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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (12 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Partí con la absoluta seguridad de que no bien pisara tierra española, desaparecerían mis ronchas, y con la dirección de una señora, pariente de un amigo peruano, en cuya casa podría alojarme al llegar a San Sebastián. La tía Juanita, como la llamé desde el primer día, era una viejita de nariz aguileña y que siempre estaba dispuesta a abrirle a uno una lata de sardinas. Yo tragaba como una bestia, por aquel entonces, y la tía Juanita no cesaba de servirme más sardinas y más copas de vino. Su esposo era un vasco jardinero, que prácticamente no hablaba castellano. Pero aun así me miró con profunda desconfianza cuando le conté que mientras me revisaban el pasaporte, en el lado español de la frontera, mis ronchas habían ido desapareciendo una por una, ante mi vista y paciencia. España lo podía todo por mí. Un viaje así, al sur, le arreglaba a uno la vida, le renovaba las energías y le limpiaba las ronchas de la gran ciudad. Martín Romaña era un hombre nuevo.

Y al hombre nuevo se lo llevó la tía Juanita al pueblo de Oñate, donde vivía el resto de su familia, y donde tendría oportunidad de alternar con los señores amigos del amigo que me había enviado donde ella. Oñate me encantó. Pamplona podía esperar. En todo caso los Sanfermines no empezaban hasta dentro de unos días. La tía Juanita regresó a San Sebastián, dejándome en ese pueblo donde desde la primera noche ya todo el mundo me llamaba el Peruano, con tanto cariño, que lo menos que podía hacer era enamorarme perdidamente de alguien y quedarme a vivir el resto de mi vida.

Me quedé a duras penas un par de días, pero sí hubo enamoramiento. Muy complicado, claro, ya que la vida es igual por todas partes, y si no es igual por todas partes, yo sí soy igual por todas partes. Lo cierto es que aquella vez en Oñate, de enamorado pasé a Quijote, para luego terminar haciendo el indio. La cosa empezó una noche en que los señores del pueblo, que eran dos (uno tenía una fábrica, y el otro también, pero además era el alcalde), me invitaron a subir a uno de esos famosos montes vascos. Me tocó el monte en cuyas alturas estaba el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu y, un poquito más allá, Goiko Venta, donde iba a encontrarme, ya lo vería, con una de las venteras más lindas del mundo. Y subían cantando, los señores del pueblo. Cantando y metiéndole duro al vino y yo soportando con hemingwayana resistencia para estas cosas. Iba feliz, la verdad, y hasta les entoné algunas canciones de las mías, un par de valsecitos, bien peruanos, bien de adentro, para que se enteraran de una vez que yo también sabía enamorar cantando.

En el santuario nos portamos bien, porque los vascos son bien católicos, y porque yo soy, muy a menudo, de los que donde van hacen lo que ven. Respetamos todo lo que vimos, y hasta nos arrodillamos y alabamos en voz baja la belleza del templo, orgullo de la región. Y ahora nos quedaba por ver el otro orgullo de la región, Begoñita, la ventera más bonita. Y, en efecto, Begoñita era la ventera más linda del mundo. Sigue siéndolo, además, porque prefiero recordarla de ventera y no de lo que después supe.

Ningún personaje de Hemingway había estado jamás en una situación como la mía, salvo que a Hemingway jamás le hayan interesado situaciones como la mía, claro. No había descrito ninguna, en todo caso, o sea que la escena era mía, sólo mía. Martín Romaña, busca ahora en tu pasado y en tu buena educación. Busqué hondo, y encontré que no debía poner los codos sobre la mesa, y que debía comer hasta el último bocado porque en el África todos los niños se morían de hambre, en cambio en el Perú no, salvo que uno fuera comunista y mi padre lo largaría a gritos de la mesa por preguntón, o por hablar de dinero delante de la servidumbre, habráse visto cosa de peor gusto. A mis acompañantes no creo que los habían educado tan bien, pero en fin, siempre me quedaba la ventaja de la edad. Los dos podían ser el padre de Begoña, mientras que yo podría ser el esposo de Begoña. Le hablaría de Lima, mi ciudad natal, del Perú, de la casa en que había crecido, y en la que si alguien se hubiese casado con una ventera, por no decir sirvienta, habría sido desheredado. Mierda, otra vez mi buena educación, pero precisamente de ahí nació mi amor. Me desheredé ipso facto. El Martín Romaña de la mesa que iba a servir Begoña era ya un tipo desheredado, un joven en franca rebeldía, y muy pobre. A mi derecha, un señor del pueblo; a mi izquierda, otro señor del pueblo que además era el alcalde. Al frente, Begoña, sonriente y alcanzándonos a cada uno un menú. Y recibiendo su menú, Martín Romaña, completamente desheredado. Luis era millonario, pero podía ser el padre de Begoña. Julio, igual, y por más alcalde que fuera. Sólo yo, sólo yo. Y empecé a cantar entre copa y copa. Y mientras Luis cantaba, también entre copa y copa, Julio me dijo que a Begoña la tenía ya contratada para trabajar de empleada en su casa, sus hijos iban creciendo, ya era hora de que invadieran nocturnos dormitorios y aprendieran de la vida.

Y así es la vida, pues, aunque yo entonces no podía creerlo aún e insistía, entre copas y más copas, en llevarme a Begoñita de frente a Lima, para evitarme la mirada de arriba abajo que me iba a echar Inés en París, el día en que llegara con la historia de Begoña, porque con Begoña, la Begoña de carne y hueso, la que ya empezaba a reírse de mí, no iba a llegar a ninguna parte. Begoñita, la venterita, ya se tenía bien oída mi autodesheredación. El embrujo de la casona, el encanto del restaurant, la maravilla de la venta, qué mierda le importaba todo eso a Begoña. Ahí yo era el único alucinado que veía tanta cosa en una noche de juerga con dos señores y una ventera, que ni de madame Bovary tenía un poquito siquiera. Puro contante y sonante era Begoñita y yo ahí sin un cobre y por amor.

Aún no sabía cantar la Internacional, o sea que cuando me bajaron borracho a Oñate, observé el estricto y agresivo silencio del que se fue pero volverá. Desperté en un pueblo en el que las voces se habían corrido: el Peruano había andado alborotando el gallinero en Goiko Venta, el Peruano se había peleado con don Luis y con don Julio, el Peruano estaba tramando algo, mejor era que se fuera el Peruano. O me emborrachaba de nuevo, y Begoñita volvía a cagarse en mí, o me largaba tras haber hecho el cojudo como Dios manda. Consulté mentalmente con Inés, que empezó por perdonarme.

Algo que siempre detesté es que Inés empezara siempre por perdonarme, antes de que yo le pidiera perdón. Era su manera de destetarme, creo, pero estoy seguro de que nunca lo habría hecho, de haber sabido lo mal que uno se sentía teniendo que crecer tanto, tan rápido, y todo el tiempo. Inés me dijo que no me fuera del pueblo sin haber hablado con los padres de Begoña. Aunque, claro, también era posible, Inés se las sabía todas desde entonces, también era posible que sus padres fueran unos pastores muy pobres y que estuvieran de acuerdo en negociar a la hija de esa manera. Bueno, en este caso, Inés me aconsejaba escribirle una carta al primer obispo que se encontrara en la región. Hallé alivio en el ferviente catolicismo de Inés. Escribí una carta larga, digna, clara, precisa. Di la dirección de la tía Juanita, en San Sebastián, pero nunca me llegó la respuesta. Y en cambio la vida sí respondió a las expectativas de Begoña. Lo supe en otros viajes. Duró poco en casa de don Julio. Trabajó por aquí, por allá, siempre de acuerdo con sus expectativas, y hasta trabajó en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme.

Me fui a renacer en Pamplona. No podía irme tan mal en mi primer viaje a España. Pamplona era el dato, y a Pamplona llegué ligero de equipaje, sin equipaje, en realidad, porque aparte de una escobilla de dientes en el bolsillo superior del saco, sólo llevaba algo de dinero y esas ganas increíbles de que todo se pareciera a los libros de Hemingway. Bueno, en efecto, el asunto se parecía a los libros de Hemingway, pero entre que se parecía mal y se parecía demasiado. No sé bien cómo explicarlo. ¡Ay, demonios!, las cosas que me toca ver a mí. Recién entradito a la plaza principal y ya me estoy topando con tres Hemingways igualitos al que había muerto de un tiro a la garganta. Tres igualitos y cada uno con su máquina de escribir, o es que yo ya estaba muy borracho. No puedo decir que la historia se repite con caracteres grotescos, porque todavía no había leído a Marx, pero, en fin, digamos que si Marx hubiese entrado a Pamplona en mi lugar, sobre la marcha habría escrito otra vez su frase tan conocida. A la gente no le importa. Es increíble. Tres igualitos y sentados y escribiendo y los turistas encantados con que la agencia de viajes les hubiese puesto en el programa hasta a estos tres igualitos que no estaban en el programa. Escribían los tipos en Coronas portátiles con sus barbas grises y sus botellas de ginebra al lado. Y yo, como un imbécil, metido en Pamplona para contarle a la gente que en Pamplona tal y tal cosa, y tal y tal otra cosa, y chúpese ésa, qué bien vive, qué bien viaja Martín Romaña.

Ahí me agarró la soledad. La tristeza esa tan grande que me agarra a veces cuando por ninguna parte me sale lo gregario imbécil, y en cambio me sale hasta la angustia mi capacidad de no soportar. Bueno, era el momento de emborracharse. Busqué primero una pensión donde dejar mi escobilla de dientes y salir, como los caballeros, a tomarme un trago en la plaza, y caí donde una ancianita que me alquiló una gigantesca cama de muñecas. Blondas y blondas, sábanas de mi abuelita, olor a naftalina, y un edredón inmaculado. Y aquí otra cosa rarísima: pagué una parte por adelantado, pero nunca logré dormir en esa cama. Simplemente nunca logré que la viejita me dejara acostarme en esa cama de Pamplona. Tres noches llegué agotado, desilusionado, harto de beber sin emborracharme como en las películas de Hollywood sobre las novelas de Hemingway, pero nada. Siempre me faltaba ver algo, siempre la viejita diciéndome que un joven como yo no podía acostarse tan temprano en una juerga como los Sanfermines, le falta a usted ver esto, le falta a usted ver aquello. Y no sé cómo, pero de nuevo iba a parar a la calle.

Y para remate apareció un muchacho negro que me conocía de París y que estaba sin un cobre y con una sueca realmente patentada. Se me pegaron, me pegué a ellos, no sé quién necesitaba más de quién ahí, pero lo cierto es que me tuve que soplar las tres trompeaderas, con sus consiguientes derrotas, en las que mi amigo negro se vio envuelto en su afán de que no le arrancaran a su rubia a pedazos. El asunto era a la de a verdad, a quién pega más fuerte, y a mí francamente no me entusiasmaban tanto unas peleas en las que la que mejor se trompeaba era la sueca. Y la sueca sólo defendía a su novio negro. A mí sólo me pedía plata para más trago o para comprar algo con que desinfectarnos las heridas. Todo esto alrededor de los Hemingways que escribían y que seguro no estaban contando nada sobre nosotros. Bueno, qué diablos, lo importante era largarse de ahí lo antes posible. Una buena dormida, un buen baño, y largarse. Pero no. La viejita no quería. Me faltaba ver esto, me faltaba ver aquello. Pasaron los encierros, di de saltos entre las desfilantes masas que abandonaban una corrida, conocí a Orson Welles, pero él no me conoció a mí, o en todo caso se limitó a arrojarme el humo de su puro, cuando yo, periodista peruano, corresponsal del semanario «Oiga» de Lima, señor Welles, «El hilo que une al Perú con el mundo», señor Welles, unas palabras mientras usted filma, señor Welles. Pero el señor Welles se siguió limitando a arrojarme humo hasta que lo perdí de vista.

A la cuarta noche sin dormir, que en realidad era la mañana del quinto día, entré a la pensión dispuesto a tirarme en la cama aunque me faltase ver una aparición de la Virgen de Fátima. No, no me faltaba ver nada. La viejecita me dijo que en cambio sí me faltaba pagar los días que quedaban de Sanfermines. Miré la cama con la convicción profunda de que ahí nunca había dormido nadie, le dije que tenía que partir ya, logré que me devolviera mi escobilla de dientes, y salí al sol de la calle gritando ¡Vieja Begoña!, entre muchos borrachos. Me vengué algo al llegar a la plaza principal. No sé de qué me vengué. Del género humano, tal vez. No es que importe tanto, pero era cojonudo no haber bebido una sola copa la noche anterior y ver a miles de personas que se habían emborrachado anoche, agonizando con unas perseguidoras espantosas, bajo un sol que yo deseaba a cuarenta, a cincuenta grados. Salían de los hoteles, de las casas. No sabían qué pedir, un café, un trago para cortarla, un alkaseltzer, un tranquilizante. El sol les jodia los ojos, sentían que les estallaba el sol en la cabeza, les estallaba la cabeza con el sol, el primer Hemingway del día salía a instalarse en su mesita de escritor. Y yo me iba.

¡Me iba rumbo a Vera del Bidasoa! Y como pasaporte traía nada menos que una carta de presentación de mi tía Marisa Romaña, la que siempre andaba tan distraída. Me había escrito de Lima diciéndome que si iba a España, no podía dejar de visitar Vera del Bidasoa, y yo acababa de descubrir que el asunto no quedaba tan lejos de Pamplona. Un saltito para ver todo el mundo del cual salimos al Nuevo Mundo, los Romaña, vía un Caballero de la Orden de Santiago, nada menos. En Vera del Bidasoa algo me iba a pesar sobre los hombros mucho más que cuando entré por primera vez a la Sorbona. 1966 y yo todavía andaba creyendo en esas cosas. En fin, qué iba a hacer. Vera del Bidasoa, ¡entrañas mías! Como el poema, me lo había dicho mi abuelito, me lo había dicho mi papá. Peor, todavía, a mí me lo dijeron de nacimiento. Una escapadita. Nadie se enteraría. Nadie. Y mucho menos que nadie los muchachos del hotel sin baños. Ya lo digo: me lo dijeron de nacimiento. Fue más o menos así, mientras cortaban el cordón umbilical: «Si los Romaña entramos en la espaciosa iglesia de Vera del Bidasoa, a mano derecha, y casi debajo del pulpito, nos encontramos con una lápida sepulcral que dice: IACE DON FRANCISCO DE ROMAÑA CAVALLERO QUE FUE DEL ORDEN DE SANTIAGO, MURIÓ EN 1723. En el centro de la lápida está esculpida la cruz santiaguista. El 27 de marzo de 1706 se aprobaron las diligencias de sus pruebas, cuando amenazaba a España la guerra de sucesión, triste secuela de la muerte de Carlos II el Hechizado. Ante esa tumba, hagamos una incursión histórica en la vida de Vera del siglo XVII: en la república de la villa de Vera del Bidasoa, como dice el Libro de Elecciones que entonces existía, anticipándose a la añoranza de Pío Baroja, al menos en cuanto al nombre».

Aquí puedo hablar de un pequeño atenuante. Hemingway vino desde no sé dónde para cargar el ataúd de Pío Baroja, genial escritor vasco. Tal vez, pues, mis admirados conocimientos de la vida del escritor norteamericano también me estaban llevando a Vera del Bidasoa. Mientes, Martín Romaña. Ibas de incursión histórica por la cuerda floja de un cordón umbilical: «Don Francisco de Romaña, sigue, sigue, Martín Romaña, murió sin ver más a su hijo Martín, Martín Romaña. Éste, nuestro primer antepasado en el Perú, vino aquí reclamado por su afán de aventuras y aquel otro, superior, de mejorar las cosas de este mundo, en el nombre de Dios. Aquí en Lima vivió, gozando de gran crédito, pues era virtuoso, buen cristiano, temeroso de Dios en su conciencia. Gran elogio, entonces y ahora, Martín Romaña. Hizo la travesía en el barco de otro vasco, don Juan de Lavaquía, capitán de mar y de guerra, jamás olvidó a sus padres, Martín Romaña. Todos los correos llevaron carta suya a Vera del Bidasoa».

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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