—¿Nada más? —preguntó Montalbano, decepcionado.
—No. Está claro que mantuvo relaciones sexuales.
—¿La violaron?
—No creo. Tuvo una relación vaginal muy fuerte, ¿cómo diría?, intensa. Pero no hay restos de líquido seminal. Después tuvo una relación anal, también muy fuerte y sin líquido seminal.
—¿Pero cómo puede decir que no la violaron?
—Muy fácil. Para preparar la penetración anal, se utilizó una crema suavizante, puede que una de esas cremas hidratantes que las mujeres suelen tener en el cuarto de baño. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un violador que procura no causar dolor a su víctima? No, créame, la señora consintió. Y ahora lo dejo, le facilitaré cuanto antes otros detalles.
El comisario tenía una memoria fotográfica excepcional. Cerró los ojos, se sujetó la cabeza con las manos y se concentró. Poco después vio con toda nitidez el tarrito de crema hidratante con la tapa al lado, el último a la derecha en la repisa del desordenado cuarto de baño del chalé.
En la via Laporta número 8 la placa del portero eléctrico decía simplemente «Ing. Aurelio Di Blasi» y nada más. Tocó el timbre y contestó una vez femenina.
—¿Quién es?
Mejor no ponerla en guardia, pues en aquella casa debían de estar en ascuas.
—¿Está el ingeniero?
—No, pero regresará enseguida. ¿Quién es?
—Soy un amigo de Maurizio. ¿Me puede abrir?
Por un instante se sintió una mierda de hombre, pero era su trabajo.
—El último piso —dijo la voz femenina.
Le abrió la puerta del ascensor una mujer de sesenta y tantos años, despeinada y con expresión alterada.
—¿Usted es amigo de Maurizio? —preguntó ansiosamente.
—Sí y no —contestó Montalbano, sintiendo que la mierda le llegaba hasta el cuello.
—Pase.
Lo acompañó a un espacioso salón amueblado con gusto exquisito, le indicó un sillón y ella se acomodó en una silla y empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, muda y desesperada. Las persianas estaban cerradas y a través de los listones se filtraba un poco de luz, por lo que Montalbano tuvo la sensación de haber acudido a una casa para dar el pésame. Pensó que, a lo mejor, había un muerto invisible llamado Maurizio. Sobre una mesita se veían unas diez fotografías todas del mismo rostro, pero en la semipenumbra no se distinguían los rasgos. El comisario respiró hondo como cuando uno se prepara para practicar una inmersión sin tubo de aire. En realidad, estaba a punto de arrojarse al abismo de dolor de los pensamientos de la señora Di Blasi.
—¿Ha tenido alguna noticia de su hijo?
Resultaba más que evidente que la situación era la que le había descrito Fazio.
—No. Todos lo estamos buscando por todas partes. Mi marido, sus amigos... Todos.
La mujer rompió a llorar muy quedo. Las lágrimas le bajaban por las mejillas y le caían sobre el regazo.
—¿Llevaba mucho dinero?
—Aproximadamente medio millón de liras con toda seguridad. Y, además, tenía la tarjeta, ¿cómo se llama?, Bancomat.
—Voy a buscarle un vaso de agua —dijo Montalbano, levantándose.
—No se moleste, voy yo —dijo la mujer, levantándose a su vez y abandonando la habitación.
Montalbano tomó de golpe una de las fotografías, le echó un rápido vistazo, un muchacho de rostro caballuno y ojos inexpresivos, y se la guardó en el bolsillo. Al parecer, el ingeniero Di Blasi las tenía preparadas para repartirlas. La señora regresó, pero en lugar de sentarse permaneció de pie en la puerta. Estaba empezando a sospechar algo.
—Usted es mucho mayor que mi hijo. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
—En realidad, Maurizio es amigo de mi hermano menor Giuseppe.
Había elegido uno de los nombres más comunes de Sicilia, pero la señora ya estaba pensando en otra cosa, se sentó y reanudó su balanceo hacia adelante y hacia atrás.
—¿O sea que están sin noticias suyas desde el miércoles por la noche?
—Nada de nada. Por la noche no regresó. Jamás lo había hecho. Es un muchacho muy bueno e inocente, si alguien le dice que los perros vuelan, se lo cree. Por la mañana mi marido se preocupó y empezó a llamar a la gente. Un amigo suyo, Pasquale Corso, lo había visto pasar en dirección al bar Italia. Debían de ser las nueve de la noche.
—¿Llevaba un móvil?
—Sí, pero, ¿usted quién es?
—Bueno —dijo el comisario, levantándose—. Ya no la molesto más.
Se encaminó a toda velocidad hacia la puerta principal, la abrió y se volvió.
—¿Cuando fue la última vez que estuvo aquí Michela Licalzi?
La mujer se ruborizó intensamente.
—¡No pronuncie el nombre de esta puta! —exclamó.
Y cerró violentamente la puerta a su espalda.
El bar Italia estaba casi al lado de la comisaría; y todos, incluido Montalbano, eran como de la casa. El propietario estaba sentado en la caja. Era un hombre de torva mirada que contrastaba con su innata bondad. Se llamaba Gelsomino Patti.
—¿Qué le mando servir, comisario?
—Nada, Gelsomi. Necesito una información. ¿Conoces a Maurizio Di Blasi?
—¿Lo han encontrado?
—Todavía no.
—El padre, pobrecito, ha pasado por aquí por lo menos diez veces, preguntando si hay novedades. ¿Pero qué novedades puede haber? Si regresa, se irá a su casa, no vendrá a sentarse al bar.
—Oye, Pasquale Corso...
—Comisario, el padre también me dijo a mí que Maurizio había venido aquí sobre las nueve. El caso es que se detuvo en la calle, justo aquí delante y yo lo vi muy bien desde la caja. Estaba a punto de entrar, pero se detuvo, sacó el móvil, marcó un número y empezó a hablar. Poco después ya no lo vi. Pero aquí el miércoles por la noche no entró, eso seguro. ¿Qué interés tendría yo en decir una cosa en lugar de otra?
—Gracias, Gelsomi. Hasta otra.
—Dottori!
Ha llamado desde Montelusa el doctor Latte.
—Lattes, Catarè, con
ese
final.
—Dottori,
qué más da una ese más o menos. Dice que usted lo llame enseguida. Después ha llamado Guito Serafalle. Me ha dejado un número de Bolonia. Lo tengo escrito en este trozo de papel.
Ya era la hora del almuerzo, pero tenía tiempo para hacer una llamada.
—¡Hola! ¿Con quién hablo?
—Soy el comisario Montalbano. Llamo desde Vigàta. ¿Es usted el señor Guido Serravalle?
—Sí. Comisario, he estado tratando de localizarlo esta mañana porque, al llamar al Jolly para hablar con Michela, me he enterado...
Una voz cálida, madura, de cantante melódico.
—¿Usted es pariente suyo?
Siempre le había dado buen resultado la táctica de fingir ignorar, en el curso de una investigación, las relaciones entre las personas implicadas.
—No. En realidad, yo...
—¿Amigo?
—Sí, amigo.
—¿Hasta qué extremo?
—No le entiendo, perdone.
—Amigo hasta qué extremo.
Guido Serravalle titubeó. Montalbano acudió en su ayuda.
—¿Íntimo?
—Bueno, sí.
—Dígame pues.
Otro titubeo. Estaba claro que las maneras del comisario lo desconcertaban.
—Verá, quería decirle... ponerme a su disposición. Tengo en Bolonia un comercio de antigüedades que puedo cerrar cuando quiera. Si usted me necesita, tomo un vuelo y me planto aquí abajo. Quería... estaba muy unido a Michela.
—Comprendo. Si lo necesito, lo mandaré llamar.
Colgó el teléfono. No soportaba a las personas que hacían llamadas inútiles. ¿Qué podía decirle Guido Serravalle que él no supiera?
Se dirigió a pie a la trattoria San Calogero, donde siempre servían un pescado muy fresco. En determinado momento, se detuvo y soltó una maldición. Había olvidado que la trattoria estaba cerrada desde hacía seis días por las obras de modernización de la cocina. Dio media vuelta, tomó su coche y se dirigió a Marinella. Apenas cruzó el puente, contempló la casa en la que ahora sabía que vivía Anna Tropeano. La tentación fue más fuerte que él, se acercó al cordón, se detuvo y bajó.
Era un chalé de dos pisos muy bien cuidado, con un jardincito alrededor. Se aproximó a la verja y apretó el botón del portero eléctrico.
—¿Quién es?
—Soy el comisario Montalbano. ¿La molesto?
—No, pase.
La verja se abrió al mismo tiempo que la puerta del chalé. Anna se había cambiado de vestido y había recuperado el color.
—¿Sabe una cosa, comisario? Estaba segura de que hoy volvería a verlo.
—¿Estaba almorzando?
—No, no tengo ganas. Y, además, así, sola... Michela venía casi a diario a comer aquí. Raras veces almorzaba en el hotel.
—¿Puedo hacerle una proposición?
—Por ahora, pase.
—¿Quiere acompañarme a mi casa? Está a un paso, a la orilla del mar.
—Pero a lo mejor, su esposa, sin avisarle...
—Vivo solo.
Anna Tropeano no lo pensó ni un momento.
—Espéreme en el coche. En seguida lo alcanzo.
Fueron en silencio, Montalbano sin salir todavía de su asombro por haberle hecho aquella invitación y Anna indudablemente sorprendida por el hecho de haberla aceptado.
El sábado era el día que la mucama Adelina dedicaba a una limpieza a fondo de la casa, y el comisario, al verlo todo tan resplandeciente y ordenado, se consoló. Cierto sábado había invitado a una pareja de amigos, pero aquel día Adelina no había ido. Resultó que, al final, la mujer del amigo, para poner la mesa, tuvo que retirar primero una montaña de medias sucias y calzoncillos para lavar.
Como si ya conociera la casa, Anna se encaminó directamente hacia la galería y se sentó en el banco para contemplar el mar cercano. Montalbano le colocó delante una mesita plegable y un cenicero. Después se dirigió a la cocina. Adelina le había dejado en el horno un buen trozo de merluza y, en la heladera, una salsita ya preparada de anchoas y vinagre para condimentarla.
Regresó a la galería. Anna estaba fumando y parecía más tranquila a cada minuto que pasaba.
—Qué bonito es esto.
—¿Le gustaría un poco de merluza al horno?
—No se ofenda, comisario, pero tengo el estómago cerrado. Vamos a hacer una cosa, mientras usted come, yo me tomo un vaso de vino.
En cuestión de media hora, el comisario se zampó la triple ración de merluza y Anna se bebió dos vasos de vino.
—Está buenísimo —dijo Anna, volviendo a llenarse el vaso.
—Lo hace... lo hacía mi padre. ¿Tomaría un café?
—No renuncio al café.
El comisario abrió una lata de Yaucono, preparó la cafetera y la puso sobre la hornalla de la cocina de gas. Después regresó a la galería.
—Quíteme esta botella de delante. De lo contrario, me la beberé entera —dijo Anna.
Montalbano obedeció. El café ya estaba listo y lo sirvió. Anna lo bebió, saboreándolo a sorbitos.
—Es fuerte y exquisito. ¿Dónde lo compra?
—No lo compro. Un amigo me envía unas cuantas latas desde Puerto Rico.
Anna apartó a un lado la taza y encendió el vigésimo cigarrillo.
—¿Qué tiene que decirme?
—Hay novedades.
—¿Cuáles?
—Maurizio Di Blasi.
—¿Lo ve? Esta mañana no le he dicho el nombre porque estaba segura de que lo descubriría sin ninguna dificultad; en el pueblo todo el mundo se reía.
—¿Había perdido la cabeza?
—Algo más que eso. Michela se había convertido para él en una obsesión. No sé si le han dicho que Maurizio no era un chico como Dios manda. Rozaba el límite entre la normalidad y el desequilibrio mental. Mire, hay dos episodios que...
—Cuéntemelos.
—Una vez Michela y yo fuimos a comer a un restaurante. Poco después apareció Maurizio, nos saludó y se sentó a la mesa de al lado. Comió muy poco, sin apartar los ojos de Michela. De repente, empezó a babear y yo experimenté un acceso de náuseas. Le aseguro que babeaba y le salía un hilillo de saliva de la comisura de la boca. Tuvimos que irnos.
—¿Y el otro episodio?
—Yo había ido al chalé para ayudar a Michela. Al finalizar la jornada, ella se fue a duchar y bajó desnuda al salón. Hacía mucho calor. Le gustaba andar por la casa sin ropa. Se sentó en un sillón y nos pusimos a charlar. En determinado momento, oí una especie de gemido desde fuera. Me volví para mirar. Vi a Maurizio con la cara casi pegada al cristal. Antes de que yo pudiera decir algo, retrocedió unos pasos con la cintura doblada. Entonces comprendí que se estaba masturbando. —Hizo una pausa, contempló el mar y lanzó un suspiro. —Pobre chico —añadió en un susurro.
Por un instante, Montalbano se conmovió. La ancha pelvis. Aquella extraordinaria capacidad femenina de comprender profundamente y penetrar en los sentimientos, de ser simultáneamente madre y amante, hija y esposa. Apoyó la mano en la de Anna y ella no la apartó.
—¿Sabe que ha desaparecido?
—Sí, ya lo sé. La misma noche que Michela. Pero...
—¿Pero?
—Comisario, ¿puedo hablarle con sinceridad?
—¿Por qué, qué hemos estado haciendo hasta ahora? Hágame un favor, llámeme Salvo.
—Sólo si usted me llama Anna.
—De acuerdo.
—Pero ustedes se equivocan si creen que Maurizio pudo asesinar a Michela.
—Déme una buena razón.
—No se trata de una razón. Mire, la gente no habla de buen grado con ustedes, los de la policía. Pero si usted, Salvo, ordena realizar una encuesta, un sondeo de opinión tal como se suele decir, toda Vigàta le dirá que no considera a Maurizio un asesino.
—Anna, hay otra novedad que todavía no le he dicho.
Anna cerró los ojos. Había adivinado que lo que el comisario estaba a punto de decirle era difícil de decir y de escuchar.
—Estoy preparada.
—El forense doctor Pasquano ha llegado a ciertas conclusiones que ahora le voy a revelar.
Se las dijo sin mirarla a la cara, con los ojos clavados en el mar. No le ahorró ningún detalle.
Anna lo escuchó sosteniéndose el rostro con las manos y con los codos apoyados en la mesita. Cuando el comisario terminó, se levantó intensamente pálida.
—Voy al baño.
—La acompaño.
—Lo encontraré yo sola.
Al poco rato, Montalbano la oyó vomitar. Consultó el reloj, faltaba todavía una hora para la llegada de Emanuele Licalzi. Y, en cualquier caso, el señor de Bolonia que arreglaba huesos podría esperar perfectamente.
Anna regresó con expresión decidida y volvió a sentarse al lado de Montalbano.