La vidente de Kell (48 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La vidente de Kell
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—Su Majestad espera a estas personas —dijo Oskatat con brusquedad a los guardias— y las recibirá ahora. Abrid las puertas.

—Pero son alorns, señor —dijo uno de los guardias, que parecía nuevo en su oficio.

—¿Y qué? Abre la puerta.

—Pero...

—¿Sí? —dijo Oskatat en un tono engañosamente trivial mientras desenvainaba su pesada espada.

—Eh..., nada, señor —respondió el guardia—. Nada en absoluto.

—Entonces ¿por qué sigue cerrada la puerta?

Los guardias se apresuraron a abrirla.

—¡Kheldar! —exclamó una voz estridente, procedente del fondo de la sala. El rey Urgit corrió escaleras abajo desde la plataforma del trono, sosteniéndose la corona. Estrechó a Seda en un fuerte abrazo, sin poder contener las carcajadas—. ¡Creí que habías muerto! —dijo.

—Tienes buen aspecto, Urgit —le dijo Seda.

—Me he casado, ¿sabes? —respondió Urgit con una mueca extraña.

—Sabía que Prala acabaría por pillarte. Yo mismo me casaré pronto.

—¿Con aquella joven rubia? Prala me contó lo que sentía por ti. ¡Vaya, conque el invencible Kheldar se casa por fin!

—Todavía no hagas tus apuestas, Urgit —le dijo Seda a su hermano—. Tal vez me suicide antes de decidirme. ¿Estamos solos? —preguntó—. Tenemos mucho de qué hablar y no nos sobra el tiempo.

—Mi madre y Prala están aquí —respondió Urgit—, y mi padrastro, por supuesto.

—¿Padrastro? —preguntó Seda, mirando a Oskatat con incredulidad.

—Mi madre se sentía sola. Echaba de menos los divertidos malos tratos que le prodigaba Taur Urgas. Sin embargo, me temo que se ha llevado una terrible decepción. Hasta ahora, Oskatat no la ha arrojado por las escaleras ni le ha pateado la cabeza una sola vez.

—Cuando habla en broma, resulta insoportable —lo disculpó Oskatat.

—Sólo intento alegrar los ánimos —rió Urgit—. ¡Por el ojo chamuscado de Torak! ¡Cuánto te he echado de menos, Seda!

Tras saludar a Garion y a Belgarath, miró a Barak, Mandorallen y Hettar con expresión inquisitiva.

—Barak, señor de Trellheim —presentó Seda al gigante de barba roja.

—Es incluso más grande de lo que dicen —observó Urgit.

—Mandorallen, barón de Vo Mandor —continuó Seda.

—La personificación de un auténtico caballero —dijo Urgit.

—Y por último, Hettar, hijo del rey Cho-Hag de Algaria.

Urgit retrocedió, con los ojos llenos de temor, e incluso Oskatat dio un paso atrás.

—No hay razón para preocuparse, Urgit —señaló Seda con tono magnánimo— En el largo camino desde el puerto, Hettar no ha matado a uno solo de tus súbditos.

—Asombroso —murmuró Urgit con nerviosismo—. Por lo visto, has cambiado mucho —le dijo—. Se dice que mides trescientos metros y que llevas un collar hecho con cráneos de murgos.

—Sólo me he tomado un descanso —respondió Hettar con frialdad.

—No vamos a mostrarnos desagradables el uno con el otro, ¿verdad? —preguntó Urgit con una sonrisa aprensiva.

—No —respondió Hettar—, no lo creo. Por alguna razón, has despertado mi curiosidad.

—Es un alivio —dijo Urgit—, pero si empiezas a ponerte nervioso, avísame. Todavía quedan una docena de generales leales a mi padre escondidos en el palacio y Oskatat aún no ha encontrado una excusa para decapitarlos. Llegado el caso, yo los enviaré a buscar y tú podrás hacer algo para relajarte. Después de todo, para mí no son más que una molestia. —Arrugó la frente—. Ojalá hubiera sabido que venías —dijo—, hace años que quiero enviarle un regalo a tu padre. —Hettar lo miró con las cejas arqueadas en un gesto de asombro—. Me hizo el favor más grande que un hombre podrá hacerme en toda la vida: hundió su sable en las entrañas de Taur Urgas. Dile que cuando se marchó, yo acabé su trabajo.

—¿Ah, sí? —preguntó Hettar—. Mi padre no suele dejar sus trabajos inconclusos.

—Oh, Taur Urgas estaba bien muerto —le aseguró Ur­git—, pero temía que viniera algún grolim e intentara resucitarlo, así que lo degollé antes de que lo enterraran.

—¿Lo degollaste? —preguntó Hettar, atónito.

—De oreja a oreja —respondió Urgit con tono divertido—. Cuando tenía diez años robé un pequeño cuchillo y luego me pasé varios años afilándolo. Después de cortarle el gaznate, le clavé una estaca en el corazón y lo enterré a cinco metros de profundidad... con la cabeza hacia abajo. Nunca había tenido tan buen aspecto como esa vez, con sólo los pies asomándole sobre la tierra. Incluso dejé de cavar un rato para disfrutar de la vista.

—¿Lo enterraste tú mismo? —preguntó Barak.

—Desde luego. No podía permitir que lo hiciera ningún otro, pues quería asegurarme de que estuviera bien enterrado. Cuando terminé, provoqué una estampida de caballos para que disimularan el lugar de la tumba con sus pisadas. Como habréis imaginado, mi padre y yo no nos llevábamos muy bien, y la certeza de que ningún murgo sabe dónde está enterrado me produce un gran placer. ¿Por qué no nos unimos a mi esposa y a mi madre? Luego me contaréis vuestras espléndidas noticias..., cualesquiera que éstas sean. ¿Puedo acariciar la esperanza de que Kal Zakath repose en los brazos de Torak?

—No lo creo.

—Qué pena —dijo Urgit.

En cuanto descubrieron que Polgara, Ce'Nedra y Velvet estaban a bordo de La Gaviota, la reina Prala y su suegra Tamazin se disculparon para ir a visitar a sus viejas amigas.

—Sentaos, caballeros —dijo Urgit tras la partida de las damas, y él se repantigó en el trono, apoyando una pierna sobre uno de sus brazos—. Ahora, dime, Kheldar, ¿cuál es esa espléndida noticia que querías comunicarme?

Seda se sentó en un extremo de la plataforma y buscó algo en el interior de su túnica.

—Por favor, no hagas eso, Kheldar —dijo Urgit encogiéndose en el trono—. Sé bien cuántas dagas llevas contigo.

—Esta vez no se trata de una daga, Urgit —lo tranquilizó Seda—, sino de esto.

Le entregó un pergamino doblado. Urgit lo abrió y lo examinó con rapidez.

—¿Quién es Oldorin de Perivor? —preguntó.

—Es el rey de una isla situada al sur de Mallorea —explicó Garion—. Algunos de nosotros nos reunimos allí.

—Vaya grupo —observó Urgit mirando las firmas. Luego hizo una mueca de preocupación—. También veo que tú hablaste en mi nombre —le dijo a Seda.

—Protegió tus intereses con bastante eficacia, Urgit —le aseguró Belgarath—. Como habrás notado, sólo nos hemos puesto de acuerdo en generalidades, pero de todos modos es un buen comienzo.

—Lo es, Belgarath —asintió Urgit—. Por lo que veo, nadie actuó como delegado de Drosta.

—El rey de Gar og Nadrak no estuvo representado, Majestad —dijo Mandorallen.

—Pobre Drosta —rió Urgit—, siempre lo dejan a un lado. Todo esto está muy bien, caballeros, y hasta podría garantizaros una década entera de paz... siempre y cuando no le hayáis prometido a Zakath entregarle en bandeja mi cabeza para decorar alguna habitación secundaria del palacio de Mal Zeth.

—Eso es lo que queríamos discutir contigo —dijo Seda—. Zakath regresó a Mal Zeth cuando abandonamos Perivor, pero antes de separarnos tuve ocasión de hablar seriamente con él y aceptó comenzar las negociaciones de paz.

—¿Paz? —se burló Urgit—. Zakath sólo desea la paz eterna para todos los murgos y yo estoy en el primer lugar de la lista.

—Ha cambiado un poco —le dijo Garion—. Ahora mismo, tiene algo más importante en la cabeza que exterminar murgos.

—Tonterías, Garion. Todo el mundo quiere exterminar a los murgos. Incluso yo, que soy su rey.

—Envía algunos emisarios a Mal Zeth —le aconsejó Seda—, y dales suficiente poder para que puedan negociar de buena fe.

—¿Pretendes que otorgue poder a un murgo? ¿Te has vuelto loco, Kheldar?

—Yo podré encontrar algunos hombres de confianza, Urgit —le aseguró Oskatat.

—¿En Cthol Murgos? ¿Dónde? ¿Debajo de alguna roca húmeda?

—Tendrás que empezar a confiar en la gente, Urgit —le dijo Belgarath.

—Oh, por supuesto, Belgarath —respondió Urgit con la voz cargada de sarcasmo—. Ya lo creo que me fío de ti..., aunque sólo porque temo que de lo contrario me conviertas en un sapo.

—Envía emisarios a Mal Zeth, Urgit —dijo Seda con voz paciente—. Los resultados podrían depararte una agradable sorpresa.

—Cualquier hecho que no acabara con mi decapitación sería una sorpresa agradable. —Urgit miró a su hermano con expresión astuta—. Tienes algo más en mente, Kheldar. Suéltalo de una vez.

—El mundo está a punto de enfermar con una grave epidemia de paz —dijo Seda—. Mi socio y yo hemos creado nuestro imperio comercial en épocas de guerra. Si no encontramos nuevos mercados con demanda de productos necesarios en períodos de paz, nuestros negocios podrían fundirse. Cthol Murgos ha estado en guerra durante una generación entera.

—Más. En concreto, estamos en guerra desde la ascensión de la dinastía Urga, a la cual tengo el dudoso placer de representar.

—Entonces es muy probable que la gente añore las comodidades propias de los tiempos de paz, pequeñas frivolidades como tejados para las casas, ollas donde cocinar y cosas por el estilo.

—Supongo que sí.

—Bien. Yarblek y yo podríamos traer nuestros productos a través del mar y convertir Rak Urga en el mayor centro comercial de la mitad sur del continente.

—¿Por qué ibais a querer hacer algo así? Cthol Murgos está en bancarrota.

—Las inagotables minas de oro siguen allí, ¿verdad?

—Por supuesto, pero están en los territorios controlados por los malloreanos.

—Sin embargo, si tú firmas un tratado de paz con Zakath, los malloreanos se marcharán, ¿no es cierto? Tenemos que darnos prisa, Urgit. En cuanto las tropas malloreanas se retiren, tú tendrás que movilizar tanto a tus tropas como a tus mineros.

—¿Qué obtengo yo del trato?

—Impuestos, querido hermano, impuestos. Podrás cobrar impuestos a los mineros, a mí y a mis clientes. Dentro de pocos años, estarás nadando en dinero.

—Y los tolnedranos me lo robarán en unas pocas semanas.

—No lo creo —sonrió Seda—. Varana es el único tolnedrano enterado de esto y ahora está en el barco de Barak, en la costa. No regresará a Tol Honeth hasta dentro de varias semanas.

—¿Y eso qué importancia tiene? Nadie puede hacer nada hasta que yo haya firmado un tratado de paz con Zakath, ¿no es cierto?

—No exactamente, Urgit. Tú y yo podemos llegar a un acuerdo si me garantizas acceso exclusivo al mercado murgo. Por supuesto, yo te pagaré generosamente a cambio. Será un acuerdo legal e inquebrantable. He redactado suficientes tratados comerciales para asegurarme de que así sea. Podremos concretar los detalles más tarde, pero ahora es importante escribir un documento y ponerle nuestras firmas. Luego, cuando se decida la paz y los tolnedranos vengan hacia aquí como moscas a la miel, podrás mostrarles el documento y enviarlos de regreso a casa. Si me concedes acceso exclusivo, ganaremos millones, Urgit, ¡millones!

Entonces las narices de ambos comenzaron a crisparse de forma notable.

—¿Qué tipo de cláusulas incluiríamos en ese acuerdo? —preguntó Urgit con cautela.

Seda le dedicó una amplia sonrisa y volvió a buscar algo en el interior de su chaqueta.

—Me he tomado la libertad de esbozar un documento provisional —dijo mientras sacaba otro pergamino—. Sólo para ahorrar tiempo, por supuesto.

Mientras los marineros de Barak atracaban La Gaviota en el conocido muelle del distrito drasniano, Garion notó que Sthiss Tor seguía siendo una ciudad muy poco atractiva. En cuanto acabaron de amarrar las sogas, Seda saltó a tierra y corrió hacia las calles de la ciudad.

—¿Crees que tendrá algún problema? —le preguntó Garion a Sadi.

—No es muy probable —respondió Sadi que estaba acurrucado detrás de una chalupa—. Salmissra lo conoce y yo conozco a mi reina. Aunque su rostro no refleje sus emociones, es muy curiosa. He dedicado los últimos tres días a la composición de mi carta y casi me atrevería a garantizarte que me recibirá. ¿Ahora podríamos bajar a la bodega, Garion? No me gustaría que me viera nadie.

Dos horas más tarde, Seda regresó acompañado por un pelotón de soldados nyissanos. El comandante del pelotón tenía un aspecto familiar.

—¿Eres tú, Issus? —dijo Sadi desde la portilla del camarote donde estaba escondido—. Creí que habrías muerto.

—Pues ya ves que no es así —respondió el asesino tuerto.

—¿Ahora trabajas en el palacio?

—Sí.

—¿Para la reina?

—En parte. De vez en cuando hago algún trabajito para Javelin.

—¿Y la reina lo sabe?

—Desde luego. Muy bien, Sadi, la reina ha aceptado darte una amnistía de dos horas, así que será mejor que nos demos prisa. Estoy seguro que querrás haber salido de aquí antes de que se acabe el tiempo. Los colmillos de la reina empiezan a temblar cada vez que oye pronunciar tu nombre. Vamos..., a menos que hayas cambiado de opinión y quieras comenzar a correr ahora mismo.

—No —dijo Sadi—. Subiré enseguida. Si no hay inconveniente, llevaré a Polgara y a Belgarion conmigo.

—Como quieras —dijo Issus con indiferencia.

El palacio seguía lleno de serpientes y eunucos de mirada ausente. Un oficial con la cara llena de granos, anchas caderas y un grotesco maquillaje en la cara los recibió en la puerta del palacio.

—Bien, Sadi —dijo con aflautada voz de soprano—, veo que has regresado.

—Y yo veo que tú aún sigues con vida, Y'sth —respondió Sadi con frialdad—. Es una verdadera pena.

Y'sth entrecerró los ojos en una clara expresión de odio.

—Deberías tener más cuidado con lo que dices, Sadi —sugirió—. Ya no eres el jefe de los eunucos. De hecho, es muy probable que pronto lo sea yo.

—En tal caso, espero que los cielos se apiaden de la pobre Nyissa —murmuró Sadi.

—¿Sabes que la reina ha ordenado que Sadi sea llevado ante ella sano y salvo? —le preguntó Issus al eunuco.

—No lo he oído de sus propios labios.

—Salmissra no tiene labios, Y'sth, y yo acabo de recordarte su orden. ¿Ahora vas a salir del medio o prefieres que te aparte yo mismo con un cuchillo?

—No puedes amenazarme, Issus —dijo Y'sth mientras retrocedía.

—No ha sido una amenaza, sino una simple pregunta —respondió el asesino.

Luego los condujo hacia la sala del trono por los lustrosos pasillos del palacio.

La sala no había cambiado ni tal vez fuera a cambiar nunca, pues la milenaria tradición de los nyissanos así lo exigía. Salmissra estaba en el trono con el cuerpo enroscado, moviendo sinuosamente la coronada cabeza roma ante el espejo.

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