La vida exagerada de Martín Romaña (54 page)

Read La vida exagerada de Martín Romaña Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué hago, señor cónsul?

—Por lo pronto, no romperle el alma a su amigo. En todo caso no en mi presencia, por favor. Y enseguida bajarse inmediatamente de este auto y esconderse en algún lugar muy seguro. Espérese, aquí no lo voy a dejar. Dígame dónde quiere que lo deje y luego desaparezca. Váyase a otro país, a donde sea, hasta que esto se calme un poco.

—Déjeme en la Place de la Contrescarpe, señor cónsul.

—Si lo viera su familia, Martín Romaña. Usted no está como para andar de guerrillero parisino. Déjele esa fiebre a otra gente.

—¿Cómo me puedo ir de Francia, si casi nadie tiene auto ni gasolina y los ferroviarios siguen en huelga?

—¿Pero ustedes en qué país viven? ¿No se han enterado de que hoy se va a realizar la más grande manifestación de
todo
lo que está contra mayo del 68? ¿Y que De Gaulle se va a poner duro? ¿Y de que mañana todas las estaciones de París amanecerán milagrosamente llenas de gasolina para que la gente pueda gozar de un largo fin de semana? Mañana mismo sale usted en autostop de Francia, Martín Romaña. Adiós y buena suerte.

Matos me pasó todo el dinero que le habían devuelto con sus documentos, me soltó un disculpa, hermanito, que casi lloro por él, me abrió y me cerró la puerta, y minutos después llegué nuevamente corcoveando donde Sandra. Me habría creído si le hubiese dicho que regresaba de poner otra bomba. Pobre Sandra, me ayudaba a temblar, a punta de temblar entre mis brazos, con lo cual en realidad no me estaba ayudando en nada. Le solté la verdad, aunque sabiendo que a mitad de camino empezaría a complicarse hasta dejar de ser verdad: por error, y sin la menor mala intención, un antiguo camarada me había denunciado a la policía. Desconocía por completo mis actividades fuera del Grupo y con la alegría que le produjo que lo sacaran de la cárcel, dijo algo que sólo por joder a la policía se había estado callando a lo largo de cuatro días: que cuando lo pescaron se dirigía a mi casa. Total, si bien lo del operativo X 023 era todo un éxito, ahora, por culpa de esta bestia, ya no era todo un éxito. Y ello porque un hombre que se calla cuatro días y luego suelta… Me cago, resulta que ahora Martín Romaña puede ser el hombre más buscado de París. Puede no serlo, también, pero si me vienen a buscar…

—Comprendo —dijo Sandra—; si te vienen a buscar no agarran a un ex camarada del Grupo sino al hombre del operativo X 023.

Casi le digo que había comprendido demasiado, más de lo que yo hubiera deseado, en todo caso, pero no tuve más remedio que callarme, pues lo otro era secreto para la tumba, o por lo menos para bodas de plata matrimoniales.

—¿Qué hacer? —dijo Sandra, temblorosa, y queriéndome más que al Tom del tabique de Nebraska.

—Octavia de Cádiz —se me escapó a mí, pero ella ya se estaba acostumbrando a ese sonido-frase-inconsciente, que producía a menudo mi inconsciente, no preguntó nada, y me permitió seguir—: Yo en este instante corro a mi departamento…

—Corremos —me interrumpió ella, tan solidaria y tan cariñosa, que confieso que por un instante, entre el calor que hacía, y lo tierna y noble que estaba, pensé en una rápida prueba de amor al aire libre, en la terraza del departamento. Bastaría con desenfundar somier y colchón, poner éste sobre aquél, y aparecería la hondonada, y Sandra y yo ipso facto en la hondonada y claro, media hora después, Sandra y yo adorándonos en la hondonada, o yo extrañando a Inés en la hondonada, a lo cual no tenía ningún derecho Inés, ni yo tampoco, y entre ese caos sentimental la policía cayéndonos encima en plena e importantísima prueba de hondonadas van y hondonadas vienen. Besé a Sandra, y le dije que era la mujer más noble que había tenido entre mis brazos y que bueno, que salíamos corriendo juntos a mi departamento, con los siguientes propósitos:

1.º No separarnos más (con la primera sonrisa me sonrió a mí, y con la segunda a Tom. Debo confesar que ambas eran la más hermosa sonrisa que había visto en mi vida, y que no sentí celos ni nada porque Tom la había abandonado hace dos mil años y se había casado hace mil: lo primero, tras lo del tabique nebrasqueño, y lo segundo, tras lo del desvirgador dominicano).

2.º Poner, a la entrada de la casa, y en forma tan evidente que la policía lo vea no bien entre, las obras completas de Malraux, ministro del régimen, las de Claudel, que pudo haber sido ministro del régimen, las de Mauriac, que merecía ser ministro del régimen, las de Céline, que son lo más revolucionario que se ha escrito en Francia en el siglo xx, pero cuyo autor había soñado con ser ministro del Interior en cualquier régimen o país en el que aparecieran fantasmas maoístas o simplemente peligros chinos, y por último, las de mi querido y respetado general De Gaulle.

—Yo ni lo quiero ni lo respeto —me interrumpió Sandra.

—Mira, mi amor, como en el asunto de los hijos, transemos por hoy en que se trata de una debilidad de mi parte, y ya en España lo discutimos.

—¡Adonde!

3.º Porque se trata precisamente del punto tercero. Mañana empiezan a vender gasolina a pasto. Tú tienes tus dólares, a mí me quedan francos, y Matos, mi pobre amigo Matos, acaba de pasarme todos sus francos. Dejamos la casa llena de libros que «digan» mucho sobre mi vida en Francia. Nos vamos a España a ver toros, en autostop, también a visitar a algunos amigos que tengo por allá (inmediatamente empecé a pensar en ti, Enrique), y cuando todo se haya acabado por aquí, porque hay quienes piensan que con un fin de semana largo y mucha gasolina, todo empezará a acabarse por aquí, volvemos a casa, y miramos qué efecto han producido mis libros sobre la poli. Si no los han tocado, ni han llamado a la embajada, ni me han dejado convocatorias, ni me ha expulsado madame Labru, podremos vivir tranquilos en la misma ciudad, entre la misma gente, y sin encontrar nada extraño, tampoco, como dice la ranchera.

4.º Si estás de acuerdo, en este instante salimos corriendo al departamento. Pero no te olvides de que tienes todo el derecho del mundo a no estar de acuerdo. Sé muy bien por qué te lo digo, Sandra (con esa frase, quise decir todo lo contrario, pero como sucede tantas veces, también ella entendió todo lo contrario y cómo describir la sonrisa que le soltó al ahora además perseguido héroe del X 023. Ahí, en ese mismo instante, quise realmente estar con ella en la hondonada. La amé y quise amarla en la hondonada, para poderle decir que había querido decirle exactamente todo lo contrario, que el operativo etc…, pero ella volvió a entender también exactamente lo contrario en la vida exagerada de Martín Romaña, por lo cual pasé de inmediato al punto siguiente).

5.º Corramos ahora mismo al departamento, acomodemos los libros sobre una vieja cama con hondonada que tengo archivada en la terraza capitalista, y hagamos el amor veinticinco años. Perdona, Sandra, pero te juro que es lo que estoy sintiendo y corramos y corrimos pero ella en el camino me confesó que su deber era mantenerme sano y salvo y que no bien hubiésemos puesto mis libros de buen ciudadano en el lugar más evidente, y retirado los otros, aquellos tipo Marx, Mao, que evidentemente podían perjudicarnos…

—No, de ésos no hay ya —la interrumpí—: se los llevó todos Inés, en vez de llevarse su ropa.

—…Bueno, terminamos de arreglar lo que haya que arreglar, y después regresamos corriendo a escondernos en mi cuarto, hasta que veamos circular un auto y que han liberado la gasolina; y después otra vez volvemos a correr en busca de caras simpáticas que nos lleven a España en autostop. Allá podemos amarnos en paz, Martín, esa hondonada es una obsesión en tu vida y no quiero que ni la policía ni nadie te vaya a hacer daño por una maldita obsesión.

El punto 6.° fue cumplir al pie de la letra los cinco puntos anteriores, mientras yo iba pensando que realmente había llegado al máximo de mi ternura por Sandra, al proponerle un riesgo (que llegara la policía), que para ella eran dos riesgos (que llegara la policía no sólo por un ex camarada sino además por el Martín Romaña del X 023), y que menudo lío en el que me había metido por ayudarla, y que si le decía ahora la verdad reservada para las bodas de plata quién me ayudaba a mí, porque lo cierto es que también yo necesitaba ayuda y muy en especial ahora que ya ella ni soñaba con que era ninfómana ni se acostaba con gente porque se sentía culpable, todo por culpa mía. En ese instante, para mí, sólo existía una verdad en el mundo: Nadie sabe para quién trabaja.

Sandra, esa verdad, y yo, llegamos a Barcelona el 3 de junio. Nos despedimos de la persona que nos había traído desde Montpellier, y lo primero que vi al bajar del auto fue un jebecito constante, estiradísimo. Ella me apretó la mano terca y tiernamente y eso me hizo pensar que en las viejas pensiones de cincuenta pesetas siempre los colchones tenían hondonadas. Y éstas, maldita sea, me hicieron pensar en Inés. Y de ahí a recordar a Mario y Josefa Feliu, unos amigos muy ricos de mi familia, que Inés se había negado siempre a visitar por capitalistas, no pasó un segundo. Le expliqué a Sandra: estábamos inmundos, teníamos poco dinero, y en las casas de los ricos los jebecitos constantes, si los hay, están siempre en el basurero.

—Hazme ese favor, Sandra; mi familia siempre ha deseado que los conozca.

Sandra soltó un
okay
de esos que uno normalmente quiere comerse, y media hora más tarde estábamos sentados en el magnífico salón del magnífico departamento de los Feliu, contándoles de los Romaña, del Perú, de Francia y del mes de mayo en París, y aceptando copita tras copita de un jerez muy seco y toda la comida que con tanta pena por el estado de estos dos muchachos nos iban sirviendo. En realidad, a mí no me conocían ni en pelea de perros, por lo que tuve que esperar que Sandra se fuera a acostar, entre agotada e impresionada por tanto capitalismo, para contarles quién era ella, por qué y cómo no era Inés, quién era Inés, cómo y por qué habíamos llegado a Barcelona una norteamericana y yo, y lo mucho que deseaba visitar a un amigo que tenía en Oviedo.

—Vale, vale —dijo Mario—; todo tiene arreglo. Lo más práctico me parece que se queden unos días paseando con nosotros por Barcelona, y que luego vayan a ver un par de corridas a Madrid, porque Barcelona no es muy buena plaza…

—Eso —lo interrumpí, añadiendo que además Sandra era estudiante de Bellas Artes, y que un salto a Madrid sería su gran oportunidad de visitar el Museo del Prado.

—Ya ves, todo va saliendo a pedir de boca. Luego, de Madrid pueden irse a Oviedo, para que tú veas a tu amigo.

—Y con un poco de tiempo y de sol —intervino Josefa—, pueden luego detenerse en Bilbao, de regreso, y bañarse un poco en el mar. Nosotros tenemos un piso vacío allá, y basta con que Mario les dé las llaves.

—Vale, vale, perfecto —dijo Mario, alegre y alborotado con la idea de ayudarme—. Ya está todo organizado. Y ahora a dormir, para que mañana podamos darles un buen paseo por la ciudad y llevarlos después un rato al mar.

Me habían hablado tan mal de los capitalistas, en los últimos años, que a éstos los encontré francamente encantadores. A la que no encontré nada encantadora, en cambio, fue a la hasta entonces encantadora Sandra. Dormía ya profundamente en un dormitorio de dos camas, cuando entré, y no sólo no se le había ocurrido juntarlas, sino que además me largó con un manazo bien dormido pero mejor calculado cuando traté de introducirme entre sus sábanas, en busca de su ansiado cuerpo. Le dije soy yo, Martín, mi amor, pensando que a lo mejor me había tomado por Mario, por culpa de Buñuel y sus películas sobre esta gente en España, pero nuevamente me largó tan dormida como la primera vez, pero con un inglés que ni Shakespeare, no, no quería nada conmigo esa noche, demasiado capitalismo, Martín. Decidí entonces utilizar la fórmula mágica y dije Operativo X 023, pero esta vez sí que la cagada, porque Sandra permaneció inmutable ante el héroe tan fatigado. Y al día siguiente continuó inmutable. No se rió, ni siquiera se sonrió durante el desayuno, ni en las Ramblas, tampoco en las edificaciones de Gaudí, mucho menos en el Barrio Gótico, puso cara de tranca mientras nos bañábamos en Cadaqués, nos odió cuando Josefa, Mario y yo alabamos la impresionante belleza de sus piernas, se puso el pantalón que peor le quedaba mientras todos tomábamos el aperitivo en ropa de baño, y al caer la noche no aceptó cenar donde Mario propuso, sin duda alguna por temor a que se tratara de una especie de
Maxim's
catalán o algo por el estilo.

—Esta gringa que te has conseguido es totalmente idiota, Martín —me dijo Mario, no bien Sandra desapareció para irse a dormir nuevamente sola—. De acuerdo con que una persona sea izquierdista, pero de ahí a que sea idiota…

—Pobrecita —intervino Josefa—, creo que realmente nos ha tomado odio.

—El pobrecito es Martín, mujer; él es el que va a terminar pagando las consecuencias.

—Lo siento mucho —dije—, pero creo que partimos a Madrid mañana. Les ruego que me perdonen: siempre me tocan así. Con Inés habría sido igual. Ya les he contado que en todos estos años en Europa no he venido a verlos porque ella nunca quiso. Y ahora ésta…

—Vale, muchacho, no te preocupes. Toma, aquí tienes dos billetes para Madrid. Y mira que soy buen psicólogo: son de segunda, para que no ofendas a tu amiga.

Sandra partió de Barcelona casi sin despedirse, y yo despidiéndome demasiado. Mario no sólo nos había prestado la llave de su departamento en Bilbao, sino que además acababa de introducirme, casi a la fuerza, un buen fajo de billetes en el bolsillo del saco. Lo recuerdo todo ahora, aquí en mi sillón Voltaire, mientras escribo en mi grueso cuaderno azul. Han pasado muchas cosas y han pasado muchos años, pero lo recuerdo, si no con exactitud, sí con sentimiento, con emoción. Y ahora, en este instante, me emociona más que nada el hecho de estarlo escribiendo. O el hecho puro y simple de estar escribiendo.

—Anda, muchacho —me dijo Mario—, ya me lo pagarás con creces cuando publiques tu primer libro. No creas que ignoro que eres escritor. Lo sé por tu familia. No dejes de darles mis recuerdos cuando les escribas.

Subí al tren muy deprimido. En España, a Sandra como que empezaban a pasarle los efectos del operativo. Pero también, sí, también en España, alguien pensaba todavía en mí como en un escritor. Viejas noticias familiares, me dije, triste, muy triste. Y es que jamás se me había ocurrido, entonces, que contando esas mismas cosas, todo aquello que para mí fue una vez tan real, que escribiendo algún día sobre lo que yo mismo he llamado ya
La vida exagerada de Martín Romaña
, que narrando cómo ahora y cómo desde hace algún tiempo, instalado en mi sillón Voltaire, a fuerza de melancolía, distancia, humor, mi bendito humor, a fuerza de olvidos que dejan sin embargo sus huellas, de súbitos recuerdos de seres y hechos que habían caído en el olvido, aquello que en cada momento del pasado fue para mí tan real, ya no lo es, porque se mezcla y renace entre nuevas y difíciles navegaciones por mi mente, entre demasiados recuerdos de acontecimientos por distintos países a los que llegué con ideas muy diversas para encontrarme luego con situaciones igualmente diversas, entre gente a menudo tan diferente… Y todo, todo, sólo para caer, por fin, un día, en la enorme melancolía que me arrojó sobre lo que es y lo que no es esto, para que por fin empezara a parecerse, a ser, quiero creer que ya es, que hace tantas páginas y horas de trabajo que ya es mi primera novela, bastante tardía, tal vez, pero qué importa: lo es por lo inaceptable, por lo irreal y por lo insoportable que de golpe me resultó cualquier acto que no fuera el de escribir estas páginas, por lo mejor, por lo bien que día tras día me voy sintiendo a medida que avanzo por mi cuaderno azul buscando y dejando huellas de un pasado que hoy ya ni siquiera me parece mío: es simplemente mi primer libro, aquel que años atrás vine a escribir a París y que determinadas circunstancias…

Other books

Slipstream by Elizabeth Jane Howard
Fifties by David Halberstam
Deadly Blessings by Julie Hyzy
Another Man's Baby by Davis, Dyanne
The Anthologist by Nicholson Baker
Second Chances by Phelps, K.L.
A Beeline to Murder by Meera Lester