—No lo sé. Oye, Nicolò, la granada la tienen.
—¡Dios mío! Entonces, ¡lo que ha dicho Guttadauro es falso!
—No, es cierto. Panzacchi es muy astuto y se ha protegido con mucha habilidad. La Científica está examinando una granada que le ha entregado Panzacchi y en la cual figuran las huellas de Di Blasi.
—¡Virgen santa, la que hemos armado! ¡Panzacchi se ha curado en salud! ¿Y ahora qué le cuento yo a Tommaseo?
—Todo lo que habíamos acordado, pero procurando no mostrarte excesivamente escéptico acerca de la existencia de la bomba. ¿Entendido?
Para ir de Montelusa a Vigàta había también un camino abandonado que al comisario le encantaba. Lo tomó y, al llegar a la altura de un puentecito que cruzaba un torrente que desde hacía varios siglos ya no era tal sino tan sólo una hondonada llena de piedras y guijarros, bajó y se dirigió hacia un chaparral, en cuyo centro se levantaba un gigantesco olivo silvestre de esos torcidos y retorcidos que se arrastran por el terreno como serpientes antes de elevarse hacia el cielo. Se sentó en una rama, encendió un cigarrillo y se puso a pensar en los acontecimientos de la mañana.
—Mimì, entra, cierra la puerta y siéntate. Tienes que facilitarme unas informaciones.
—Listo.
—Si yo decomiso un arma de fuego, qué sé yo, un revólver, una ametralladora, ¿qué hago?
—Por regla general, la entregas a la persona que tienes más cerca.
—¿Esta mañana nos hemos despertado en plan de broma?
—¿Quieres saber las disposiciones a este respecto? Las armas decomisadas se tienen que entregar de inmediato al correspondiente despacho de la Jefatura de Montelusa, donde se toma nota y posteriormente se guardan bajo llave en un pequeño depósito situado al otro lado de los despachos de la Científica, en el caso concreto de Montelusa. ¿Es suficiente?
—Sí. Mimì, voy a intentar hacer una reconstrucción. Si digo alguna tontería, interrúmpeme. Bueno, Panzacchi y sus hombres registran la vivienda rural del ingeniero Di Blasi. Observan que la puerta principal está cerrada con un grueso candado.
—¿Cómo lo sabes?
—Mimì, no te aproveches del permiso que te he dado. Un candado no es una tontería. Lo sé y sanseacabó. Pero creen que puede ser una simulación, que el ingeniero, tras haber proporcionado víveres a su hijo, lo encerró dentro para que pareciera que la casa estaba deshabitada. Su propósito era sacarlo de allí cuando pasara el alboroto, el lío del momento. De repente, uno de los hombres ve que Maurizio se está dirigiendo a su escondrijo. Rodean la cueva, Maurizio sale con un objeto de gran tamaño en la mano, un agente más nervioso que los demás cree que es un arma de fuego, dispara y lo mata. Cuando se dan cuenta de que el pobrecito sostenía en su mano el zapato derecho que no se podía poner porque se había lastimado el pie...
—¿Cómo lo sabes?
—Mimì, como sigas así, no te cuento la historia. Cuando se dan cuenta de que era un zapato, comprenden que están metidos en la mierda hasta el cuello. La brillante operación de Ernesto Panzacchi y de su cochina media docena de hombres corre el riesgo de acabar oliendo muy mal. Piensa que te piensa, la única solución es afirmar que Maurizio iba realmente armado. Muy bien. Pero ¿con qué? Aquí al jefe de la móvil se le ocurre una ingeniosa salida: una granada de mano.
—¿Por qué no una pistola, que es más fácil?
—Tú no estás a la altura de Panzacchi, Mimì, resígnate. El jefe de la móvil sabe que el ingeniero Di Blasi no tiene permiso de tenencia de armas ni ha declarado estar en posesión de ningún arma. Sin embargo, un recuerdo de la guerra, a fuerza de verlo cada día, ya no se considera un arma. O se guarda en el desván y se olvida.
—¿Puedo hablar? En los años 40 el ingeniero Di Blasi debía de tener unos cinco años y la guerra la hacía con una pistola de juguete.
—¿Y su padre, Mimì? ¿Su tío? ¿Su primo? ¿Su abuelo? ¿Su tío abuelo? ¿Su...?
—Bueno, bueno.
—El problema consiste en encontrar una granada de mano que sea un residuo bélico.
—En el depósito de Jefatura —dijo tranquilamente Mimì Augello.
—Exactamente. Y todo concuerda, pues al doctor Pasquano lo llaman cuatro horas después de la muerte de Maurizio.
—¿Cómo lo sabes? Bueno, perdona.
—¿Tú conoces al responsable de ese pequeño depósito?
—Sí, Y tú también. Nenè Lofaro. Durante algún tiempo prestó servicio aquí, con nosotros.
—¿Lofaro? Sí, lo recuerdo muy bien y no es una persona a la que alguien le pueda decir dame la llave que tengo que sacar una granada de mano.
—Hay que saber cómo fueron las cosas.
—Ve a enterarte tú en Montelusa. Yo no puedo ir, me tienen vigilado.
—De acuerdo. Ya que estamos, Salvo, ¿podría tomarme el día libre mañana?
—¿Tienes alguna puta entre manos?
—No es una puta sino una amiga.
—¿Pero no puedes estar con ella por la noche, cuando terminas aquí?
—Sé que se va mañana por la tarde.
—¿Es una extranjera? Muy bien pues, felicidades. Pero primero tienes que aclarar esta historia de la granada de mano.
—Tranquilo. Hoy mismo después de comer me voy a la Jefatura.
Le habría gustado estar un poco con Anna, pero, tras pasar el puente, se fue directamente a casa.
En el buzón de la correspondencia encontró un sobre de gran tamaño que el cartero había doblado por la mitad para que entrara. No indicaba el remitente. Le había entrado apetito y abrió la heladera: pulpitos a la luciana y una salsa muy sencilla de tomate fresco. Por lo visto, su mucama Adelina no había tenido tiempo o ganas de cocinar. Mientras esperaba a que hirviera el agua de los espaguetis, abrió el sobre. Dentro había un catálogo en color de la Euroservice: vídeos porno para todos los gustos individuales o especiales. Lo rompió y lo arrojó al tacho de la basura. Comió y se dirigió al cuarto de baño. Entró y salió corriendo con los pantalones desabrochados como en una película de Jaimito. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? ¿Había sido necesario que recibiera el catálogo de vídeos porno? Buscó el número en la guía de Montelusa.
—¿El abogado Guttadauro? Soy el comisario Montalbano. ¿Estaba comiendo? ¿Sí? Le ruego me disculpe.
—Dígame, comisario.
—Un amigo, ya sabe usted cómo son estas cosas, hablando de esto y lo otro, me ha dicho que usted tiene una preciosa colección de vídeos filmados por usted mismo cuando sale a cazar.
Una pausa muy larga. El cerebro del abogado debía de estar trabajando vertiginosamente.
—Es cierto.
—¿Estaría dispuesto a mostrarme alguno?
—Mire, yo soy muy celoso de mis cosas. Pero nos podríamos poner de acuerdo.
—Eso era lo que yo quería oírle decir.
Se despidieron como buenos amigos. Comprendía muy bien cómo habían ido las cosas. Los amigos de Guttadauro, seguramente más de uno, presencian casualmente la muerte de Maurizio. Después, al ver a un agente alejarse a toda velocidad en un automóvil, se dan cuenta de que Panzacchi se ha inventado un sistema para salvar la cara y la carrera. Uno de los amigos va rápidamente en busca de un vídeo. Y regresa a tiempo para grabar la escena de los agentes que marcan las huellas digitales del muerto en la granada. Ahora los amigos de Guttadauro también están en posesión de una granada, aunque de otra clase, y le piden a éste que entre en escena. Una situación muy fea y peligrosa, de la que era necesario salir a toda costa.
—¿El ingeniero Di Blasi? Soy el comisario Montalbano. Necesito hablar urgentemente con usted.
—¿Por qué?
—Porque abrigo serias dudas sobre la culpabilidad de su hijo.
—Por desgracia, ahora él ya no está aquí.
—Sí, tiene razón, ingeniero. Pero por su memoria.
—Haga lo que quiera.
En tono resignado, como un muerto que hablara y respirara.
—Dentro de media hora como máximo, estoy en su casa.
Le extrañó que Anna le abriera la puerta.
—Habla en voz baja. Al fin, la señora está descansando.
—¿Y qué haces tú aquí?
—Tú me pediste que interviniera. Después no tuve el valor de dejarla sola.
—¿Cómo sola? ¿No han llamado ni siquiera a una enfermera?
—Sí, claro. Pero ella me quiere a mí. Vamos, pasa.
El salón estaba todavía más oscuro que la vez que el comisario había sido recibido por la señora. Montalbano experimentó una punzada en el corazón al ver a Aurelio Di Blasi desplomado de través en el sillón. Mantenía los ojos cerrados, pero se había percatado de la presencia del comisario porque habló.
—¿Qué desea? —preguntó con aquella horrible voz de muerto.
Montalbano se lo explicó. Se pasó media hora seguida hablando mientras el ingeniero se incorporaba poco a poco, abría los ojos, lo miraba y lo escuchaba con interés. Comprendió que estaba ganando la partida.
—¿Las llaves de la casa las tienen los de la móvil?
—Sí —contestó el ingeniero con una voz distinta, más fuerte—. Pero yo había mandado hacer un tercer juego. Maurizio las guardaba en el cajón de su mesita de noche. Voy a buscarlas.
No consiguió levantarse del sillón y el comisario tuvo que ayudarlo.
Entró corriendo en la comisaría.
—Fazio, Gallo, Giallombardo, vengan conmigo.
—¿Tomamos el auto de servicio?
—No, utilizaremos el mío. ¿Ha regresado Mimì Augello?
No había regresado. Se alejó a toda velocidad, Fazio jamás lo había visto correr tanto. El agente se preocupó, pues no confiaba demasiado en las dotes de conductor de Montalbano.
—¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Gallo, que evidentemente abrigaba la misma inquietud que Fazio.
—No me rompan las pelotas. Disponemos de muy poco tiempo.
Desde Vigàta a Raffadali tardó unos veinte minutos. Salió del pueblo y enfiló por una carretera rural. El ingeniero le había explicado muy bien cómo llegar a la casa. Todos la reconocieron por haberla visto en la prensa y la televisión.
—Vamos a entrar, tengo las llaves —dijo Montalbano—. Efectuaremos un registro a fondo. Aún nos quedan unas cuantas horas de luz, tenemos que aprovecharlas. Lo que buscamos, tenemos que encontrarlo antes de que se haga de noche porque no podemos encender ninguna lámpara eléctrica, se podría ver la luz desde fuera. ¿Está claro?
—Clarísimo —contestó Fazio—, ¿pero qué hemos venido a buscar?
El comisario se lo dijo y añadió:
—Espero que mi idea sea equivocada, lo espero con toda sinceridad.
—Pero dejaremos huellas porque no tenemos guantes —dijo Giallombardo, preocupado.
—Que se vayan al carajo los guantes.
Pero, por desgracia, no se había equivocado. Al cabo de una hora de búsqueda, oyó que lo llamaba la voz triunfal de Gallo, que estaba registrando la cocina. Acudieron todos corriendo. Gallo estaba bajando de una silla con un estuche de cuero en la mano.
—Estaba en este aparador.
El comisario lo abrió: dentro había una granada de mano idéntica a la que él había visto en la sede de la Científica, y una pistola que debía de ser como las en otro tiempo reglamentarias de los oficiales alemanes.
—¿De dónde vienen? ¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Mimì, que era curioso como un gato.
—Y tú, ¿qué me dices?
—Lofaro se ha tomado un mes de licencia por enfermedad. Desde hace quince días lo sustituye un tal Culicchia.
—Yo lo conozco bien —terció Giallombardo.
—¿Y qué clase de tipo es?
—Uno al que no le gusta permanecer sentado detrás de una mesita, llevando los registros. Daría el alma para poder regresar al servicio de calle, quiere hacer carrera.
—El alma ya la ha dado —dijo Montalbano.
—¿Puedo saber qué hay aquí dentro? —volvió a preguntar Mimì, cada vez más intrigado.
—Confites, Mimì. Y ahora presten atención. ¿A qué hora sale Culicchia del trabajo? Me parece que a las ocho.
—Así es —confirmó Fazio.
—Tú, Fazio, y tú, Giallombardo, cuando Culicchia salga de Jefatura, lo convencen de que suba a mi automóvil. No le den a entender nada. En cuanto se siente entre ustedes dos, le muestran el estuche. Él jamás lo ha visto y por eso les preguntará qué significa eso.
—Pero ¿se puede saber qué hay dentro? —volvió a preguntar Augello, pero nadie le contestó.
—¿Porque no lo conoce?
La pregunta la había formulado Gallo.
—¿Pero será posible que no sepan discurrir? Maurizio Di Blasi era un retrasado mental y una persona decente, está claro que no tenía amigos que pudieran proporcionarle armas a tambor batiente. El único lugar donde puede haber encontrado la granada de mano es su casa de campo. Pero tiene que haber una prueba de que la ha sacado de allí. Y entonces Panzacchi, que es un hombre muy astuto, le ordena a su agente que vaya a Montelusa y tome dos granadas de mano y una pistola del período de la guerra. Una de ellas dice que Maurizio la sostenía en la mano y la otra, junto con la pistola, la lleva consigo, se agencia un estuche, regresa sigilosamente a la casa de Raffadali y lo esconde todo en un lugar que es donde mira primero cualquiera que esté buscando algo.
—¡Eso es lo que hay en el estuche! —exclamó Mimì, golpeándose la frente con la palma de la mano.
—En resumen, el muy cretino de Panzacchi ha creado una situación extremadamente verosímil. Y, si alguien le pregunta que cómo es posible que las restantes armas no se encontraran durante el primer registro, podrá decir que su tarea quedó interrumpida por la aparición de Maurizio mientras se ocultaba en la cueva.
—¡Qué hijo de puta! —dijo Fazio indignado—. ¡No sólo mata al muchacho, aunque no haya disparado personalmente, él es el jefe y la responsabilidad es suya, sino que, encima, trata de comprometer a un pobre viejo para protegerse!
—Volvamos a lo que tienen que hacer. Procuren cocinar a fuego lento a este Culicchia. Díganle que el estuche se ha encontrado en la casa de Raffadali. Después enséñenle la granada y la pistola. A continuación, pregúntenle como por simple curiosidad si todas las armas decomisadas se anotan en el registro. Y finalmente lo hacen bajar del coche, llevando con ustedes las armas y el estuche.
—¿Nada más?
—Nada más, Fazio. La siguiente jugada le toca a él.
—Dottore?
Galluzzo está al teléfono. Quiere hablar personalmente con usted. ¿Qué hago,
dottore?
¿Se lo paso?
Era sin la menor duda Catarella, que estaba trabajando en el turno de tarde, pero ¿por qué razón lo había llamado dos veces seguidas
dottore
y no
dottori
a la siciliana como de costumbre?