Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
…Y aquel que hoy me hace llegar con Sandra a Madrid. Quiero estar bien con ella, quiero que volvamos a ser las mismas personas que llegaron a Barcelona. No le vuelvo a hablar de Josefa ni de Mario y en cambio voy buscando y encuentro la peor pensión de cincuenta pesetas y hundo la mano sobre el colchón y sí hay posibilidades de hondonada y, púchica diegos, sobre la marcha me acuerdo una vez más de Inés, luz de donde, que ni se entere Sandra. Y nos acostamos juntos nuevamente y hacemos el amor pero algo falla, se nota, quién no nota cuando falla en estos casos, los dos lo notamos. Al Museo del Prado. Pero en el Museo del Prado, Sandra requinta contra la cultura y sólo soporta a Goya y en todo caso a mí no me soporta porque yo soporto también al Greco, a Velázquez, a Murillo, a los pasivos espectadores, al pintor que venga según la sala en que caemos y al mundo entero. Toros, ahora. Sandra vomitó en los toros. Mejor dicho, Sandra vomitó sobre
mi
pantalón en los toros. Ordóñez estaba en una tarde sensacional, Inés siempre le perdonaba a Ordóñez, sólo a Ordóñez, que toreara para los tendidos enemigos de sombra, pero Sandra y yo, o más bien yo bajo las órdenes de Sandra, o tal vez sea mejor decir Sandra, yo, y mi verdad esa de que nadie sabe para quién trabaja abandonamos la plaza antes del segundo toro de Ordóñez. Mierda, no lo había visto torear sino una sola vez desde las temporadas de Lima, ¿cuatro, cinco, seis años?
Desde entonces ya no pienso más que en una cosa: Enrique Álvarez de Manzaneda. Y decido: adiós patrañas, no más ¿qué te parece, Sandra?, comprende, mi espíritu del 68, después de todo sigo siendo el hombre del operativo X 023, aunque la verdad es que entre el Museo del Prado, amistades como las de Josefa y Mario, y Antonio Ordóñez, me lo han rebajado bastante a mi pobre operativo. Pienso: de Guatemala a Guatepeor, de una Inés peruana a una Inés norteamericana. Pero le cuento lo de Enrique a Sandra e Inés, no, perdón, a Inés no, Sandra me escucha atentamente y acepta, gracias a Dios, que se puede sufrir por un amigo con el que se quedó mal por amor a una esposa, por culpa de un Grupo, y por qué no, por culpa de uno mismo. Si tan sólo hubiese sido un poco más enérgico, un poco menos débil. ¿Vale la disculpa de que eran mis debuts matrimoniales, el principio de la hondonada? No lo sé, pero en todo caso no soporto más esta disculpa. Y puesto que era imposible ir nuevamente a los toros con Sandra, y puesto que Sandra, bastante harta ya, le hubiese clavado su X 023 a toda la cultura que había en el Prado, de no haber estado ahí don Francisco de Goya, ha llegado el momento de partir rumbo a Oviedo, ésta es la sorpresa, la sorpresota que te daré, mi querido Enrique Álvarez de Manzaneda.
Tren a Oviedo. Y en Oviedo, Plaza de América 24, 2.° B. Tengo todo esto en la mente y sé que aunque hubo silencio y que nunca hubo correspondencia, el gustazo que te voy a dar, Enrique, Plaza de América, tu dirección me la sé de memoria. Tren a Oviedo, qué pesadilla, tarda mucho más de lo que imaginaba en llegar. Sandra quiere un mapa de España, se lo compro, quiere pagarlo, ¿por qué tienes que pagar tú siempre todo, Martín?, resulta casi ofensivo. Mira, Sandra, la verdad, no lo sé, simplemente saqué el dinero antes, no compliques las cosas, ahora yo ya guardé mi dinero y resulta que tú no encuentras el tuyo. Demonios, se amargó Sandra. Prueba una broma, Martín. Prueba: Mira, linda, tú me das tu dinero y yo te doy el mío: así, cuando yo pague por culpa de mis malos instintos capitalistas, estarás pagando tú, en realidad, y cuando tú pagues, en realidad te estarás gastando el dinero que el podrido capitalista de Mario me encajó por la fuerza en el bolsillo, es lo que en castellano se llama nadie sabe para quién trabaja. Mierda, Sandra se amargó más todavía, Sandra ignora que también yo empiezo a ponerme nervioso, que estoy cansado, impaciente, que de pronto empieza a hartarme que siempre me anden derecheando, capitalisteando, mediotinteando, después de todo hace mil años que defeco, qué increíble palabra, en wáters de hueco en el suelo y que vivo del sudor de mi rostro, peor todavía, casi de sangre, sudor y lágrimas, que me perdonen Churchill y el pueblo inglés, pero en todo caso lágrimas sí que las hubo y sudorosas fatigas también y también, ya verán algún día, mucha sangre en el culo de Martín Romaña, un verdadero vía crucis rectal.
Tren a Oviedo en compartimento de segunda y no sé cómo diablos Sandra se ha enterado de que en España aún quedan terceras clases y que a lo mejor en este tren las hay. No las hay, le digo, lo he averiguado claramente y sé que quedaban algunas hace unos años, las usé con Inés, pero eran líneas menores, Sandra, y sé que poco a poco tienden a desaparecer. Pienso: Además no jodas, Sandra, pero en cambio me sonrío y le acaricio las rodillas, los muslos. Nada, no obtengo el más mínimo resultado, una, sólo una de sus maravillosas sonrisas habría bastado para arreglar tanto las cosas. Ya sé, Sandra está extrañando París, las barricadas, ha olvidado por completo, por culpa de Mario y Josefa Feliu, del Museo del Prado y de Antonio Ordóñez, que está acompañando a un hombre que huye de la policía, sí, porque ésa era su verdad, mientras que la mía en el asunto ese de para quién trabajamos y en todo caso ahora es sólo llegar a casa de Enrique, darle la gran sorpresa a Enrique, liberarme por fin de aquella culpa que en España, abandonado ya por Inés, crece y crece hasta convertirse en algo enorme, o sea que por favor no jodas tanto, Sandra.
Pero siguió jodiendo. Ah, quién iba a pensar que aquella muchacha en cuyo diario íntimo y en cuyos ojos, en cuya sonrisa y en cuyas piernas abiertas había leído un gran amor por mí, estaba en ese instante pensando abandonarme, regresarse a Madrid, regresar de ahí como fuera a París, quién demonios iba a pensar que en la parada de León me habrían ocurrido ya, para variar, cosas tan exageradas que yo mismo le iba a dar la oportunidad de partir, como última consecuencia de ellas, que en esa estación de tren yo mismo iba a verme en la obligación de decirle vete, Sandra. Y que momentos después la vería llegar a otro andén, en espera del más rápido retorno a Madrid, y que la miraría sentarse cabizbaja, y que iba a continuar mirándola un rato como se mira por última vez a una mujer con la que se ha querido vivir tanto y se ha compartido tan poco y, de ese
tan
poco, casi todo gracias a una mentira cuya única disculpa fue su tierna y desesperada urgencia.
Claro, ahora, muchos años después, he aprendido que a estos seres se les vuelve a ver, que además es uno mismo quien los busca. Con Sandra me pasó eso. Una sonriente fotografía de despedida, un amable texto escrito al dorso, ella en ropa de baño, la divertida alusión a sus piernas tan hermosas, la dirección de sus padres en Alaska, a través de los cuales podría siempre volverla a buscar, darle alguna noticia cuando me provocara, hicieron que en 1975, en otro de mis viajes solitarios (sí, hubo también toda una época de viajes solitarios, hablaré de ella tal vez en otro cuaderno, en otro libro), antes de partir a los Estados Unidos le envié una nota como quien lanza una botella con un mensaje al mar. Me respondió y fui. Vivía en California, era profesora de Historia del Arte, hablaba en sus clases de Murillo, Velázquez, y del Greco, pero lo más increíble fue que ella y su esposo, también profesor de Historia del Arte, acababan de comprarse una costosa residencia californiana y que en las contadas visitas que le hice a ella (a él trataba siempre de evitarlo, por pesado), anduve conteniéndome la risa y las críticas humorístico-aburridas y hasta tragando saliva por momentos porque Sandra me dictó una verdadera cátedra sobre la hipoteca, sus ventajas y desventajas al adquirir un bien inmueble y esto y lo otro, Martín, y los intereses bancarios, y no sé qué más decirte, Martín, de todo aquello de París ni me hables porque no me queda más que una especie de nube, un vaguísimo recuerdo, tú y un par de cosas más, ni un solo hombre, apenas algún rostro nublado y sírvete otro bourbon, y yo ahí que acababa de llegar en charter y andaba contando los centavos de dólar porque seguía igualito sólo que con varios combates más de diez, doce, y hasta quince rounds, y ya no maldecía a Hemingway porque mi vida en París y en diversas ciudades de Italia y España no se parecía nunca a la maldita y maravillosa ficción de sus libros tan vividos, tan basados en la realidad y la vida y la experiencia. En fin, algo así como lo que estoy haciendo yo ahora, sólo que él lo hacía en inglés, y a mí además quién mierda me conoce.
Bueno bueno, pero un poco más de cronología, Martín Romaña, no andes dando tanto brinco tempo-espacial en tu Voltaire. Tren a Oviedo, no se preocupen, lectores, al comienzo iba tan despacio que casi no ha habido oportunidad para que suceda nada nuevo. Sólo que yo sigo ahí sentado frente a mi segunda muda (1.era, Inés, 2.da, Sandra, desde hace un rato, pero con cara de que será para siempre), maldiciendo al maquinista porque este tren parece peruano o es que el tipo conoce mi ansiedad y no quiere que llegue nunca donde Enrique, tranquilo, Martín, no te paranoies, ya ves, ya empieza a ir rápido. Me incorporo, salgo al corredor a ver si llueve. En este vagón, al menos, no llueve. Avanzo uno, dos, tres vagones más, a ver si llueve, todo en vista de que Sandra… Me detengo al fondo de un vagón, vuelvo a encender un cigarrillo, me lo fumo, lo arrojo por una ventanilla, siempre soy agresivo cuando nadie me ve, cuando no puedo agredir a nadie, cuando lo único que podría lograr es un crimen tan poco civilizado como incendiar un bosque para avergonzarme luego de mis crímenes tan cretinos como solitarios y sin cadáver que se pueda reconocer porque cadáver no existe. Bueno, digamos que aún no existía pero que no tardaba en existir, porque minutos después sí que había cadáver reconocible, y es que de pronto, como para que no fuera a perder la costumbre, las cosas se me presentaron exageradísimas y en momentos en que el tren había ganado, por fin, gran velocidad.
Llegó un tipo que yo califiqué de muy mal educado, cosa que me extrañó bastante porque en los libros de Hemingway los españoles no lo son jamás. Este turismo de mierda, me dije, le está jodiendo todas sus ficciones a Hemingway, parece mentira, hasta los españoles se están volviendo poco amables. Hemingway inventó el
Spain is different
, otros esloganizaron su invención para atraer masas turísticas generalmente mal educadas, y ahora resulta que
Spain is different
de lo que a mí, en todo caso, me contó Hemingway sobre ella. Nuevamente el asunto ese de que nadie sabe para quién trabaja, porque el tipo que llegó era un español que hasta grosero no paraba. Antes, los españoles te invitaban chorizo y vino en el compartimento. Éste, el que acababa de llegar adonde yo estaba, ni siquiera contestó a la cortesía de mi saludo. No traía chorizo, tampoco, pero sí cigarrillos y encendió uno y a mí como si nada, nada de ¿me permite invitarle uno?, nada de yo encendiéndole el suyo y él el mío, nada de nada. Le menté la madre en monólogo interior y le manifesté mi más absoluto desprecio mediante un exagerado interés por el paisaje castellano, literalmente aplasté la nariz contra la ventana y permanecí así, sumamente interesado. Cinco minutos después, y siempre con la nariz aplastada contra la meseta castellana que se repetía y repetía, escuché unos ruidos extraños a mis espaldas. ¿Despego o no despego la nariz? Bueno, me dije, mientras hay vida hay esperanza, despegué y voltée. El tipo quería pasar al siguiente vagón pero no lograba abrir la puerta y se había puesto nerviosísimo y ahí estaba dale que dale pero la puerta dale también con atrancársele y con tantos nervios probablemente se había olvidado de que más vale maña que fuerza. No se lo dije, por temor a sus malas pulgas, a que no contestaba saludos, a que no invitaba cigarrillos ni entablaba española conversación con chorizo, y sobre todo por lo nervioso que se había puesto. Pero los peruanos somos de temperamento más bien dulzón y yo además soy un peruano nada rencoroso, o sea que me ofrecí a ayudarlo con más maña que fuerza.
Funcionó, sólo sus nervios le habían impedido abrir la puerta, y si no le dije usted primero, señor, fue porque definitivamente el tipo parecía querer estar solo, porque no quería que fuera a pensar que lo iba a seguir o algo por el estilo, y porque en el fondo la muy muda de Sandra me había obligado a andar viendo si llovía por los vagones, pero a lo mejor con mi ausencia ya se le había pasado un poco su terrible necesidad de un nuevo operativo X 023 y hasta era capaz de volverme a sonreír. Me estaban entrando unas ganas horribles de acariciarle los muslos, bajo la falda, cuando noté que el tipo, al pasar al otro vagón, había dejado la puerta abierta y me acerqué a cerrarla… ¡Me cago!… La alarma, ahí estaba la alarma, me colgué de la alarma.
Y seguía colgado de la alarma cuando el tren frenó bruscamente y ahora cómo mierda explico. No había otro vagón y unos doscientos metros más allá el tipo estaba tirado sobre los rieles, inmóvil, probablemente muerto, le acabo de abrir la puerta a un suicida, con razón que estaba tan nervioso, con razón que no lograba abrir una puerta tan fácil de abrir. Grité ¡aquí aquí aquí, en el último vagón! y empezó a llegar gente, más gente, la gente que trabajaba en el tren, y dos guardias civiles. Fueron a ver. Lo tocaron, lo examinaron, el tipo estaba muerto. Lo registraron, le sacaron documentos, papeles, y su billete del bolsillo. Y ahora regresaban donde el único testigo. Que se vaya todo el mundo, ordenaron los guardias civiles, tenemos que interrogar al señor, su documentación, señor. El único testigo: yo.
Yo resulto muy sospechoso, a causa de la pelambre de mayo del 68, de la barba, del bigotazo, más el acento sudamericano, más la cara de sudamericano. Sumamente sospechoso desde los primeros contactos, que no fueron físicos, pero que a pesar de no serlo permitían ver a la legua cómo temblaba el sospechoso, el sospechoso temblaba como si no sólo hubiera empezado a llover y yo ahí en mangas de camisa y sin paraguas sino que de pronto además hubiese empezado a nevar y yo siempre ahí sin paraguas y en mangas de camisa. Y todo esto por culpa del presunto suicida que entraba en gravísimas contradicciones que ya estaba muerto para poder explicar. Que explique, entonces, el señor Romaña, por ejemplo, cómo el cadáver pudo gastar en un billete hasta Oviedo, cuando tenía pensado suicidarse a tan sólo cincuenta kilómetros de Madrid-Atocha. O el presunto suicida está, en fin, estaba loco, de lo cual no hay prueba, o el sudamericano… Y al sudamericano le seguía nevando y lloviendo sobre sus temblores tan desabrigados y sin paraguas y además constantemente se le extraviaba la mirada porque, eso no lo mencioné en mi declaración, por supuesto, andaba buscando otro jebecito constante más estiradísimo aún y no los había por ninguna parte porque o la lluvia torrencial se los llevaba navegando o era a lo mejor que tanta nieve los cubría para siempre mientras el interrogatorio continuaba y por fin llegó Sandra que tan enemiga no podía ser como para declarar en contra mía.