La voz de los muertos (5 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La voz de los muertos
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—¿Entonces cómo sabrán si debe de morir? —preguntó Raíz.

De repente, se quedó muy tranquilo y añadió, en voz muy alta:

—¡Sois cabras!

Entonces apareció Pipo, preguntándose a qué venían los gritos. Vio de inmediato que Libo estaba desesperado. Sin embargo, no tenía ni idea de qué había tratado la conversación, ¿cómo podría servir de ayuda? Todo lo que sabía era que Raíz estaba diciendo que los humanos —o al menos Pipo y Libo —eran como las grandes bestias que pastaban en manadas en la pradera. Pipo ni siquiera era capaz de decir si Raíz está enfadado o feliz.

—¡Sois cabras! ¡Vosotros decidís! —señaló a Libo y luego a Pipo —. ¡Vuestras mujeres no eligen vuestro honor, vosotros lo hacéis! ¡Igual que en la batalla, pero todo el tiempo!

Pipo no entendía de lo que hablaba Raíz, pero podía ver que todos los pequeninos estaban inmóviles como árboles, esperando que él —o Libo —contestaran. Estaba claro que Libo se sentía demasiado asustado por la extraña conducta de Raíz para que se atreviera a responder. En un caso así, Pipo no pudo sino decir la verdad; era, después de todo, una pieza de información relativamente obvia y trivial sobre la sociedad humana. Iba en contra de las leyes que el Congreso Estelar había establecido, pero no contestar sería incluso más peligroso, y por eso Pipo continuó.

—Los hombres y las mujeres deciden juntos, o deciden solos. Uno no decide por el otro.

Era, aparentemente, lo que todos los cerdis habían estado esperando.

—Cabras —dijeron, una y otra vez; corrieron hacia Raíz, riendo y silbando.

Lo cogieron y se lo llevaron rápidamente a la espesura. Pipo intentó seguirles, pero dos de los cerdis lo detuvieron y negaron con la cabeza. Era un gesto humano que habían aprendido con anterioridad, pero para los cerdis tenía un sentido aún más fuerte. A Pipo le quedaba absolutamente prohibido seguirles. Iban a ir con las hembras, y ése era el único lugar al que los cerdis les habían dicho que no podían acudir.

De vuelta a casa, Libo informó de cómo había empezado el problema.

—¿Sabes lo que dijo Raíz? Dijo que nuestras mujeres son débiles y estúpidas.

—Eso es porque no conoce a la alcaldesa Bosquinha. Ni a tu madre.

Libo se echó a reír, porque su madre, Conceição, dirigía los archivos como si fuera una antigua estação en el salvaje mato: si entrabas en sus dominios, quedabas irremediablemente sujeto a su ley. Mientras se reía, sintió que algo se le escapaba, algo que era importante… ¿de qué estaban hablando? Libo lo había olvidado, y pronto olvidó también que había olvidado.

Esa noche escucharon el sonido de los tambores que Pipo y Libo creían parte de alguna especie de celebración. No sucedía muy a menudo, era como si golpearan grandes tambores con gruesos palos. Esa noche, sin embargo, la celebración parecía que iba a durar para siempre. Pipo y Libo especularon que quizás el ejemplo humano de igualdad sexual había dado a los pequeninos machos alguna esperanza de liberación.

—Creo que podríamos catalogar esto como una seria modificación de la conducta de los cerdis —dijo gravemente Pipo —. Si resulta que hemos causado un cambio real, tendré que hacer un informe, y el Congreso probablemente ordenará que el contacto humano con los cerdis se interrumpa durante una temporada. Años, tal vez.

Era una idea preocupante: realizar su trabajo a conciencia tal vez hiciera que el Congreso Estelar les prohibiera seguir haciéndolo.

Por la mañana, Novinha fue con ellos hasta la puerta de la gran verja que separaba la ciudad humana de las colinas de los bosques donde los cerdis vivían. Como Pipo y Libo aún estaban intentando asegurarse mutuamente que ninguno de ellos podría haber hecho nada malo, Novinha se adelantó y llegó primero a la puerta. Cuando los otros llegaron, señaló una mancha fresca de tierra roja a unos treinta metros colina arriba.

—Eso es nuevo —dijo —. Y hay algo allí dentro.

Pipo abrió la puerta y Libo, por ser más joven, corrió a investigar. Se detuvo al borde de la mancha y se quedó completamente inmóvil, mirando lo que allí había. Pipo, al verle, se detuvo, y Novinha, temiendo súbitamente por Libo, ignoró las reglas y atravesó la puerta. Libo echó la cabeza hacia atrás y se arrodilló; se llevó las manos a los rizados cabellos y exhaló un terrible grito de remordimiento.

Raíz yacía abierto en el claro. Le habían sacado las vísceras con el mayor cuidado: cada órgano había sido separado limpiamente, y las fibras y filamentos de sus miembros habían sido separados y esparcidos siguiendo un modelo simétrico en el suelo. Todo tenía aún conexión con el cuerpo: nada había sido amputado completamente.

El grito de agonía de Libo era casi histérico. Novinha se arrodilló junto a él y lo abrazó, lo meció e intentó tranquilizarlo. Pipo sacó metódicamente su cámara y tomó fotos desde todos los ángulos para que el ordenador pudiera analizarlo con detalle más tarde.

—Aún estaba vivo cuando hicieron esto —dijo Libo, cuando se calmó lo suficiente para poder hablar. Incluso así, tuvo que pronunciar las palabras despacio, con cuidado, como si fuera un extranjero que aprende a hablar —. Hay tanta sangre en el suelo… y llega hasta tan lejos… su corazón tuvo que estar latiendo cuando le abrieron.

—Ya lo discutiremos más tarde —dijo Pipo.

Ahora, el detalle que Libo había olvidado el día anterior volvió con cruel claridad.

—Es lo que Raíz dijo ayer sobre las mujeres. Deciden cuándo deben morir los hombres. Me dijo eso y que…

Se detuvo. Naturalmente que no hizo nada. La ley requería que no hiciera nada. Y en ese momento decidió que odiaba la ley. Si la ley implicaba que había que permitir que le hicieran esto a Raíz, entonces la ley era absurda. Raíz era una persona. Uno no se mantiene al margen y deja que esto le pase a una persona sólo por el hecho de que la estés estudiando.

—No le hicieron esto como deshonor —dijo Novinha —. Si hay algo claro, es el amor que sienten por los árboles. ¿Véis?

En el centro de la cavidad pectoral de Raíz, por lo demás vacía ahora, había implantada una semilla muy pequeña.

—Ahora sabemos por qué todos los árboles tienen nombre —dijo Libo amargamente —. Los plantan como lápidas para los cerdis que torturan a muerte.

—Este bosque es muy grande —dijo Pipo con suavidad —. Por favor, reduce tus hipótesis a lo que sea remotamente posible.

Se calmaron con su tono tranquilo y razonado, con su insistencia de que, incluso ahora, se comportaran como científicos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Novinha.

—Tenemos que hacerte regresar al perímetro inmediatamente —dijo Pipo —. Tu estancia aquí está prohibida.

—Me refiero al cuerpo… ¿Qué hacemos con él?

—Nada —dijo Pipo —. Los cerdis han hecho lo que suelen hacer, por las razones que tengan.

Ayudó a Libo a ponerse en pie. El muchacho tuvo problemas para sostenerse al principio; tuvo que apoyarse en los dos para poder dar sus primeros pasos.

—¿Qué es lo que dije? —susurró —. Ni siquiera sé qué es lo que dije para que lo mataran.

—No fuiste tú —dijo Pipo —. Fui yo.

—¿Es que creéis que sois sus dueños? —demandó Novinha —. ¿Creéis que su mundo gira en torno vuestro? Los cerdis lo hicieron, por las razones que sean. Está bastante claro que no es la primera vez: la vivisección fue demasiado perfecta para que se trate de la primera vez.

Pipo lo tomó como un chiste macabro.

—Estamos quedándonos atrás, Libo. Se supone que Novinha no sabe nada de xenología.

—Tienes razón —contestó Libo —. Sea lo que sea lo que ha impulsado esto, lo han hecho antes. Una costumbre —intentaba parecer sereno.

—Pero eso es aún peor, ¿no? —dijo Novinha —. Es una costumbre suya destriparse vivos mutuamente.

Miró a los otros árboles del bosque que empezaba en la cima de la colina y se preguntó cuántos otros tenían sangre en sus raíces.

Pipo envió su informe por el ansible, y el ordenador no le dio ningún problema sobre el nivel de prioridad. Dejó la cuestión en manos del comité supervisor, para que éste decidiera si el contacto con los cerdis debería de ser detenido. El comité no pudo identificar ningún error fatal.

—Es imposible ocultar la relación existente entre nuestros sexos, ya que es posible que algún día una mujer sea xenóloga —dijo el informe —, y no encontramos ningún punto en el que no actuaran razonable y prudentemente. Nuestra conclusión es que fueron partícipes involuntarios de alguna clase de lucha por el poder, que se decidió en contra de Raíz, y que deben continuar con su contacto empleando toda la prudencia razonable.

Era una absolución completa, pero no resultó fácil aceptarla. Libo había crecido conociendo a los cerdis, o al menos oyendo a su padre hablar de ellos.

Conocía mejor a Raíz que a ningún otro ser humano aparte de su familia y Novinha. Le costó días regresar a la Estación Zenador, semanas volver a los bosques.

Los cerdis no dieron muestras de que nada hubiera cambiado; si acaso, fueron aún más abiertos y amistosos que antes. Nadie habló jamás de Raíz, menos que nadie Pipo y Libo. Sin embargo, hubo cambios por parte de los humanos. Pipo y Libo nunca se separaban más que unos pocos pasos mientras estaban entre ellos.

El dolor y la desesperación de aquel día hicieron que Libo y Novinha confiaran uno en el otro más que antes, como si la oscuridad les hiciera acercarse juntos a la luz. Los cerdis parecían ahora peligrosos e impredecibles, igual que había parecido siempre la compañía humana, y entre Pipo y Libo se interponía ahora la duda de quién era el culpable, no importaba cuánto intentaran reconfortarse mutuamente.

Así que lo único bueno y seguro en la vida de Libo era Novinha, y en la vida de Novinha lo único era Libo.

Aunque Libo tenía madre y hermanos, y Pipo y Libo siempre volvían a casa, Novinha y Libo se comportaban como si la Estación Zenador fuera una isla en la que Pipo fuera una especie de amoroso, pero siempre remoto Próspero. Pipo se preguntaba si los cerdis eran como Ariel, que guiaba a los jóvenes a la felicidad, o como pequeños Caliban, apenas bajo control y siempre dispuestos a cometer asesinatos.

Después de unos cuantos meses, la muerte de Raíz se desvaneció en la memoria, y sus risas regresaron, aunque nunca llegó a ser como antes. Cuando cumplieron diecisiete años, Libo y Novinha estaban tan seguros el uno de la otra que hablaban rutinariamente de lo que harían juntos dentro de cinco, diez, veinte años. Pipo nunca se molestó en preguntarles por sus planes de matrimonio. Después de todo estudiaban biología de la mañana a la noche. Tarde o temprano, se les ocurriría explorar estrategias reproductoras estables y socialmente aceptables.

Mientras tanto, era bastante que se preguntaran incesantemente por cómo y cuándo los cerdis se apareaban, considerando que los machos no tenían ningún órgano reproductor distinguible. Sus especulaciones sobre cómo los cerdis combinaban material genético invariablemente los condujo a chistes tan picantes que Pipo tuvo que recurrir a todo su autocontrol para pretender que no los encontraba divertidos.

Así, la Estación Zenador durante aquellos pocos años fue un lugar de auténtica camaradería para dos jóvenes brillantes que, de otra manera, habrían sido condenados a una fría soledad. A ninguno se le ocurrió que aquel idilio terminaría bruscamente, y para siempre, y bajo unas circunstancias que sacudirían de temor a los Cien Mundos.

Fue tan simple, tan cotidiano… Novinha analizaba la estructura genética de los juncos infestados de moscas que había junto al río, y se dio cuenta de que el mismo cuerpo subcelular que había causado la Descolada estaba presente en las células del junco. Hizo aparecer otras varias estructuras celulares en el aire por encima del terminal del ordenador y las hizo girar. Todas contenían el agente de la Descolada.

Llamó a Pipo, que estaba enfrascado con la trascripción de la visita a los cerdis del día anterior. El ordenador mostró comparaciones de todas las otras células de las que tenían ejemplos. Ajena a la función celular, ajena a la especie de la que provenía, cada célula alienígena contenía el agente de la Descolada, y el ordenador declaró que su proporción química era absolutamente idéntica.

Novinha esperaba que Pipo asintiera, le dijera que parecía interesante, tal vez que proporcionara una hipótesis.

En vez de eso, se sentó y volvió a examinar la prueba, preguntando cómo operaba la comparación del ordenador, y después qué era lo que hacía realmente el agente de la Descolada.

—Padre y Madre no llegaron a descubrir qué la provocaba, pero el agente de la Descolada produce esta pequeña proteína, bueno, pseudo proteína, supongo, que ataca las moléculas genéticas, empezando por un extremo y deshaciendo las dos cadenas de la molécula justo hasta el centro. Por eso la llaman la descoladora… también separa el ADN de los humanos.

—Muéstrame lo que hace en las células alienígenas.

Novinha puso el simulador en movimiento.

—No, no sólo en la molécula genética… en todo el entorno de la célula.

—Es justo en el núcleo —dijo ella. Amplió el campo para incluir más variables.

El ordenador lo realizó más lentamente, ya que estaba considerando millones de enlaces aleatorios de material nuclear a cada segundo. En la célula del junco, a medida que una molécula genética se despegaba, varias grandes proteínas ambientales se pegaban a los tejidos abiertos.

—En los humanos, el ADN intenta recombinarse, pero las proteínas aleatorias se insertan de tal forma que la célula se vuelve loca. A veces experimentan una mitosis, como el cáncer, y a veces mueren. Lo que es más importante es que en los humanos los cuerpos de la Descolada se reproducen locamente, pasando de célula en célula. Por supuesto, todas las criaturas alienígenas ya las tienen.

Pero Pipo no estaba interesado en lo que decía. Cuando el descolador había terminado con las moléculas genéticas del junco, miró a una y otra células.

—No es sólo significante. Es lo mismo —dijo —. ¡Es lo mismo!

Novinha no vio lo que él había advertido. ¿Lo mismo de qué? Tampoco tuvo tiempo de preguntar. Pipo ya se había puesto en pie, había agarrado su abrigo y se encaminaba hacia la puerta. En el exterior, llovía. Pipo se detuvo solamente para llamarle.

—Dile a Libo que no se moleste en venir. Únicamente muéstrale la simulación y ve si puede darse cuenta antes de que yo regrese. Lo sabrá… Es la gran respuesta. La respuesta a todo.

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