma y tiene veintisiete años. Yo tengo treinta y uno. Pero, dejando todo eso aparte, creo que no he encontrado a la persona adecuada.

No estaba molesta, más bien parecía haberse tranquilizado un poco. El hecho de que el comisario no hubiera ido directamente al grano le había dado un respiro. Montalbano pensó que era mejor andarse todavía un poco por las ramas.

—¿Usted aquí en Vigàta vive en la casa de sus padres?

—Sí, la compró papá. Es un chalé, justo a la entrada de Marinella. Ahora es demasiado grande para mí.

—¿Es el que hay a la derecha, inmediatamente después del puente?

—Sí.

—Paso por delante por lo menos dos veces al día. Yo también vivo en Marinella.

Anna Tropeano lo estaba mirando con cierta extrañeza. ¡Qué policía tan raro!

—Sí, enseño en el Liceo Científico de Montelusa.

—¿Qué enseña?

—Física.

Montalbano le dirigió una mirada de admiración. En el colegio siempre le habían puesto entre un tres y un cinco en física: si en sus tiempos hubiera tenido una profesora como aquélla, puede que hubiera logrado ponerse a la altura de Einstein.

—¿Sabe quién la mató?

Anna Tropeano experimentó un sobresalto y miró al comisario con expresión suplicante: «Estábamos tan bien, ¿por qué quieres ponerte la máscara de policía, que es peor que un perro de caza? ¿No sueltas la presa?», pareció preguntarle. Montalbano comprendió lo que le estaban preguntando los ojos de la mujer, esbozó una sonrisa y abrió los brazos en gesto de resignación, como diciendo: «Es mi trabajo».

—No —contestó en tono decidido Anna Tropeano.

—La señora Licalzi solía regresar al hotel de madrugada. Quisiera preguntarle...

—Iba a mi casa. Casi todas las noches cenábamos juntas. Cuando la invitaban a otro sitio, después pasaba por mi casa.

—¿Qué hacían ustedes?

—¿Qué hacen dos amigas? Hablábamos, mirábamos la televisión, escuchábamos música. O no hacíamos nada, disfrutábamos simplemente del placer de estar Juntas.

—¿Tenía amistades masculinas?

—Sí, algunas. Pero la situación no era la que podía parecer. Michela era muy seria. Viéndola tan libre y desenvuelta, los hombres se engañaban. Y quedaban inevitablemente decepcionados.

—¿Había alguien especialmente insistente?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—No se lo digo. Lo averiguará sin ninguna dificultad.

—O sea que la señora Licalzi era muy fiel a su marido.

—Yo no he dicho eso.

—¿Qué significa?

—Significa lo que acabo de decir.

—¿Se conocían desde hace tiempo?

—No.

Montalbano la miró, se levantó y se acercó a la ventana. Anna encendió el cuarto cigarrillo casi con furia.

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