Read La vida exagerada de Martín Romaña Online

Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (50 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
4.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pensado lo cual, muy gozosamente, procedí a orinar en profundo silencio y entre lágrimas exteriores de ternura y emoción, arrancándole sonrisas a Sandra de Romaña, sí,
de
Romaña, porque así como hay juramentos de sangre, los hay también de pipí en el lavatorio a dúo, aunque sin lograr en lo más mínimo el efecto deseado sobre el cuarteto político-fiestero. Increíble, los muy desgraciados ignoraron por completo mi conquista (no puedo contener la tentación de decirlo con palabras aún más duras y ciertas: se cagaron en mi meada), no sé hasta hoy si porque eran hombres realmente emancipados, o porque conocían a Sandra mejor que yo, y en el fondo no la querían, o porque estaba prohibido prohibir y ellos creían, hasta la autorrepresión, que un slogan era más real que un sentimiento vivido viviéndose, o porque simple y llanamente en medio de una fiesta de antorchas, barricadas, adoquines, y policías enmascarados, Romeo y Julieta desenmascarados no tenían la menor importancia. De otra barricada sacarán a otra Sandra, me dije, y confieso, pero esta vez muy orgullosamente, por ser éste uno de los sentimientos más sublimes que he tenido en mi vida (tanto que se lo dediqué a Carlos Salaverry vomitando), que me dolió en el alma imaginar que
mi
Sandra
de
Romaña iba a perder a sus cuatro amigos, mis ex rivales. De ahí, humano, muy humano, aunque de eso se entera uno años después de haberlo sufrido, pasé incómodo al pensamiento de mi bigamia y sus consecuencias. Una sola y tristísima: Inés no formaba parte de ella, era pues una especie de milagro sin santo, algo así, y qué pena la que sentí mientras iba cerrándome la bragueta durante mi segundo y tan circunstancial matrimonio parisino.

Fue brevísima la unión, por llamarla de alguna manera, entre Sandra, que no era en absoluto ninfómana, que era más bien una hermosísima y superingenua estudiante de Bellas Artes pagando a punta de coitos las culpas de su gobierno en el Vietnam, como antes había entregado su virginidad a cambio de una intervención militar en Santo Domingo, y entre su bigamo esposo, que más tenía de solo-como-perro-callejero-voy-pasando-entre-la-gente, que de bigamo o de esposo, siquiera. Pero pasemos a los hechos. En lo del lavatorito a dúo, Sandra me fue de una fidelidad ejemplar y conmovedora. Aparte de nosotros dos, ahí no orinó ni Cristo. Fue su manera de amarme, la expresión posible de su amor; la imposible fue la que frenó su masoquismo, porque yo nunca tuve el descaro de echarle la culpa de nada ni el sadismo de tocarle el tema del Vietnam, sabiendo lo mal que las pasaba, y porque ella deseaba sinceramente entregármelo todo pero eso sólo sería posible después de la guerra, con suerte, y mientras tanto…

La guerra siguió y siguió, después de nosotros, y aquel mientras tanto fue en cambio muy breve. Fue breve y fue tremendo desde el día mismo en que Sandra me habló de su ninfomanía, algo que ella llamaba así, confundiéndolo con la compulsiva necesidad de acostarse con muchachos izquierdistas del Tercer Mundo, para pagar culpable las cuentas de su gobierno. Parece que el fenómeno fue bastante común en ciertos sectores de jóvenes norteamericanas de su generación, pero Sandra no había podido controlarlo, a pesar del amor compartido con dos hombres antes que yo. En mi caso, sin embargo, las cosas llegaron hasta la exageración, como era de esperarse. Llevaba conmigo el carné de subdesarrollo y Tercer Mundo, parecía estar en regla y todo, pero resulta que por ser yo niño de familia bien, otra vez, Andrés, o porque de entrada me había catalogado de intelectual cabizbajo y meditabundo, otra vez, Andrés, bis, incurrí en más de una contradicción durante el largo interrogatorio. A la pregunta ¿es usted peruano de nacimiento?, por ejemplo, respondí que sí, para gran alegría de los dos, pero luego me contradije cuando confesé que jamás había tocado la quena. Hablaba además el sospechoso idioma inglés y había leído demasiadas novelas y libros de historia y. En resumidas cuentas, meterse en la cama conmigo sólo podía producirle placer.

Y créanme que no fue nada fácil llegar a aquel placer, que fue tremendo lo que tuve que inventar y mentir para que Sandra decidiera meterse a la cama una tarde con un Martín Romaña que ya le andaba aullando a la luna de lo consumido, de lo carcomido, de lo devorado que lo tenían el deseo y la espera. Sí, la deseaba a gritos. ¿Y a quién creen ustedes que deseaba Sandra a gritos? Me lo llegó a decir, a confesar, me lo lloró, por fin, un día: nada menos que a ti, Martín Romaña, mi corazón y mi cuerpo me lo piden, me lo exigen. Pero mientras tanto el perro callejero en celo seguía aullándole a la luna de sol a sol, y ella continuaba escribiendo a escondidas su amor en un juvenil y norteamericanísimo diario íntimo. Así andábamos, y a los muy pocos días de habernos conocido. Pero de lo otro, nada, nada por culpa del Pentágono.

Bien, pero volviendo a la cronología, acabo de cerrarme por primera vez la bragueta bígama ante el lavatorio, han pasado las horas de la tarde, se acercan el anochecer y las barricadas, la pequeña radio de Pierrot informa e informa, el cuarteto político empieza a despedirse, Toño decide quedarse un rato más, y estoy pensando en Carlos Salaverry al cabo de su primer día de vómitos. Eran tres, según él, y
noblesse oblige
, había quedado en pasar un rato, a ver si no se había muerto. Ya era hora de ocuparme de ese amigo del que tan poco había logrado hablarle a Sandra, para ella debía ser el otro de Pigalle y punto. O sea que le dije más o menos eso: Que el otro de Pigalle me esperaba antes de que saliéramos a las barricadas, porque no se sentía muy bien, y ya vuelvo, linda. Recibí un beso de hermano, una palmadita en el hombro, y una de esas sonrisas riquísimas que Sandra me mandaba hasta cuando no quería. El conjunto me encantó, y la verdad es que me fui sin darme cuenta de que no era suficiente para un día de bodas.

Encontré a Carlos Salaverry maldiciendo de hambre y aburrimiento. Esto último, de más está decirlo, porque ya había leído y releído, y en sus ediciones originales, por supuesto, todos los libros que encontró en mi biblioteca.

—¿Cómo, y los vómitos? —le pregunté.

—Hace como
tres
días que me curé del todo —gruñó.

—Bueno —le dije—, te llevo a conocer a mi nueva esposa.

—¡Tu nueva qué!

—Ya te contaré, mientras voy preparando unos tallarines. ¿Qué te parece si nos acompañas esta noche?

—Yo feliz de estar con ustedes, Martín, pero que quede claro que por mi alergia…

—No bien empiece a oler a gases lacrimogenos…

—Antes, Martín.


Antes
de que empiece a oler a gases te dejamos y ahí nos esperas. No sé cuánto tardaremos, pero te aseguro que volveremos a recogerte. Tal vez de madrugada, aunque sea, logremos tomar un vinito juntos en el hotel de Sandra.

—Espero que esa gringa tenga buen vino. Lo digo por ustedes, porque lo que es yo no vuelvo a probar una copa de nada en mi vida.

Hablarle de Sandra a Carlos, de lo que entonces sabía yo de ella, fue comprobar, una vez más, cómo aquel hombre de juicios y actitudes implacables podía enternecerse hasta la profunda comprensión, hasta el olvido de sus principios y exigencias consigo mismo y con los demás, cuando se trataba de un amigo. Fue eso lo que siempre me unió a él, y lo que hizo que aquella noche me escuchara atento y emocionado mientras comíamos nuestros tallarines y yo le iba soltando excesivo entusiasmo porque Sandra esto y Sandra lo otro y Sandra y más Sandra y Sandra hasta en la sopa porque además de todo la pobre Sandra es la única gringa pobre que existe en el mundo…

—Bueno, Martín, digamos que hay dos o tres más…

—No, no puede ser. Y ya vas a ver cómo me das toda la razón no bien lleguemos a su hotel. En tu vida habrás visto algo igual… Una pocilga andina, una verdadera pocilga andina…

—Por mí no te preocupes, Martín: te juro que esta vez no me enroncho, y que haré todo lo posible por hacerte quedar bien.

Hablarle de Sandra a Carlos fue, por supuesto, que se me enfriaran por completo los tallarines porque mucho más importante eran mis borbotones de entusiasmo y si vieras a Sandra y si vieras a Sandra, Carlos…

—Bueno, pero qué tal si
vamos
a ver a Sandra, Martín, creo que ya debe estarte esperando.

Hablarle de Sandra a Carlos, mientras nos dirigíamos a su cuartucho con un lavatorito en el que sólo ella y yo orinamos, te lo advierto, Carlos, fue realmente lanzarle toneladas de aquel maravilloso y absurdo entusiasmo que le dio luz a mi vida, apagándola después, como dice el bolero, sólo que uno es más largo que un bolero y se vuelve a entusiasmar pero lo vuelven a apagar a uno y entonces reacciona violento y le mete tango al asunto y uno lucha y se desangra por la fe que lo empecina pero tarde o temprano su radio será una Philips porque acaba por llegar ese día en que uno se ha
quedao
sin corazón, más del mismo tango, aunque ya sólo escuchado en la radio y sin prestarle mayor atención porque antes hubo esa temporada vivida en constante cuesta abajo y en la que uno fue a parar al mismo tiempo de narices y de culo, bien sentadito y obediente, al Voltaire del gran apagón interior, pero aun aquí vienen a joderme recuerdos como éste de cuando llegamos al cuartucho de Sandra, que me duele luego existo, y fíjense ustedes de lo que se termina dándole gracias a Dios, de que uno luego existe sólo porque algo le duele. ¿No será que me estoy recuperando? Calla y sigue escribiendo, Martín Romaña.

Pobre Carlos, el mal rato que le hice pasar viéndome pasar un rato tan malo. Le acababa de decir ésa es su ventana, me acababa de decir en esta escalera se mata cualquiera, le acababa de decir que sí, y a veces se desbarranca uno que otro chinche, también, y ahora él ya estaba empezando a rascarse y yo ya había tocado la puerta. La voz de adentro soltó un che, medio adormecido, y a mí se me escapó un Octavia de Cádiz intuitivamente desgarrador.

—Es Martín Romaña llamando otra vez a la tal Octavia esa —dijo Toño. Recién me daba cuenta: había dicho que se iba a quedar un rato más, cuando fui al departamento.

—Pero, cómo —intervino Carlos—, ¿no veníamos a buscar a Sandra?

Casi le digo que sí, que ya la habíamos encontrado, y en los brazos de un argentino, además, pero un nudo en la garganta, una rabia espantosa y una incertidumbre total me impidieron soltar palabra alguna. Pensaba, en cambio, pensaba en la maldita ninfomanía de la que Sandra me había hablado, existe, existe, existe en los libros, en el cine, también en la vida tiene que existir, claro, pero es que jamás me había topado con un caso y no era posible que justo ahora y tan rápido y delante de un gran amigo. Sí era posible.

—Un ratito, Martín. No sabía que ibas a regresar tan rápido. Creí que tu amigo estaba realmente mal. Un ratito, por favor, Martín. Vuelve dentro de un ratito. Todavía estamos a tiempo para las barricadas. ¿Vas a regresar, Martín? Por favor, no dejes de regresar, Martín.

—Así hablan las ninfómanas, Carlos —le dije.

Carlos había enmudecido totalmente cabizbajo.

—Hablan bajito y jadeando —insistí, para ver hasta qué punto dolía.

—Vamonos, Martín.

—Voy a esperar en la calle —le dije—, porque simple y llanamente no puedo creer que sea verdad.

—No es verdad —dijo Carlos, más por necesidad que por otra cosa.

—Sí es verdad, claro que es verdad. Lo único que pasa es que yo no creo que sea verdad. —No añadí explicación alguna a mis contradicciones, porque no le iba a soltar, además de todo, cosas como que acababa de casarme dentro del más sentimental y estricto ritual urinario. El pobre habría pensado que empezaba a volverme loco, lo cual era cierto, pero él no tenía por qué saber que últimamente unos jebecitos constantes y estiradísimos habían hecho su aparición en las veredas de mi vida. Y justo me puse a mirar uno cuando llegamos a la calle, mientras el pobre Carlos se concentraba en tener la cabeza lo más gacha posible, como prueba palpable de que me estaba superacompañando en mi dolor. Ni cuenta nos dimos de que alguien acababa de salir del hotel.

—Chau, Martín, ya nos vemos.

—¿Y ése quién es? —preguntó Carlos, sabiendo quién era ése.

—Ése es el ninfómano —dije, pensando—: Ése es el que no sabe lo que ha hecho.

—Mejor sube tú, Martín.

—Sí, mejor es que me esperes aquí abajo.

Sandra me recibió de espaldas, se siguió lavando de espaldas, y entre el ruido del caño y el agua que se arrojaba en la cara, nunca sabré si estaba llorando, también de espaldas. Soy un débil del carajo, carajo, porque de tanto verla de espaldas terminé acercándome para acariciarle la cabeza, la nuca y, por supuesto, la espalda. Y digamos que no lloré, también, porque llorar le tocaba a ella. A mí me tocaba calmarla, más bien, y entonces la tomé por los hombros, obligándola muy suavemente a dar media vuelta, y terminé besando purito jabón con una impresionante cara de piedad y de tendré-que-acostumbrarme, todo fielmente reproducido por el espejo que colgaba sobre nuestro lavatorito, ya que para estas cosas también sirven los espejos. Es sólo cuestión de que estén donde deben estar, y en el momento preciso, para que uno los mire preguntándoles por nuestro estado actual y por nuestro futuro, al cabo de una de estas enormes sorpresas de tamaño natural.

Total que al cabo de un rato, los arrepentidos parecíamos ser Carlos y yo caminando mudos hacia las barricadas, tras las presentaciones del caso, en la puerta del hotel. Pero poco a poco, la excitación del Barrio Latino hizo que Sandra rompiera el silencio del trío, dirigiéndose repetidamente a Carlos, sin encontrar para nada que su excelente inglés aplastaba u ofendía el mal inglés de sus años duros en Nebraska. Al contrario, Carlos empezó a caerle cada vez más simpático, con ronchas, con alergias, con citas de Marx en alemán, con frases que yo hubiera podido decir sólo por fastidiarla, y hasta cuando le cedía el paso porque las damas primero, todo en pleno mayo del 68. Es cierto que, para Sandra, Carlos debía tener las mismas virtudes y defectos que yo, aunque en realidad eso no significaba nada, porque para ella todas mis virtudes eran defectos y mis defectos más defectos todavía. Sin duda alguna, la diferencia de actitud se debía a que Carlos era sólo un amigo circunstancial, incluso una persona que le daba la serenidad de haber desaprobado, como yo, su examen de tercermundista, por lo cual no había con él ni gota de la tensión ninfómano-culpable-soy, como con otros latinoamericanos, ni tampoco aquella otra tortura, producto del cariño que estaba sintiendo, sabe Dios por qué y maldita la hora en que empecé a encontrarlo divertido, por el cretino de al lado, o sea yo caminando totalmente excluido de tan amena charla. Así, hasta que Carlos declaró que no avanzaba un paso más. No puede ser, le dijo Sandra, tratando de animarlo para que siguiera adelante, para que viera aunque sea de lejos una barricada. Pero Carlos le mostró una roncha lacrimógena e insistió en que ahí se quedaba y en que podíamos volver a recogerlo pasado mañana, si queríamos.

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
4.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Book of Madness and Cures by O'Melveny, Regina
The Calm Before The Swarm by Michael McBride
The Nightingale Legacy by Catherine Coulter
Ride to Freedom by Sophia Hampton
Human Rights by S.L. Armstrong
Olivia by Lori L. Otto
Son of the Shadows by Juliet Marillier
Above All Things by Tanis Rideout