La voz del violín (2 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: La voz del violín
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—Disculpe, ¿el funeral de la señora Tamburrano?

—Terminó hace casi dos horas —contestó el párroco, mirándolo severamente.

—¿Sabe si la enterrarán aquí? —preguntó Montalbano, evitando los ojos del cura.

—¡No, hombre! Una vez finalizada la ceremonia, se la llevaron a Vibo Valentia. Allí la enterrarán en el panteón familiar. Su marido, el viudo, la ha seguido en coche.

O sea que todo había sido inútil. Había visto en la plaza de la Madonna delle Grazie un café con terraza. Cuando llegó Gallo con el vehículo arreglado hasta donde se había podido, Montalbano le contó lo ocurrido.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Gallo por tercera vez aquella mañana, sumido en un profundo desconsuelo.

—Te comes un brioche con un granizado, que aquí lo hacen muy bueno, y volvemos a casa. Si el Señor nos ayuda y la Virgen nos acompaña, a las seis de la tarde estamos en Vigàta.

La plegaria fue escuchada y circularon a la perfección.

—El coche sigue todavía allí —dijo Gallo cuando ya se veía Vigàta.

—Ya habrán llamado a la comisaría —contestó Montalbano.

Mentía: la contemplación del vehículo y del chalé con las ventanas cerradas le había causado una cierta desazón.

—Vuelve para atrás —ordenó de repente.

Gallo efectuó una temeraria y cerrada curva que desencadenó un coro de bocinazos; al llegar a la altura del Twingo efectuó otra todavía más temeraria y frenó detrás del cochecito dañado.

Montalbano bajó rápidamente. Antes, al pasar por allí, lo había visto perfectamente bien a través del espejo retrovisor: el trozo de papel con el número de teléfono de la comisaría aún estaba bajo el limpiaparabrisas, nadie lo había tocado.

—No me gusta ni un poquito —le dijo a Gallo, que se había acercado a él.

Echó a andar por el sendero. El chalé debía de haber sido construido recientemente, pues delante de la puerta principal la hierba aún estaba quemada por la cal. Y, además, había unas tejas nuevas amontonadas en un rincón del terreno. El comisario estudió atentamente las ventanas: no se filtraba ni un rayo de luz.

Se acercó a la puerta y tocó el timbre. Esperó un poco y volvió a llamar.

—¿Sabes quién es el propietario? —le preguntó a Gallo.

—No, señor.

¿Qué hacer? Estaba oscureciendo, se sentía un poco cansado y experimentaba sobre sus hombros el peso de aquella inútil y agotadora jornada.

—Vámonos —dijo. Y añadió, en un vano intento de convencerse: —Seguro que han llamado.

Gallo lo miró con expresión dubitativa, pero no abrió la boca.

El comisario no permitió que Gallo entrara ni siquiera en el despacho y lo envió inmediatamente a casa para que descansara. El subcomisario Mimì Augello no estaba, pues lo había llamado el nuevo jefe de policía de Montelusa Luca Bonetti-Alderighi, un joven e impetuoso bergamasco que, en un mes, había conseguido despertar odios asesinos por doquier.

—El jefe de policía —le comunicó Fazio, el suboficial con quien Montalbano tenía más confianza—, se ha molestado por no haberlo encontrado en Vigàta. Y por eso ha tenido que ir el doctor Augello.

—¿Que ha tenido que ir? —replicó el comisario—. ¡Vamos, hombre, ése lo que ha hecho es aprovechar la ocasión para exhibirse!

Le contó a Fazio el accidente de aquella mañana y le preguntó si sabía quiénes eran los propietarios del chalé. Fazio lo ignoraba, pero le aseguró a su superior que a la mañana siguiente iría al Ayuntamiento para averiguarlo.

—Por cierto, su coche está en nuestro garaje.

Antes de regresar a casa, el comisario interrogó a Catarella.

—Procura hacer memoria. ¿No habrán llamado por casualidad acerca de un coche al que hemos embestido?

No había llamado nadie.

—A ver si lo entiendo —dijo Livia en tono alterado a través del teléfono desde Boccadasse, Génova.

—Pero ¿qué quieres entender, Livia? Te lo he dicho y te lo repito. Los documentos para la adopción de François todavía no están listos, han surgido dificultades imprevistas y yo ya no tengo para respaldarme a mi viejo jefe que siempre estaba dispuesto a allanar todos los obstáculos. Hay que tener paciencia.

—Yo no estaba hablando de la adopción —dijo fríamente Livia.

—Ah, ¿no? ¿Y de qué hablabas entonces?

—Hablaba de nuestra boda. Podemos casarnos mientras se resuelven las dificultades de la adopción. Ambas cosas no son interdependientes.

—Por supuesto que no lo son —dijo Montalbano, que ya estaba empezando a sentirse acosado y acorralado.

—Quiero una respuesta clara a la pregunta que ahora te voy a hacer —añadió implacablemente Livia—. Supongamos que la adopción es imposible. ¿Qué hacemos según tú, nos casamos de todos modos o no?

Un fragoroso y repentino trueno le facilitó la solución.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Livia.

—Un trueno. Hay una tormenta trem... Colgó y desenchufó.

No conseguía pegar un ojo. Daba vueltas y más vueltas en la cama, enredándose con las sábanas. Hacia las dos de la madrugada comprendió que era inútil intentar dormir. Se levantó, se vistió, tomó un bolso de cuero que le había regalado mucho tiempo atrás un ladrón de viviendas que posteriormente se había hecho amigo suyo, subió a su automóvil y se puso en marcha. La tormenta era cada vez más fuerte y los relámpagos iluminaban como si fuera de día. Al llegar a la altura del Twingo, ocultó su vehículo bajo los árboles y encendió los faros. Sacó la pistola de la guantera, unos guantes y una linterna. Esperó que amainara un poco la lluvia, cruzó la carretera de un salto, subió por el sendero y se pegó a la puerta. Tocó un buen rato el timbre y no obtuvo respuesta. Se puso los guantes y sacó del bolso de cuero un llavero de gran tamaño en forma de anillo del que colgaban unos diez objetos de hierro de distintas formas.

Al tercer intento, la puerta se abrió, pues sólo estaba cerrada con el picaporte y no con llave. Entró y cerró la puerta a su espalda. En medio de la oscuridad se agachó, se quitó los zapatos mojados y se quedó en medias. Después encendió la linterna, apuntando el haz de luz hacia el suelo. Se encontraba en un espacioso comedor con salón anexo. Los muebles olían a barniz, todo era nuevo y estaba limpio y en orden. Una puerta daba acceso a una cocina tan resplandeciente como la de un anuncio. Otra daba a un cuarto de baño tan pulcro y reluciente que parecía que nadie hubiera entrado jamás en él. Subió muy despacio por la escalera que conducía al piso de arriba. Vio tres puertas cerradas. La primera que abrió le permitió ver un pequeño y ordenado dormitorio de huéspedes; la segunda le mostró un cuarto de baño más grande que el de la planta baja, pero en el que, a diferencia del otro, reinaba un considerable desorden. En el suelo había una salida de baño de toalla de color rosa, como si la persona que la tenía puesta se la hubiera quitado rápidamente. La tercera puerta correspondía al dormitorio principal. Y estaba claro que el cuerpo desnudo y casi arrodillado pertenecía a la joven y rubia propietaria que, con el vientre apoyado en el borde de la cama, permanecía con los brazos extendidos y el rostro enterrado en la sábana reducida a jirones por las uñas que la habían agarrado con fuerza en medio de los espasmos de la muerte por asfixia. Montalbano se acercó al cadáver, se quitó un guante y lo tocó ligeramente: estaba frío y rígido. Debía de haber sido muy bonita. El comisario volvió a bajar, se puso nuevamente los zapatos, secó con el pañuelo la mancha húmeda que éstos habían dejado en el suelo, salió de la casa, cerró la puerta, cruzó la carretera, subió a su automóvil y se alejó del lugar. Estuvo pensando vertiginosamente mientras regresaba a Marinella. ¿Qué hacer para que otros descubrieran el delito? No podía ir a decirle al juez lo que acababa de hacer. El juez sustituto del doctor Lo Bianco, que había pedido la excedencia para poder profundizar en sus interminables investigaciones históricas acerca de sus presuntos antepasados, era un veneciano llamado Nicolò y apellidado Tommaseo como el célebre escritor y patriota del siglo XIX, que a cada momento sacaba a relucir sus «irrenunciables prerrogativas». Tenía una carita de chiquilín tísico que ocultaba bajo una barba y unos bigotes de mártir de Belfiore, los célebres patriotas ahorcados en aquella localidad mantuana. Mientras abría la puerta de su casa, Montalbano dio finalmente con la solución del problema. Y, de esa manera, consiguió dormir como Dios manda.

Dos

Llegó al despacho a las ocho y media, descansado y dulcificado.

—¿Sabes que el jefe de policía es un noble? —fue lo primero que le dijo Mimì Augello al verlo.

—¿Es un juicio moral o un hecho heráldico?

—Heráldico.

—Ya lo había comprendido por el guión entre los dos apellidos. Y tú, ¿qué has hecho, Mimì? ¿Lo has llamado conde, barón, marqués? ¿Lo has adulado como Dios manda?

—¡Vamos, Salvo, qué manía la tuya!

—¿La mía? Fazio me ha dicho que meneabas el rabo mientras hablabas por teléfono con el jefe y que después has salido como una exhalación para ir a verlo.

—Mira, el jefe me ha dicho textualmente: «Si el comisario Montalbano no está localizable, venga usted inmediatamente». ¿Qué querías que hiciera? ¿Contestarle que no podía porque, en caso contrario, mi superior se cabrearía?

—¿Qué quería?

—No estaba sólo yo. Se encontraba presente media provincia. Nos ha comunicado su intención de renovar y poner al día las cosas. Ha dicho que el que no esté en condiciones de seguirlo en esta aceleración, mejor que se vaya al desguace. Ha dicho literalmente «desguace». Todos hemos comprendido que se refería a ti y a Sandro Turri de Calascibetta.

—Explícame mejor cómo lo han comprendido.

—Porque, cuando dijo «desguace», miró un buen rato primero a Turri y después a mí.

—¿Y no es posible que se refiriera precisamente a ti?

—Vamos, Salvo, todos sabemos lo mal que le caes.

—¿Qué quería el señor príncipe?

—Decirnos que dentro de unos días llegarán unas supermodernas computadoras y que las habrá en todas las comisarías. Nos ha pedido a cada uno el nombre del agente más experto en informática. Y yo se lo he dado.

—¿Pero estás loco? Aquí nadie sabe nada de esas cosas. ¿Qué nombre le has dado?

—Catarella —contestó muy serio e impasible Mimì Augello.

Un acto de saboteador nato. Montalbano se levantó de un salto y corrió a abrazar a su subcomisario.

—Lo sé todo sobre el chalé que le interesa —dijo Fazio, sentándose en la silla delante del escritorio del comisario—. He hablado con el secretario del Ayuntamiento, que conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Vigàta.

—Dime.

—Bueno pues, el terreno en el que se levanta la casa pertenecía al doctor Rosario Licalzi.

—¿Doctor en qué?

—Doctor de verdad, médico. Murió hace unos quince años y se lo dejó en herencia a su hijo mayor Emanuele, también médico.

—¿Vive en Vigàta?

—No, señor. Vive y trabaja en Bolonia. Hace dos años este Emanuele Licalzi se casó con una chica de allí. Vinieron a Sicilia en viaje de luna de miel. La mujer vio el terreno y, desde ese momento, se le metió en la cabeza construir un chalé. Y eso es lo que hicieron.

—¿Sabes dónde están en este momento los Licalzi?

—El marido está en Bolonia y a ella se la vio hace tres días en el pueblo buscando cosas para amueblar el chalé. Tiene un Twingo verde botella.

—El que Gallo embistió.

—Ya. El secretario me ha dicho que no puede pasar inadvertida. Por lo visto, es muy bonita.

—No entiendo por qué razón la señora no ha llamado todavía —declaró Montalbano que, cuando se lo proponía, sabía actuar como un consumado actor.

—Yo tengo una teoría —dijo Fazio—. El secretario me ha dicho que la señora es, ¿cómo diría?, muy aficionada a las amistades.

—¿Femeninas?

—Y masculinas —subrayó Fazio con intención—. Puede que la señora sea huésped de alguna familia que, a lo mejor, vino a recogerla con su coche. Sólo cuando regrese se dará cuenta de los daños que ha sufrido el vehículo.

—Es posible —concluyó Montalbano, siguiendo con su teatro.

En cuanto Fazio se retiró, el comisario llamó a la señora Clementina Vasile Cozzo.

—Mi querida señora, ¿cómo está?

—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! Voy tirando, a Dios gracias.

—¿Podría pasar a saludarla un momentito?

—Usted es bien recibido en cualquier momento.

La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana paralítica, una ex maestra de escuela primaria extremadamente inteligente y dotada de una natural y decorosa dignidad. El comisario la había conocido en el transcurso de unas complicadas investigaciones tres meses atrás y había quedado filialmente unido a ella. Montalbano no se lo confesaba abiertamente a sí mismo, pero aquella era la mujer que habría querido tener por madre, pues había perdido la suya siendo muy chico y sólo conservaba de ella el recuerdo de una dorada luminiscencia.

—¿Mamá era rubia? —le había preguntado una vez a su padre en un intento de comprender por qué el recuerdo de su madre consistía sólo en una borrosa luminosidad.

—Trigo bajo el sol —fue la concisa respuesta de su padre.

Montalbano había adquirido la costumbre de ir a ver a la señora Clementina por lo menos una vez a la semana, le hablaba de alguna investigación que tenía entre manos, y la mujer, agradeciéndole la visita que interrumpía la monotonía de sus jornadas, lo invitaba a comer. Pina, la mucama, era un personaje arisco que, por si fuera poco, no le tenía la menor simpatía a Montalbano, pero preparaba unos platos de exquisita y cautivadora simplicidad.

La señora Clementina, elegantemente vestida y con un pequeño chal de seda indio sobre los hombros, lo recibió en el salón.

—Hoy tenemos concierto —le dijo en un susurro—, pero ya está a punto de terminar.

Cuatro años atrás la señora Clementina había averiguado a través de la mucama Pina, que a su vez se había enterado por medio de Jolanda, el ama de llaves del maestro Cataldo Barbera, que el ilustre violinista que vivía en el apartamento situado justo encima del suyo, estaba teniendo serias dificultades con los impuestos. Entonces ella se lo había dicho a su hijo, que trabajaba en la delegación de Hacienda de Montelusa, y el problema, que esencialmente se debía a un equívoco, se había resuelto. Diez días más tarde el ama de llaves Jolanda le había entregado una nota: «Distinguida señora, para corresponder aunque sólo sea en parte, cada viernes por la mañana, desde las nueve y media hasta las diez y media, tocaré para usted. Suyo afectísimo, Cataldo Barbera».

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