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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (45 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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El documento, como Inés lo habría llamado, estaba apoyado precisamente en la radio, para que yo lo viera no bien entrase al departamento. Lo leí y releí lentamente, varias veces, y la verdad es que no lograba reconocerme del todo en él… Qué tal concha, además, de entrada me decía que ya era hora de que habláramos claramente, y sin embargo no me daba la más mínima oportunidad de réplica, sólo esa hoja llena de lugares comunes que mucho más decían sobre ella que sobre mí. Claro, éste era el caso en que otros piensan, aunque sea un instante, no, no puede ser verdad. A mí en cambio no me quedaba ni ese breve consuelo. Inés era terca como una mula, y cuando más leía y reflexionaba, más iba captando que su decisión era una especie de discurso grupal y que, aunque poco o nada tenía que ver con sus entrañas, estaba liquidado para siempre…
Tú saliste de entre mis enemigos de clase&hellip
; Qué tal raza, nadie había querido tanto a Inés como mis padres y hermanos, y sólo un tío de mierda había pensado que no era una muchacha de «mi condición», hecho este que a mi familia le había importado un repepino, muy probablemente porque pensaban que una muchacha bella, noble e inteligente, como Inés, sería siempre demasiada suerte para esa especie de promesa eternamente incumplida que era yo, este diablo de Martín, del cual sólo se puede esperar lo peor y en cualquier momento, mi padre dixit, muy a menudo. ¿Y su familia? O Inés estaba loca o se había olvidado por completo de que era de una familia tradicional, profundamente religiosa, seria y trabajadora, al máximo, pero cuyos intereses podían chocar tanto como los de la mía con la clase a la cual ella decía pertenecer ahora. Seguí leyendo y releyendo, sin embargo, porque algo por ahí me hacía quererla más que nunca, algo en esa carta me enternecía mucho más que las absurdas ideas que Inés había expuesto en aquel
hablemos claramente
en el que yo no había tenido derecho ni a voz ni a voto, a nada, ni siquiera a asistir.

Por fin encontré la palabra, entre tanta frase, entre tanto análisis marxista-infantil del
caso
Romaña. Parecía una clave, la clave, de la verdadera Inés, sí, sí, se le había escapado un
chau
que para nada encajaba en el texto, ésa era la clave, ésa la palabrita que no era adiós, Martín, y que era en cambio como su amor, como su ternura, como tu bizquera, Inés. Sí, hasta hoy estoy seguro de que cuando escribió
chau
, al despedirse, estaba bizqueándole a la pena…
Chau, Martín&hellip
; Ese
chau, Martín
le quitaba tanto marxismo al texto, la delataba tanto, hablaba tantísimo de la hondonada.
Chau&hellip
; ¿Por qué no adiós o que te chanque un tren?
Chau, Martín
, en cambio, como si no hubiese querido terminar realmente su documento, sí, su
chau, Martín
le daba al tremendo documento una intimidad de carta, casi de carta de amor, sí, sí, a mala hora se le había escapado esa palabra a Inés, porque ahora era a mí a quien empezaban a escapársele una tras otra las lágrimas.

Y exteriorísimas esta vez, qué bestia, lloraba como si yo hubiese matado a un ser adorado, como si el daño se lo hubiese hecho yo a ella, su
chau, Martín
me hacía desbordar de ternura, de pena, de angustia por ella, pobrecita mi luz de donde el sol la toma, se te ha escapado una palabra de cariño, se te ha metido en pleno documento una dulcísima paloma privada de libertad, mi luz de donde… Inés, dónde vas a dormir esta noche, Inés, a dónde, yo siempre te dejé irte donde quisieras, siempre podías militar de noche, hacer tu vida política de noche, desde que salí del Grupo nunca te pregunté nada, nunca supe nada y nunca me importó no saber porque confiaba en ti y porque realmente quería que hicieras tu vida, había cedido en todo y lo único que me importaba era que volvieras, aunque sea al alba, a nuestra hondonada. Por eso ahora me preocupa el lugar donde vas a pasar la noche, sólo por eso, porque se te ha escapado el
chau, Martín
del demonio ese y debes estar bizquísima para no ver nunca más de frente lo que has hecho… Mierda, Inés, estoy seguro de que si hubiesen llegado los obreros a París no me escribías esto, ah mi maldita intuición, me juré que si no llegaban empezarías a odiarme, y ya ves, lo pensé, lo pensé, y ahora ya sé que nunca llegaron y que estas frases las has escrito con rabia mientras ibas esperando, mientras me ibas odiando por haberte dicho que en la radio nadie había mencionado ese hecho… Y muy simbólicamente me has dejado la carta apoyada en la radio… Mujer,
chau, Martín
deben haber sido las únicas palabras que te costó trabajo escribir. Chau, pues, Inés, y por favor no me imagines escuchando la revolución por radio, como dijo el hijo de puta de Mocasines, no, qué radio ni qué ocho cuartos, para noticias ya estuvo bueno por hoy, y además las cosas deben ir muy bien a pesar de que no llegaron los obreros, porque el monstruo me acaba de recibir sonriente… Chau, pues, Inés.

Andaba bañado en lágrimas cuando sonó el timbre, ladró Bibí, el monstruo lo calló de un porrazo, y yo pensé me cago en las lágrimas, más vale desahogarse acompañado que solo. Pensé también que podría ser Sandra, a quien le había dado mi dirección, tal vez su amigo la dejó plantada. No, me dije, ojalá que no sea Sandra, con ella sólo podemos comunicarnos bien en inglés y tener que desahogarme en otro idioma me da una flojera espantosa… Llegué a la puerta hecho una Magdalena, abrí, era Carlos Salaverry, qué suerte, en medio de todo, la persona más indicada, el amigo con el que mejor hablaba… En fin, ya iba a empezar a contarle, a llorar a mares sin vergüenza alguna, ya estaba abriendo mis brazos de Magdalena cuando Carlos Salaverry me cayó entre los brazos hecho una Magdalena.

También a él se le había vaciado el alma, la vida y la cama. Teresa, su esposa, se había marchado acompañada por su hijita Marisa. ¡El colmo, el colmo, el colmo!, exclamaba Salaverry. ¡A quién se le ocurre partir con una niña de cinco años! Recordé lo genial que era la chiquilla, y la frase increíble que había soltado la tarde en que llevé a Lagrimón a conocer a Carlos: Mira, papá, había dicho, observando el paso de unos altos nubarrones, el cielo se va. Casi suelto que a lo mejor era la niña la que había arrastrado a su madre a las barricadas, pero francamente me pareció un exceso de humor entre tanta lágrima de una parte y de otra, y preferí decirle que era mejor subir rápido, en vista de que Bibí empezaba nuevamente a ladrar, no tardaba en salir madame Labru y en encontrarnos en el momento menos decoroso de nuestras vidas. Subamos, Carlos, subamos.

Comprendimos lo honestos que habíamos sido siempre, y de paso lo poco que vale serlo, cuando cada uno le confesó al otro que su respectiva ex esposa formaba parte de un Grupo, que, a su vez, formaba parte del mismo Partido. Acto seguido, saqué mi carta, se la mostré, recibiendo al mismo tiempo otra carta, en fin, otro documento, que también Carlos sacó del bolsillo para que yo lo leyera. Me bastó con un par de líneas.

—Parece una circular —le dije, inhalando cantidades industriales de mocos.

—Una circular que de ahora en adelante nos obligará a circular solos —agregó Carlos, inhalando toneladas también.

—¿Qué hacer? —le pregunté, casi automático, olvidando que Carlos no era Lenin y que era capaz de soltarme cualquier respuesta, aun la más descabellada.

—Mira —me dijo—, yo no puedo meterme a buscar a mi familia entre las barricadas. Ya lo he intentado anoche, pero a mil kilómetros de distancia empiezo a enroncharme íntegro; soy superalérgico a los gases lacrimógenos; me arde todo el cuerpo, se me incendian los ojos, me quedo ciego… Imposible buscarlas y estoy aterrado por la niña.

—Carlos, la niña debe estar con otras niñas, en casa de alguien; debe estar en la comunidad de niñas grupales. Francamente creo que por eso no tienes que preocuparte, al menos por ahora…

—Pero es que yo no sé hacerme ni una taza de café. Me estoy muriendo de hambre.

—¿Cuándo se fue Teresa, Carlos?

—Hace dos días.

—Inés acaba de irse…

—Perdona… no sabía que era tan reciente. ¿Y cómo vas a hacer para comer?

—Siempre queda por ahí algún restaurant universitario abierto. ¿Y tú?

—Ya sabes que no puedo comer en restaurants universitarios; me enroncho íntegro. Martín, no sé si tienes unos tallarines o algo por ahí, estoy muerto de hambre.

—¿Y el restaurancito de los bajos de tu edificio?

—Ya van tres veces que voy, y salgo sin poder comer… Y lo peor es que tengo que pagar.

—¿Pero por qué, Carlos?

—Por culpa de una niña de mierda…

—¿Te hace recordar a Marisa?

—Eso sería lo de menos; lo que pasa es que es la hija del dueño, y que se me acerca a la mesa y me clava la mirada, justo cuando voy a empezar a comer. La odio, la odio con toda mi alma. Espera que haya escogido los platos, para acercarse. Y no bien empiezo a comer me clava la mirada y yo trato de bajársela y arranca una verdadera tortura, porque no lo logro, y tengo que largarme con cualquier pretexto, y además pagar, encima de todo. He regresado dos veces para terminar con el asunto, y de nuevo he salido yo bajándole la mirada y teniendo que pagar. Más las explicaciones al dueño: una cita urgente que había olvidado, una llamada importantísima de larga distancia…

—Pero si no debe haber ni larga distancia, con tanta huelga.

—Eso qué mierda. Lo que importa es la mocosa del diablo. Comprende, Martín, no puedo seguir yendo y salir siempre humillado por ese monstruo de criatura.

—¿Qué edad tiene?

—Tendrá unos cuatro años, pero te aseguro que es un verdadero monstruo. —Inútil decirle que con guiñarle un ojo, sonreírle, o preguntarle cómo te llamas, habría bastado. Inútil. Comprendí que había casos mucho peores que el mío, ah, cuánto habría gozado Inés con esa conversación entre dos cretinos, entre dos niños bien podridos, entre dos mediotínticos, a veces no le falta razón, Inés, pensé. Pero pocos amigos he tenido en la vida como Carlos Salaverry, y siempre era bueno y entretenido hablar con él, y estábamos los dos tan jodidos, además. Le prometí que me ocuparía de cocinarle algo simple, cada día, le dije que yo ahorraría yendo al restaurant universitario, y que hasta le iba a presentar a una gringa que parecía encontrar muy divertidos a los mediotínticos con problemas conyugales. Carlos, a su vez, me prometió llevarme a los bajos fondos, allá por Pigalle.

—¡Qué! —exclamé, realmente asombrado.

—Anoche anduve dando las primeras vueltas de mi vida por ahí —me dijo, agregando—: Martín, tengo ganas de irme a la mierda de una vez por todas.

Quedamos en intentarlo esa misma noche, porque al día siguiente yo tenía almuerzo universitario, tarde de hotel no estrellado, y noche de barricadas, con Sandra. Carlos estaba de acuerdo: bajos fondos hoy, y mañana él nos acompañaría un rato cuando saliéramos rumbo a las barricadas. Pero eso sí, no bien sintiera el primer escozor en la piel, ahí se quedaba sentadito esperando nuestro regreso, aunque sea a las mil y quinientas, Martín. O.K, le dije, agregando que se podía quedar a dormir cuando quisiera, en vista de que el monstruo andaba tan sonriente.

—Gracias, Martín, eso me conviene mucho porque ya no tarda en acabárseme la gasolina.

—Ahí sí que te jodiste, ya no queda una sola gota en todo París.

—Para serte sincero, Martín, no veo las horas de que se me acabe. Para mí es horrible tener que manejar entre tanto autos-topista, todo el mundo te pide que lo lleves y yo simple y llanamente no puedo parar. La única vez que paré, una hippie inmunda me preguntó si tenía radio o no. Y después tuvo la concha de decirme que prefería esperar el siguiente carro, porque yo era un huevón sin música. Pero lo peor, lo que realmente me aterra, es que me suba un hijo de puta con ideas diferentes. Imagínate si se me sube un tipo de extrema derecha. ¿Qué le digo? Porque la cortesía obliga al que maneja… Martín, te confieso que sólo con imaginarme esas situaciones llevo días sin dormir…

—Mira, Carlos —le dije, pensando que le estábamos dando demasiado la razón a Inés—, no hay más que una sola terapéutica para eso: ahorita mismo te vas a tu casa, a ver si por casualidad Teresa y Marisa han regresado, y a la primera persona que encuentres en el camino, te la llevas. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Carlos? —Casi grito, porque realmente le estábamos dando toda la razón a Inés.

—Está bien —dijo Carlos—; voy, pero como me suba alguien…

—No te va a pasar nada, hombre. Mira, suba quien suba, tú le sigues la cuerda, o lo mandas a la mierda, o le dices que piensas distinto a él, eso es todo. ¿Por qué crees que tiene que sucederte siempre algo?

A mala hora le dije que no le iba a pasar nada. No habían transcurrido ni diez minutos, cuando Bibí empezó a ladrar furioso, el monstruo a golpearlo furiosamente, y alguien a tocarme furiosamente la puerta. Bajé corriendo a abrir. Era Carlos, el pobre Carlos en un estado de rabia que le impedía hablar, por qué, qué le había ocurrido, qué te ha sucedido, Carlos. Me lo fue explicando poco a poco, y gracias a una verdadera seguidilla de tranquilizantes, le tomó horas contármelo todo. Había seguido, en efecto, al pie de la letra mis instrucciones… En la esquina había un señor parado… El señor era en realidad un viejo… Un viejo estaba parado en la esquina delante de un jardincito… Había una manguera que podía ser de cualquiera… No tenía por qué ser del señor… Del viejo que estaba parado en la esquina, delante del jardincito…

—Bueno, Carlos, pero al final, ¿qué pasó?

—Yo le pregunté, señor, ¿a dónde desea que lo lleve? ¿A dónde va usted, señor, por favor? Y el viejo de mierda, el muy hijo de la gran puta, el muy conchesumadre, el cretino del diablo ese me dijo y a usted qué mierda le importa… Te lo había advertido, Martín. Cómo iba a saber yo que la manguera era suya y que estaba regando su jardín… Viejo conche…

—En fin, ya pasó, Carlos —le dije, pensando que debíamos haber nacido astrológicamente jodidos o algo así, y que en todo caso su presencia en aquellos días iba a dificultar bastante mi proceso de modernización y reestructuración.

—Me muero de hambre, Martín.

—Verdad, hombre, me había olvidado por completo de tus tallarines. No te preocupes; en un instante te los tengo listos.

—Gracias, Martín. Pero mira, lo que sí quiero adelantarte desde ahora es que no te voy a poder ayudar absolutamente en nada. Lo he tratado algunas veces en la vida, sólo por salvar mi matrimonio, claro está, pero lo único que he logrado es romper los platos más bonitos y empeorar las cosas.

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