Authors: John Scalzi
—¿Cynthia Smith? —pregunté.
—Sí —dijo ella—. ¿Cómo lo sabe?
—Sólo quería desearle feliz cumpleaños —dije, y luego señalé hacia arriba—. Y decirle que tal vez volvamos a vernos allá arriba.
Ella sonrió al comprenderlo. Finalmente, había hecho sonreír a alguien ese día. Las cosas mejoraban.
Nairobi quedó atrás, y se perdió; tuvimos la misma sensación que cuando se va en un ascensor rápido (eso es, exactamente, un transbordador) y vimos la Tierra iniciar su rotación.
—¡Desde aquí arriba parecen hormiguitas! —exclamó Leon Deak, a mi lado—. ¡Hormiguitas negras!
Experimenté el fuerte impulso de abrir una ventana y lanzar por ella a Leon. Por desgracia, no había ventanas que pudiera abrir: la «ventana» del transbordador era del mismo material de diamante que el resto de la plataforma, transparente para que los viajeros pudieran ver qué había debajo. La plataforma era estanca, lo cual nos vendría al pelo al cabo de pocos minutos, cuando estuviéramos tan alto que cualquier pequeña grieta en la ventana habría provocado una descompresión explosiva, la hipoxia y la muerte.
Así que Leon no iba a encontrarse con un súbito y completamente inesperado regreso al seno de la Tierra. Lástima. Leon se me había pegado en Chicago como una gruesa lapa vocinglera y cervecera; me sorprendía que alguien cuya sangre estaba claramente compuesta en un cincuenta por ciento por grasa de cerdo hubiera llegado a los setenta y cinco años. Me pasé parte del vuelo a Nairobi oyéndolo tirarse pedos y exponer sombríamente su teoría sobre la composición racial de las colonias. Los pedos eran la parte más agradable del monólogo: nunca había sentido una necesidad más acuciante de ponerme auriculares durante un vuelo.
Tenía la esperanza de quitármelo de encima tomando el primer transbordador que salía de Nairobi. Parecía el tipo de individuo que necesita descansar después de haber estado soltando gas todo el día, pero no tuve esa suerte. La idea de pasar otras seis horas con Leon y sus pedos era más de lo que podía soportar; si la plataforma del transbordador hubiera tenido ventanas y no hubiera podido lanzar a Leon por una de ellas, habría saltado yo mismo. En cambio, me zafé de su presencia soltándole lo único que parecía mantenerlo a raya: que tenía que ir a hacer mis necesidades. Leon gruñó dando permiso. Me marché en sentido contrario a las agujas del reloj, en dirección a los servicios, pero sobre todo a ver si podía encontrar un sitio donde Leon no pudiera dar conmigo.
No iba a ser fácil. La plataforma del transbordador tenía forma de donut, con un diámetro de unos treinta metros. El «agujero» del donut, por donde la plataforma ascendía, tenía unos cuatro metros de ancho. El diámetro del cable era obviamente algo menor: quizá tres metros, lo cual, si se piensa bien, no parece demasiado grueso para un cable que tiene varios miles de kilómetros de largo. El resto del espacio estaba lleno de cómodas cabinas y sofás donde la gente podía sentarse a charlar, y zonas más pequeñas donde podían ver programas, jugar o comer. Y, naturalmente, había montones de ventanales a los que asomarse y ver la Tierra, los cables y plataformas de otros transbordadores, o la Estación Colonial, allá arriba.
En general, la plataforma daba la impresión de ser el vestíbulo de un hotelito económico y agradable que de pronto hubiera sido lanzado hacia una órbita geoestacionaria. El único problema era que el diseño diáfano hacía difícil esconderse. El lanzamiento no tenía demasiada demanda, y no había por tanto suficientes pasajeros para ocultarse mezclándose con ellos. Al final decidí ir a buscar algo de beber a un chiringuito cerca del centro de la plataforma, más o menos frente al lugar donde se encontraba Leon. Estando como estaba el panorama, calculé que allí tenía más posibilidades de evitarlo durante un buen rato.
Dejar la Tierra físicamente fue una experiencia irritante debido a la pesadez de Leon, pero dejarla emocionalmente fue fácil en extremo. Un año antes de mi partida yo ya tenía decidido que iba a enrolarme en las FDC; a partir de ahí fue todo cuestión de dejar las cosas arregladas y soltar adioses. Cuando Kathy y yo decidimos enrolarnos, una década antes, pusimos la casa a nombre de nuestro hijo Charlie además de al nuestro, para que pudiese tomar posesión de ella sin tener que ir a los tribunales. Kathy y yo por lo demás, no poseíamos nada de valor, sólo las tonterías que se van acumulando a lo largo de la vida. La mayoría de las cosas que verdaderamente valían la pena las regalé a la familia y los amigos a lo largo del año anterior; Charlie se encargaría del resto más tarde.
Dejar a la gente no fue mucho más difícil. Reaccionaron a la noticia con diversos grados de sorpresa y tristeza, ya que todo el mundo sabe que cuando te unes a las Fuerzas de Defensa Coloniales no vuelves. Pero no es como morirse. Estás en algún lugar ahí fuera, todavía vivo; demonios, tal vez cuando pase el tiempo incluso vengan a reunirse contigo. Es más o menos lo que imagino que sentía la gente hace cientos de años cuando alguien cogía una carreta y se dirigía al Oeste. Lloraban, los echaban de menos, seguían con sus vidas.
De cualquier forma, anuncié que iba a marcharme un año antes de hacerlo. Eso es mucho tiempo para decir lo que tienes que decir, para zanjar asuntos y hacer las paces con alguien. A lo largo de los años, había tenido unas cuantas discusiones con viejos amigos y familiares y hurgué un poco en viejas heridas y cenizas: en casi todos los casos acabó bien. Un par de veces pedí perdón por cosas que no lamentaba demasiado y en un caso me encontré en la cama con alguien a quien de otro modo habría preferido no haberme tirado. Pero uno hace lo que tiene que hacer para que la gente pueda poner punto final a sus asuntos; les hace sentirse mejor y eso no cuesta demasiado. Prefiero pedir disculpas por algo que no me importa y que en la Tierra me deseen buena suerte, a mostrarme tozudo y que deseen que algún bicho alienígena me chupe el cerebro. Llamémoslo «seguro kármico».
Charlie había sido mi principal preocupación. Como muchos padres e hijos, habíamos tenido nuestros más y nuestros menos: yo no era el más atento de los padres y él no era el más dedicado de los hijos, ahora que tenía ya treinta y tantos años. Cuando descubrió que Kathy y yo pretendíamos enrolarnos, nos montó un número. Nos recordó que habíamos protestado contra la guerra subcontinental. Nos recordó que siempre le habíamos enseñado que la violencia no era la respuesta, y que una vez lo castigamos durante un mes por haber ido a practicar tiro al blanco con Bill Young. Nos pareció un poco extraño que un hombre de treinta y cinco años mencionara esto último.
La muerte de Kathy puso fin a la mayoría de nuestras trifulcas, porque tanto él como yo nos dimos cuenta de que casi todas las cosas por las que nos peleábamos no tenían ninguna importancia; yo era viudo y él soltero, y durante un tiempo fuimos lo único que le quedaba al otro. Poco después, él conoció a Lisa y se casó con ella, y un año más tarde fue padre y lo reeligieron alcalde, todo en la misma noche atropellada. Charlie había tardado en florecer, pero era una buena flor. Él y yo tuvimos una charla en la que yo le pedí disculpas por algunas cosas (sinceramente) y también le dije con la misma sinceridad lo orgulloso que estaba del hombre en que se había convertido. Luego nos sentamos en el porche con nuestras cervezas, vi a mi nieto Adam jugar a pelota en el patio y hablamos de cosas sin importancia durante largo rato. Cuando nos despedimos, lo hicimos bien y con amor, como debe ser entre padres e hijos.
Estaba allí, junto al chiringuito, entretenido con mi Coca-Cola y pensando en Charlie y su familia, cuando oí la voz de Leon gruñendo, seguida de otra voz, baja, brusca y femenina, respondiéndole algo. A mi pesar, me asomé. Leon al parecer había conseguido acorralar a alguna pobre mujer y sin duda estaba compartiendo cualquier teoría gilipollas que se le hubiera ocurrido en aquel momento a su cerebro de mosquito. Mi sentido caballeresco fue mayor que mi deseo de esconderme. Acudí al rescate.
—Lo que estoy diciendo —pensaba Leon—, es que no es precisamente justo que usted y yo y todos los americanos, tengamos que esperar a ser más viejos que la mierda para tener nuestra oportunidad de ir, mientras que todos esos hindis son enviados a mundos nuevecitos y flamantes en cuanto pueden reproducirse. O sea, más rápido que el carajo. No es justo. ¿Le parece justo?
—No, no parece particularmente justo —respondió la mujer—. Pero supongo que ellos tampoco verán justo que hayamos borrado Nueva Delhi y Mumbai de la faz de la Tierra.
—¡Ése es exactamente mi argumento! —exclamó Leon—. ¡Les dimos con las nucleares en todo el turbante! ¡Ganamos esa guerra! Ganar debería contar para algo. Y ahora mire qué pasa. ¡Ellos perdieron, pero pueden irse a colonizar el universo, y la única manera en que nosotros podemos ir es firmando para protegerlos! Discúlpeme por decirlo, pero ¿no dice la Biblia aquello de «los mansos heredarán la Tierra»? Yo diría que perder una puñetera guerra te convierte en un puñetero
manso.
—No creo que esa frase signifique lo que crees que significa, Leon —dije, acercándome a los dos.
—¡John! Vaya, aquí hay un hombre que sabe de lo que estoy hablando —dijo Leon, sonriéndome.
La mujer se volvió a mirarme.
—¿Conoce a este caballero? —preguntó, con un tonillo en la voz que indicaba que, si lo conocía, había algo decididamente raro en mí.
—Nos conocimos en el viaje a Nairobi —contesté, alzando levemente una ceja para indicar que no era una compañía que yo hubiera elegido—. Soy John Perry.
—Jesse Gonzales —dijo ella.
—Encantado —respondí, y luego me volví hacia Leon—. Leon, lo estás citando mal. La cita aparece en el Sermón de la Montaña, y dice: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.» Heredar la tierra es una recompensa, no un castigo.
Leon parpadeó, luego bufó.
—Incluso así, los derrotamos. Les dimos de patadas en sus culos marrones. Nosotros deberíamos estar colonizando el universo, no ellos.
Abrí la boca para responder, pero Jesse fue más rápida.
—«Bienaventurados los perseguidos, pues de ellos será el reino de los Cielos» —dijo, hablándole a Leon pero mirándome de reojo.
Leon nos miró boquiabierto durante un buen rato.
—No pueden hablar en serio —dijo—. No hay nada en la Biblia que diga que nosotros tengamos que quedarnos atascados en la Tierra mientras un puñado de marrones, que ni siquiera creen en Jesús, alabado sea, llenan la galaxia. Y desde luego no dice nada de que debamos proteger a esos pequeños hijos de puta mientras lo hacen. Cristo, tuve un hijo en esa guerra. ¡Uno de esos puñeteros turbantes le voló una de las pelotas! ¡Sus
pelotas!
Se merecían la que les cayó encima, los hijos de puta. No me pidan que me alegre ahora de tener que ir a salvarles el culo allá arriba en las colonias.
Jesse me guiñó un ojo.
—¿Le gustaría contestar usted?
—Si no le importa —respondí.
—Oh, en absoluto.
—«En verdad os digo, amad a vuestros enemigos —cité—. Bendecid a quienes os insultan, haced bien a quien os odia, y rezad por aquellos que os desprecian y persiguen: pues todos sois hijos de vuestro Padre que está en el Cielo: Él hizo el sol para que se alzara sobre el bien y el mal, y envió la lluvia sobre los justos y los injustos.»
Leon se puso rojo como una langosta.
—Los dos estáis como cabras —dijo, y se largó todo lo rápido que le permitió su grasa.
—Gracias, Jesús —dije—. Y lo digo literalmente.
—Sabe un montón de citas de la Biblia —dijo Jesse—. ¿Ha sido ministro de la Iglesia en su vida pasada?
—No. Pero vivía en un pueblo con dos mil personas y quince iglesias. Ayudaba poder hablar su idioma. Además, no hace falta ser religioso para apreciar el Sermón de la Montaña. ¿Cuál es su excusa?
—Clase de religión católica —contestó—. Gané un premio a la memorización cuando estaba en décimo grado. Es sorprendente lo que tu cerebro puede almacenar durante sesenta años, aunque hoy en día no sea capaz de acordarme de dónde he aparcado el coche cuando voy al supermercado.
—Bueno, en cualquier caso, déjeme pedirle disculpas por Leon. Apenas lo conozco, pero sí lo suficiente como para saber que es idiota.
—«No juzguéis para que no seáis juzgados» —dijo Jesse, y se encogió de hombros—. De todas formas, sólo está diciendo lo que cree un montón de gente. Creo que es un argumento estúpido y equivocado, pero eso no significa que no lo comprenda. Ojalá hubiera un modo distinto de ver las colonias que esperar toda una vida para unirte al ejército. Si pudiera haber sido colona cuando era joven, lo habría hecho.
—No se enrola por una vida de aventura militar, entonces.
—Por supuesto que no —dijo Jesse, con algo de desdén—. ¿Se ha enrolado usted porque tiene deseos de librar una guerra?
—No.
Ella asintió.
—Yo tampoco. Ni la mayoría de nosotros. Su amigo Leon no se enroló para pertenecer al ejército: no puede soportar a aquellos a quienes va a proteger. La gente se apunta porque no están dispuestos a morir y no quieren ser viejos. Porque la vida en la Tierra deja de ser interesante pasada cierta edad. O bien para ver sitios nuevos antes de morir. Por eso me enrolé yo, ¿sabe? No para luchar o ser joven de nuevo. Sólo quiero ver cómo es estar en otro sitio.
Se volvió a mirar por la ventana.
—Desde luego, oírme decir esto es divertido. ¿Sabía que hasta ayer mismo no había salido del estado de Texas en toda mi vida?
—No se sienta demasiado mal al respecto —dije—. Texas es un estado muy grande.
Ella sonrió.
—Gracias. No me siento mal. Es simplemente gracioso. Cuando era niña, leí todas las novelas y vi todas las películas de los «Jóvenes Colonos», y soñaba con criar ganado arcturiano y batallar contra lombrices malignas en la colonia de Gamma Prima. Luego me fui haciendo mayor y comprendí que los colonos procedían de la India y Kazajistán y Noruega, donde no pueden mantener a la población que tienen; y el hecho de que yo hubiera nacido en América significaba que no podría ir. ¡Y que tampoco existía el ganado arcturiano ni las lombrices! Me decepcionó mucho descubrir eso con doce años.
Volvió a encogerse de hombros.
—Crecí en San Antonio, fui a la facultad de la Universidad de Texas y luego encontré trabajo en San Antonio. Me casé y, de vacaciones, íbamos a la costa del Golfo. En nuestro trigésimo aniversario, mi marido y yo planeábamos ir a Italia, pero nunca fuimos.