—Hoy he tocado con el Guarneri —dijo el maestro, señalándolo y confirmando con sus palabras la suposición del comisario—. Tiene una voz incomparable, celestial.
Montalbano se felicitó: a pesar de no saber nada de música, había intuido que el sonido de aquel violín era distinto del que él había oído en el concierto anterior.
—Créame, para un violinista, tener a su disposición una joya semejante es un verdadero milagro —el maestro lanzó un suspiro—. Por desgracia, tendré que devolverlo.
—¿No es suyo?
—¡Ojalá lo fuera! Lo malo es que ya no sé a quién devolverlo. Hoy tenía intención de llamar por teléfono a la comisaría para exponer la cuestión. Pero puesto que está usted aquí...
—Estoy a su disposición.
—Verá, este violín pertenecía a la pobre señora Licalzi.
El comisario sintió que todos los nervios se le tensaban como si fueran cuerdas de violín. Si el maestro lo hubiera rozado con el arco, estaba seguro de que habría emitido un sonido.
—Hace unos dos meses —le dijo el maestro Barbera—, estaba haciendo ejercicios con la ventana abierta. La señora Licalzi, que pasaba casualmente por la calle, me oyó. Era una entendida en música, ¿sabe usted? Leyó mi nombre en la placa del portero eléctrico y quiso verme. Había asistido a mi último concierto en Milán, después pensaba retirarme, pero nadie lo sabía.
—¿Por qué?
Aquella pregunta directa pescó desprevenido al maestro, el cual titubeó un instante, pero después soltó el broche y se quitó muy despacio la bufanda. Un monstruo. Le faltaba media nariz y el labio superior, totalmente corroído, dejaba al descubierto la encía.
—¿No le parece una buena razón? —El maestro se volvió a poner la bufanda y la sujetó con el broche. —Es un insólito caso de lupus incurable de curso destructivo. ¿Cómo habría podido presentarme ante mi público?
El comisario le agradeció que se hubiera vuelto a poner la bufanda, pues resultaba imposible mirarlo y su aspecto producía espanto y náuseas.
—Bueno, entonces, esa bella y gentil criatura, hablando de esto y lo otro, me dijo que había heredado un violín de un bisabuelo violero en Cremona. Añadió que, de pequeña, había oído decir en su familia que aquel instrumento valía una fortuna, pero ella no le había dado importancia. En las familias son frecuentes estas leyendas del cuadro valioso o de la estatuilla que vale millones. No sé por qué razón, sus palabras despertaron mi curiosidad. Unas cuantas noches más tarde, ella me llamó, pasó a recogerme y me acompañó al chalé recién construido. Puede creerme, en cuanto vi el violín, sentí que algo estallaba dentro de mí, y experimenté una especie de descarga eléctrica. Se encontraba en bastante mal estado, pero se podía volver a poner en forma sin demasiada dificultad. Era un Andrea Guarneri, comisario, muy fácil de identificar por el barniz de color amarillo ámbar que le confiere una extraordinaria luminosidad.
El comisario contempló el violín y sinceramente no le pareció que emitiera la menor luz. Pero él era un inepto en cuestión de música.
—Lo probé —añadió el maestro— y durante diez minutos me sentí transportado al paraíso con Paganini, con Ole Bull...
—¿Qué precio tiene en el mercado? —preguntó el comisario que, por regla general, tenía los pies en la tierra y jamás había estado en el paraíso.
—¿Precio? ¿Mercado? —se horrorizó el maestro—. ¡Un instrumento así no tiene precio!
—De acuerdo, pero si quisiéramos cuantificar...
—Qué sé yo. Dos, tres mil millones.
¿Había oído bien? Había oído bien.
—Le señalé a la señora que no podía correr el riesgo de dejar un instrumento de tanto valor en un chalé prácticamente deshabitado. Ambos tratamos de buscar una solución, entre otras cosas porque yo quería una confirmación autorizada de mi suposición, es decir, la de que se trataba de un Andrea Guarneri. Ella me propuso que lo guardara yo aquí, en casa. Yo no quería aceptar semejante responsabilidad, pero ella consiguió convencerme y ni siquiera aceptó que le hiciera un recibo. Me acompañó de nuevo a casa y yo le entregué uno de mis violines para que lo colocara en el estuche del chalé, en sustitución del otro. Si alguien lo hubiera robado, no valía gran cosa: unos centenares de miles de liras. A la mañana siguiente, llamé a un amigo mío de Milán que es el mayor experto en violines que existe. Su secretaria me dijo que estaba viajando por el mundo y no regresaría antes de fin de mes.
—Perdone —dijo el comisario—, vuelvo enseguida. Salió corriendo y corriendo regresó a la comisaría.
—¡Fazio!
—A sus órdenes, señor comisario.
Escribió una nota, la firmó y le aplicó el sello de la comisaría para autenticarla.
—Ven conmigo.
Tomó su coche y se detuvo a escasa distancia de la iglesia.
—Entrega esta nota al doctor Licalzi, tiene que darte las llaves del chalé. Yo no puedo ir, si entro en la iglesia y me ven hablar con el doctor, ¿quién podrá contener las habladurías que correrán por el pueblo?
Menos de cinco minutos después ya se estaban dirigiendo a Tre Fontane. Bajaron del coche y Montalbano abrió la puerta del chalé. Se percibía un fuerte olor asfixiante que no se debía tan sólo al hecho de estar todo cerrado sino también a los polvos y los vaporizadores utilizados por los de la Policía Científica.
Seguido por Fazio, que no le hacía ninguna pregunta, el comisario abrió la pequeña vitrina, tomó el estuche con el violín, salió y cerró la puerta.
—Espera, quiero ver una cosa.
Dobló la esquina de la casa y se dirigió a la parte de atrás, cosa que no había hecho las otras veces que había estado allí. Se veía una especie de esbozo de lo que habría tenido que ser un inmenso jardín. A la izquierda, casi pegado al edificio, se levantaba un serbal de gran tamaño que daba unos pequeños frutos de color intensamente rojo y sabor acídulo como los que Montalbano se hinchaba de comer en su infancia.
—Tendrías que treparte a la rama más alta.
—¿Quién? ¿Yo?
—No, tu hermano mellizo.
Fazio se movió a regañadientes. Tenía una cierta edad y temía caerse y romperse el cuello.
—Espérame.
—Sí, señor, de todos modos cuando era chico me gustaba Tarzán.
Montalbano abrió la puerta de la casa, subió al piso de arriba, encendió la luz del dormitorio, donde el olor le hizo arder la garganta, y subió la persiana sin abrir la ventana.
—¿Me ves? —le preguntó a Fazio, levantando la voz.
—Sí, señor, perfectamente.
Salió del chalé, cerró la puerta y se encaminó hacia el coche. Fazio no estaba. Se había quedado en la rama del árbol a la espera de que el comisario le dijera lo que tenía que hacer.
Tras dejar a Fazio delante de la iglesia para que le devolviera las llaves al doctor Licalzi («dile que quizá volvamos a necesitarlas»), se dirigió a casa del maestro Cataldo Barbera y subió los peldaños de dos en dos. El maestro le abrió la puerta, se había quitado el frac y se había puesto unos pantalones y una tricota de cuello alto. En cambio, la bufanda blanca y el broche de oro eran los mismos.
—Pase —dijo Cataldo Barbera.
—No es necesario, maestro. Sólo unos segundos. ¿Éste es el estuche en el que se guardaba el Guarneri?
El maestro lo tomó en sus manos, lo estudió atentamente y se lo devolvió.
—Me parece que sí.
Montalbano abrió el estuche y, sin sacar el instrumento, preguntó:
—¿Y este es el instrumento que usted le entregó a la señora?
El maestro se echó hacia atrás y extendió una mano como si quisiera apartarse todavía más de una horrible escena.
—¡Pero si este es un objeto que yo no tocaría ni siquiera con un dedo! ¡Qué barbaridad! ¡Está hecho en serie! ¡Es un ultraje para un verdadero violín!
Era la confirmación de lo que la voz del violín le había revelado, mejor dicho, había hecho aflorar a la superficie, pues se trataba de algo que él había observado de manera inconsciente: la diferencia entre el contenido y el contenedor. Hasta él se había dado cuenta, y eso que no entendía de violines. Ni de cualquier otro instrumento, para el caso.
—Entre otras cosas —añadió Cataldo Barbera— el que yo le entregué a la señora era efectivamente de escaso valor, pero se parecía mucho al Guarneri.
—Gracias. Hasta otro día.
Montalbano empezó a bajar los peldaños.
—¿Qué hago con el Guarneri? —le preguntó en voz alta el maestro todavía extrañado, pues no había comprendido nada.
—Por el momento, quédese con él. Y tóquelo todo lo que pueda.
Estaban cargando el féretro en el coche fúnebre y había muchas coronas alineadas delante del pórtico de la iglesia. Emanuele Licalzi estaba rodeado por un montón de gente que le daba el pésame. Se lo veía insólitamente trastornado. Montalbano se le acercó y se apartó con él.
—No me esperaba tantas personas —dijo el doctor.
—La señora se había ganado muchas simpatías. ¿Le han devuelto las llaves? Puede que tenga que volver a pedírselas.
—Yo las utilizo de cuatro a cinco para acompañar a los de la inmobiliaria.
—Lo tendré en cuenta. Oiga, doctor, probablemente cuando vaya al chalé, notará que falta el violín de la vitrina. Lo tengo yo. Se lo devolveré por la tarde.
El médico lo miró, perplejo.
—¿Tiene alguna relación con el caso? Es un objeto sin ningún valor.
—Lo necesito para las huellas digitales —mintió Montalbano.
—Siendo así, recuerde que yo lo tuve en mis manos cuando se lo mostré.
—Lo recuerdo perfectamente. Ah, doctor, por simple curiosidad. ¿A qué hora salió ayer tarde de Bolonia?
—Hay un avión que sale a las 18:30, tiene enlace en Roma y llega a Palermo a las 22:00.
—Gracias.
—Perdone, comisario: no se olvide del Twingo.
¡Bueno, menuda lata le estaba dando con el coche!
Entre la gente que ya se iba, vio finalmente a Anna Tropeano, conversando con un alto y distinguido cuarentón. Debía de ser Guido Serravalle. Vio pasar por la calle a Giallombardo y lo llamó.
—¿Adónde vas?
—A casa a comer, señor comisario.
—Lo siento por ti, pero no irás.
—¡Por Dios, precisamente hoy que mi mujer me había preparado pasta
'ncasciata!
—Te la comerás esta noche. ¿Ves a aquellos dos, aquella señora morena que está hablando con aquel señor?
—Sí.
—A él no lo pierdas de vista. Yo estaré dentro de poco en la comisaría, mantenme informado cada media hora. Qué hace, adónde va.
—Muy bien —dijo resignado Giallombardo.
Montalbano lo dejó y se acercó a los dos. Anna no lo había visto llegar. Al verlo, se le iluminó el rostro. Estaba claro que la presencia de Serravalle le molestaba.
—¿Qué tal, Salvo? —Hizo las presentaciones. —El comisario Salvo Montalbano, el señor Guido Serravalle.
Montalbano interpretó su papel como los dioses.
—¡Pero nosotros ya habíamos hablado por teléfono!
—En efecto, me puse a su disposición.
—Lo recuerdo muy bien. ¿Ha venido por la pobre señora?
—No podía menos que hacerlo.
—Lo comprendo. ¿Se va hoy mismo?
—Sí, dejaré el hotel a eso de las cinco de la tarde. El avión sale de Punta Ràisi a las ocho.
—Bien, bien —dijo Montalbano. Parecía alegrarse de que todos estuvieran contentos y de que, entre otras cosas, se pudiera contar con la puntualidad de las salidas de los aviones.
—¿Sabes? —dijo Anna, adoptando un aire mundano y desenvuelto—, el señor Serravalle me estaba invitando a almorzar. ¿Por qué no nos acompañas?
—Me encantaría —dijo Serravalle, encajando el golpe.
Una expresión de contrariedad se dibujó de inmediato en el rostro del comisario.
—¡Qué lástima, si lo hubiera sabido antes! Por desgracia, tengo otro compromiso.
Le tendió la mano a Serravalle.
—Encantado de haberlo conocido. Aunque, dadas las circunstancias, no debería decirlo.
Temió estarse pasando en su papel de perfecto idiota. De hecho, Anna lo estaba mirando con unos ojos que se habían convertido en dos signos de interrogación.
—Nosotros ya nos llamaremos, ¿eh, Anna?
En la puerta de la comisaría se cruzó con Mimì, que estaba saliendo.
—¿Adónde vas?
—A comer.
—¡Mierda, no saben pensar en otra cosa!
—Si es la hora de comer, ¿en qué quieres que pensemos?
—¿A quién tenemos en Bolonia?
—¿De alcalde? —preguntó Augello, perplejo.
—¿Y a mí qué carajo me importa el alcalde de Bolonia? ¿Tenemos en aquella jefatura a algún amigo que nos pueda facilitar una respuesta en cuestión de una hora?
—Espera, está Guggino, ¿lo recuerdas?
—¿Filiberto?
—Sí. Lo trasladaron allí hace un mes. Es el jefe de la brigada de extranjería.
—Vete a comer tus espaguetis con almejas y montones de parmesano —le dijo por todo agradecimiento Montalbano, dirigiéndole una mirada de desprecio.
¿De qué otra manera se podía mirar a alguien con semejantes gustos?
Eran las doce y treinta y cinco minutos y confiaba en que Filiberto estuviera todavía en su despacho.
—¡Hola! Soy el comisario Salvo Montalbano. Llamo desde Vigàta y quisiera hablar con Filiberto Gugino.
—Espere un momento.
Tras varios clics, oyó una alegre voz.
—¡Salvo! ¡Cuánto me alegro de oírte! ¿Cómo estás?
—Muy bien, Filibe. Te molesto por un asunto muy urgente, necesito una respuesta dentro de una hora, hora y media como máximo. Estoy buscando el móvil económico de un delito.
—No me das mucho tiempo que digamos.
—Tienes que facilitarme la mayor información posible acerca de un individuo que posiblemente pertenece al círculo de las víctimas de los usureros, alguien que podría ser un comerciante, uno que apuesta fuerte en los juegos de azar...
—Eso complica mucho las cosas. Te puedo decir quién practica la usura, no las personas a las que ha arruinado.
—Inténtalo. Yo te doy el nombre y el apellido.
—¿Comisario? Soy Giallombardo. Están comiendo en el restaurante de Contrada Capo, el que hay justo a la orilla del mar, ¿lo conoce?
Por desgracia, sí, lo conocía. Había ido a parar allí una vez por casualidad y jamás lo había olvidado.
—¿Van con dos coches? ¿Cada uno con el suyo?
—No, el coche lo conduce él, por consiguiente...
—No pierdas de vista al hombre en ningún momento. Seguramente acompañará a la señora a casa y después regresará al hotel Della Valle. Tenme informado en todo momento.