La voz de los muertos (2 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La voz de los muertos
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Otra trampa. ¿Cómo? Tú, Pipo, un xenólogo, ¿vas a humillar a este individuo de la comunidad que estás estudiando? ¿O te ceñirás a la rígida ley dispuesta por el Congreso Estelar para llevar adelante este encuentro? Había pocos precedentes. Los otros únicos alienígenas inteligentes que la humanidad había conocido eran los insectores, hacía tres mil años, y al final todos los insectores acabaron muriendo. Esta vez, el Congreso Estelar quería asegurarse de que si la humanidad fracasaba, sus errores fueran en la dirección contraria. Mínima información. Mínimo contacto.

Raíz advirtió la duda y el cuidadoso silencio de Pipo.

—Nunca nos dices nada. Nos observas y nos estudias, pero nunca nos dejas pasar la verja y entrar en tu poblado para que os observemos y os estudiemos.

Pipo contestó todo lo honestamente que pudo, pero era más importante ser cuidadoso que honesto.

—Si aprendéis tan poco y nosotros aprendemos tanto, ¿por qué vosotros habláis ya stark y portugués mientras yo me esfuerzo con vuestro lenguaje?

—Somos más listos.

Entonces Raíz se dio la vuelta y giró sobre su trasero para dar la espalda a Pipo.

—Vuélvete tras tu verja —dijo.

Pipo se quedó quieto. No muy lejos, Libo intentaba aprender de tres pequeninos cómo convertían en paja las enredaderas de merdona. Libo le vio y en un momento estuvo con él, listo para marcharse. Pipo le guió sin decir una sola palabra: ya que los pequeninos hablaban con tanta fluidez el lenguaje humano, nunca discutían lo que habían aprendido hasta que estuvieran dentro de la cerca.

Les llevó media hora llegar a casa, y llovía densamente cuando pasaron la verja y caminaron a lo largo de la cara de la colina hacia la Estación Zenador. ¿Zenador? Pipo pensó en la palabra mientras miraba el pequeño letrero sobre la puerta. La palabra XENOLOGO estaba escrita en stark. «Así es como las lenguas cambian —pensó Pipo —. Si no fuera por el ansible, que proporciona comunicación instantánea entre los Cien Mundos, posiblemente no podríamos mantener un lenguaje común. El viaje interestelar es demasiado raro y lento. El stark se fragmentaría en diez mil dialectos dentro de un siglo. Sería interesante que los ordenadores hicieran una proyección de los cambios lingüísticos en Lusitania, si se permitiera que el stark decayera y absorbiera el portugués…

—Padre —dijo Libo.

Sólo entonces Pipo se dio cuenta de que se había detenido a diez metros de la estación. Tangentes. Las mejores partes de mi vida intelectual son tangenciales, en áreas fuera de mi experiencia. Supongo que es por causa de las regulaciones que han colocado en mi área de experiencia que me es imposible saber o comprender nada. La ciencia de la xenología contiene más misterios que la Santa Madre Iglesia.

Su huella dactilar fue suficiente para abrir la puerta. Pipo sabía lo que le esperaba el resto de la tarde nada mas entrar. Pasarían varias horas de trabajo en los terminales informando de todo lo que habían hecho durante el encuentro de hoy. Después, Pipo leería los apuntes de Libo, y Libo los de Pipo, y cuando estuvieran satisfechos, Pipo escribiría un breve sumario y entonces dejaría que los ordenadores trabajaran a partir de ahí, rellenando las notas y trasmitiéndolas instantáneamente, por ansible, a los xenólogos del resto de los Cien Mundos. Más de un millar de científicos cuya carrera consiste en estudiar la única raza alienígena que conocemos, y excepto por lo poco que los satélites puedan descubrir sobre esta especie arbórea, toda la información que obtienen mis colegas es la que Libo y yo les enviamos. Esto es, definitivamente, una intervención mínima.

Pero cuando Pipo entró en la estación, vio de inmediato que no sería una tarde de trabajo firme pero relajante. Dona Cristá estaba allí, vestida con sus hábitos de monja. ¿Había problemas en la escuela con alguno de los chicos más jóvenes?

—No, no —dijo Dona Cristá —. Todos tus hijos lo hacen muy bien, excepto éste, que me parece demasiado joven para estar trabajando aquí y no en el colegio, aunque sea de aprendiz.

Libo no dijo nada. «Una sabia decisión», pensó Pipo. Dona Cristá era una mujer joven, brillante y emprendedora, quizás incluso hermosa, pero era antes que nada una monja de la orden de los Filhos da Mente de Cristo. No era agradable contemplarla cuando estaba enfadada por la ignorancia y la estupidez. Era sorprendente el número de personas bastante inteligentes cuya ignorancia y estupidez se habían fundido considerablemente ante el fuego de su desdén. El silencio, Libo, es una política que te hará mucho bien.

—No estoy para hablar de ninguno de tus hijos —dijo Dona Cristá —. Estoy aquí por Novinha.

Dona Cristá no tuvo que mencionar apellidos. Todo el mundo conocía a Novinha. La terrible Descolada había acabado solamente ocho años antes. La plaga había amenazado con aniquilar la colonia antes de que tuviera oportunidad de ponerse en pie; el remedio fue descubierto por el padre y la madre de Novinha, Gusto y Cida, los dos xenobiólogos. Era una trágica ironía que descubrieran la causa de la enfermedad y su tratamiento, demasiado tarde para poder salvarla. El suyo fue el último funeral de la Descolada.

Pipo recordaba claramente a la pequeña Novinha, allí de pie, agarrada de la mano de la alcaldesa Bosquinha mientras el obispo Peregrino decía la misa del funeral. No, no agarrada de la mano de la alcaldesa. La imagen volvió a su mente y, con ella, el modo en que se sintió. ¿Qué es lo que está pensando?, recordó que se preguntaba. Es el funeral de sus padres, es la última superviviente de su familia; sin embargo, puede ver a su alrededor la gran alegría de la gente de esta colonia. Joven como es, ¿comprende que nuestra alegría es el mejor tributo a sus padres? Se esforzaron al máximo y tuvieron éxito, encontraron nuestra salvación antes de morir; estamos aquí para celebrar el gran regalo que nos hicieron. Pero para ti, Novinha, es la muerte de tus padres, igual que la de tus hermanos anteriormente. Quinientos muertos, y más de quinientas misas por ellos en esta colonia, a lo largo de los últimos seis meses, y todas ellas celebradas en una atmósfera de miedo, pena y desesperación. Ahora, cuando tus padres han muerto, el miedo, la pena y la desesperación no son menores para ti de lo que fueron antes… pero nadie más comparte tu dolor. Es el alivio del dolor lo que hay en la mayoría de nuestras mentes.

Mientras la observaba y trataba de imaginar sus sentimientos, sólo consiguió rememorar su propia pena por la muerte de su hija, María, de siete años, barrida por el viento de la muerte que cubrió su cuerpo de tumores cancerosos y grandes hongos que pudrían su carne. Con un miembro nuevo, ni brazo ni pierna, surgido de su cadera, mientras la carne se le caía de los pies y la cabeza y dejaba los huesos desnudos, y su brillante mente permanecía inmisericordemente alerta, capaz de sentir todo lo que le pasaba, hasta que tuvo que gritar a Dios suplicándole que la dejara morir. Pipo recordó eso, y entonces recordó su misa de réquiem, compartida con otras cinco víctimas. Mientras permanecía allí, arrodillado con su esposa y sus hijos supervivientes, había sentido la perfecta unidad de la gente en la Catedral. Sabía que su dolor era el dolor de todo el mundo, que a través de la pérdida de su hija mayor quedaba unido a su comunidad con los inseparables lazos de la pena, y para él era un consuelo, algo a lo que aferrarse. Era así cómo la pena tenía que ser, un lamento público.

La pequeña Novinha no tuvo nada de eso. Su dolor había sido, si era posible, aún peor que el de Pipo. Al menos a él no le habían dejado sin familia, y era un adulto, no una chiquilla aterrorizada por la súbita pérdida de los cimientos de su vida. En su pena no se sentía más unida a la comunidad, sino excluida de ella. Hoy todo el mundo se alegraba, excepto ella. Hoy todo el mundo alababa a sus padres; sólo ella lloraba por ellos. Hubiera sido mejor que nunca hubieran encontrado la cura para los otros con tal de que hubieran conservado la vida.

Su aislamiento era tan intenso que Pipo pudo sentirlo desde donde estaba. Novinha se soltó de la mano de la alcaldesa en cuanto pudo. Sus lágrimas se secaron a medida que la misa continuaba. Al final, permaneció en silencio, como un prisionero que rehúsa cooperar con sus captores. El corazón de Pipo sangró por ella. Sin embargo sabía que aunque lo intentara, nunca podría ocultar su propia alegría por el final de la Descolada, su regocijo, porque no le arrebataría a ninguno de sus otros hijos. Ella lo vería: su esfuerzo por reconfortarla sería una burla, la apartaría aún mas.

Después de la misa, Novinha caminó en amarga soledad entre la multitud de gente llena de buenas intenciones, que cruelmente le decía que sus padres seguramente serian elevados a los altares y se sentarían a la derecha de Dios Padre. ¿Qué clase de consuelo es ése para un niño? Pipo le susurró a su esposa:

—Nunca nos perdonará por lo de hoy.

—¿Perdonar? —Conceição no era una de esas esposas que inmediatamente comprenden la cadena de pensamientos de su marido —. No hemos matado a sus padres.

—Pero todos nos alegramos hoy, ¿no? Nunca nos perdonará por esto.

—Qué tontería. Ella todavía no comprende. Es demasiado joven.

Ella comprende —pensó Pipo —. ¿No comprendía las cosas María cuando era aún más pequeña de lo que Novinha lo era ahora?

A medida que los años fueron pasando —ocho años ya —la había visto de vez en cuando. Tenía la edad de su hijo Libo, y eso quería decir que hasta que éste cumplió los trece años estuvieron juntos en muchas de las clases. La oía dar clases y charlas ocasionales, junto con otros niños. Había una elegancia en su pensamiento, una intensidad en su claridez de ideas que le sorprendió. Al mismo tiempo, ella parecía completamente fría, totalmente apartada de todos los demás. El propio hijo de Pipo, Libo, era tímido, pero aun así tenía varios amigos, y se había ganado el afecto de sus profesores. Novinha, sin embargo, no tenía ningún amigo, nadie con quien compartir una mirada después de un momento de triunfo. No había ningún profesor a quien le gustara de verdad, porque rehusaba corresponder.

—Está paralizada emocionalmente —le dijo una vez Dona Cristá cuando Pipo le preguntó por ella —. No hay manera de entrar en contacto con ella. Jura que es perfectamente feliz, y que no ve ninguna necesidad de cambio.

Ahora Dona Cristá había venido a la Estación Zenador para hablarle a Pipo de Novinha. ¿Por qué a Pipo? Sólo podía suponer una razón para que la principal responsable de la escuela viniera a hablar con él sobre esta huérfana particular.

—¿Debo entender que en todos los años que has tenido a Novinha en tu escuela soy la única persona que ha preguntado por ella?

—La única persona no —dijo ella —. Todo el mundo se interesó por ella hace un par de años, cuando el Papa beatificó a sus padres. Todo el mundo le preguntaba si la hija de Gusto y de Cida, Os Venerados, había advertido alguna vez algún hecho milagroso asociado con sus padres, tal como habían hecho otras muchas personas.

—¿Le preguntaban eso de verdad?

—Hubo rumores, y el obispo Peregrino tuvo que investigar —Dona se envaró un poco al hablar del joven líder espiritual de la Colonia Lusitania, pues se decía que la jerarquía nunca se había llevado bien con la orden de los Filhos da Mente de Cristo —. La respuesta que dio Novinha fue muy ilustrativa.

—Lo imagino.

—Dijo, más o menos, que si sus padres estuvieran escuchando de verdad sus oraciones y tuvieran de verdad alguna influencia en el cielo para que se cumplieran sus deseos, ¿por qué entonces no habían atendido a sus oraciones para que regresaran de la tumba? Dijo que eso sería un milagro útil, y hay precedentes. Si Os Venerados tuvieran el poder de hacer milagros, entonces esto tendría que significar que no la amaban lo bastante para responder a sus plegarias. Prefería creer que sus padres aún la amaban y que simplemente no tenían el poder para actuar.

—Una sofista nata —dijo Pipo.

—Sofista y experta en culpa: le dijo al obispo que si el Papa declaraba a sus padres venerables, sería igual que si la Iglesia dijera que sus padres la odiaban. La petición de la canonización de sus padres probaba que Lusitania la despreciaba; si se concedía, sería la prueba de que la propia Iglesia era despreciable. El obispo Peregrino se quedó blanco.

—Veo que envió la petición de todas formas.

—Por el bien de la comunidad. Y hubo todos esos milagros.

—Alguien toca el altar y un dolor de cabeza desaparece y gritan ¡Milagro! ¡Os santos me abençaram! ¡Milagro! ¡Los santos me han bendecido!

—Sabes que la Santa Sede requiere milagros más sustanciales que eso. Pero no importa. El Papa graciosamente nos permitió llamar Milagro a nuestra ciudad, y ahora imagino que cada vez que alguien pronuncia ese nombre, Novinha arde un poco más con su furia interna.

—O se vuelve más fría. Uno nunca sabe qué tipo de temperatura produce una cosa como esa.

—De todas formas, Pipo, no eres el único que ha preguntado por ella. Pero eres el único que ha preguntado por ella misma y por su propio bien, no por causa de sus santos y adorados padres.

Era triste pensar que, a excepción de los Filhos, quienes dirigían las escuelas de Lusitania, no hubiera habido más preocupación por la niña que los pequeños brotes de atención que Pipo había desperdigado a lo largo de los años.

—Tiene un amigo —dijo Libo.

Pipo había olvidado que su hijo estaba allí. Libo era tan callado que era fácil pasar por alto su presencia. Dona Cristá también parecía sorprendida.

—Creo, Libo, que somos indiscretos al hablar de una de tus compañeras de colegio de esta manera —dijo.

—Ahora soy aprendiz de Zenador —le recordó Libo. Lo que quería decir que ya no estaba en la escuela.

—¿Quién es su amigo? —preguntó Pipo.

—Marcáo.

—Marcos Ribera —explicó Dona Cristá —. El chico alto…

—Ah, sí, el que parece una cabra.

—Es un chico fuerte —dijo Dona Cristá

Pero nunca he advertido ninguna amistad entre ellos.

—Una vez, cuando Marcão fue acusado de algo, ella lo vio y habló en su favor.

—Haces una interpretación generosa del asunto, Libo —dijo Dona Cristá —. Creo que es más apropiado decir que habló en contra de los chicos que lo hicieron de verdad y estaban intentando echarle la culpa a él.

—Marcão no lo ve de esa forma —respondió Libo —. Me he dado cuenta un par de veces por la forma en que la observa. No es mucho, pero hay alguien a quien le agrada.

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