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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

La vida exagerada de Martín Romaña (16 page)

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Enrique, no yo, por supuesto. Pero yo no tenía de qué quejarme porque ella era linda por todas partes. Le dije que eso lo sabía desde que la vi por primera vez en Lima, en la Feria de Autos. Y le dije que tanto o más que eso me gustaba que también fuera linda en todas partes. De ahí nos trepamos a la camota. De ahí hicimos el amor. De ahí nos pusimos a recordar qué lejos estaban Lima y la Feria de Autos, ya. Y de ahí, de pronto, a mí se me iluminó el significado de una frase de Lenin que desde hacía tres reuniones se nos había atracado al Grupo entero. Estábamos enormemente desinhibidos cuando volvimos a hacer el amor. Bueno, no
tan
desinhibidos, porque yo andaba buscando otras frases atracadas en el Grupo, para quedarme siempre entre los brazos de Inés. Luz de donde el sol la toma, era la única frase que se me venía. Y se me venía y se me venía y se me venía. Mierda, jamás lograría ser un buen militante.

Pero eso no era tan grave por ahora, porque para ser militante, bueno o malo, se necesitaba abandonar París, regresar al Perú, y una vez allá, empuñar las armas o algo así. Yo vi partir a muchos, con ese fin, pero la verdad es que después, con el tiempo, me fui enterando de que lo único que habían empuñado era un buen puesto en un ministerio. Claro, es el drama de las clases medias, es el drama de Latinoamérica, y no hay que amargarse tanto, todo se explica, hay también otros, los verdaderos. De éstos conocí más de uno en París. Eran de a verdad, eran como heroicos las veinticuatro horas del día, y caminaban por París con la mirada siempre en alto, siempre mirando al frente, como si jamás los fuera a atropellar un auto o algo así. Llegaban jodidos, deportados, recién salidos de la cárcel, muy golpeados, pero no bien bajaban del avión empezaban a organizar cosas y a caminar como si nunca jamás los fuera a atropellar un auto. A veces se acercaban a las reuniones del Grupo y se dirigían a nosotros con un ca-ma-ra-das lento y grave, para que todo fuera dicho siempre con gran claridad, y después se iban al secreto y uno se quedaba tembleque y empezaba a comprender a Marx más que nunca.

O sea, pues, que en París no se podía ser militante. En París se era amigo del Partido y, después de haber sido muy buen amigo del Partido, un tiempo, se podía llegar a ser simpatizante. Era hermoso, era emocionante, y era dificilísimo para mí, porque yo era un jodido, una ladilla, un preguntón, un observador pesimista, un depresivo, un psicoanalizable. Y todo esto a pesar de que Inés era un cuadrito que prometía, y que a mí nadie me imaginaba más que acoplado a Inés por todas partes. La duda ofendía muchísimo, en el Grupo, y francamente yo creo que no tuve suerte con el que a mí me tocó, porque el Director de Lecturas a cada rato se atracaba con una frase de Lenin o de Marx y, con toda concha, decía sigamos adelante.

—Nones —decía yo—, no se puede seguir adelante sin haber comprendido qué quiere decir esto.

Inmediatamente me detestaba el Director de Lecturas: Yo estaba contra el progreso, yo estaba prácticamente boicoteando la aproximación al poder, yo era un intelectual que dudaba y dudaba. Ni intelectual ni inteligente, siquiera, alegaba yo, porque no logro entender esto y quiero que alguien aquí me lo explique. Eso sucedió muchas veces, y por eso se discutió acaloradamente en más de una oportunidad. Inés se quedaba callada. Yo hubiera querido que Inés hablara, porque después en el cuartito yo iba a andar haciendo el amor con una frase atracada. Pero, en fin, un día decidí evolucionar, en nombre de la armonía del Grupo, y tiré pa' delante como pude y hasta empecé a leer sobre sindicatos pesqueros con la esperanza de que algún día con tanta estadística sobre el asunto a lo mejor se me despertaba la inspiración.

Pero mala suerte, porque en realidad lo que se me despertó fue otra cosa. Se me despertó una especie de don de anticipación, algo así como una intuición maldita, y al Director de Lecturas le descubrí una tarde unos mocasines excesivamente norteamericanos y recién compraditos, que me lo hicieron sumamente sospechoso de futuro puesto en ministerio, no bien regresara al Perú. A otro lo vi subir demasiado feliz de la vida al carro de una hembrita francesa de maquillaje antimilitante. A otro lo vi comprarse mucha ropa de un tipo que para todo le hubiera servido menos para empuñar la clandestinidad en el Perú. Creí que me estaba volviendo loco, y se lo conté a Inés. Me contestó con la sonrisa más enigmática que le vi en mi vida.

Lo cierto es que con mi bola de adivino empecé a vivir una vida de simpatizante sumamente antipático, pues todo lo atracaba con mis preguntas y con una miradita futurístico-pertinentísima a un par de mocasines, a una esclavita de oro, a una camisita medio alcahuetona comprada sabe Dios cómo en alguna boutique de Saint-Germain-des-Prés.

Mi último esfuerzo consistió en meterme la bola de adivino al culo y en callarme la boca para siempre. Inmediatamente recuperé la confianza del Grupo, la del Director de Lecturas, y la de la mirada de Inés. La vida era más fácil así. Además, yo no tenía ningún derecho para andarme con tanto detalle cuando la izquierda estaba sufriendo tan duros reveses en el Perú. Y en París, la izquierda, la prima hermana de la del Perú, éramos nosotros. Éramos estudiantes, éramos soñadores, bebíamos bastante, había uno que otro deportado de a verdad, uno que otro que no se sabía bien de dónde recibía el dinero, y ahora todos comíamos en el mismo restaurant universitario. Juntos pero no revueltos, eso sí, porque también había peruanos de los otros, los de mierda, los que ni eran amigos ni simpatizaban, los sospechosos, ahí podía haber más de un policía vestido de civil, los niñitos belaundistas que nuestro Belaúnde Presidente había enviado superbecados a París y que mariconeaban ante un manifiesto, que jamás firmaron uno de los mil manifiestos que los grupos de solidaridad con las víctimas de la represión en el Perú hacían circular por todas partes. Hasta Sartre había firmado más de uno. Pero a estos maricones, que torturaran a fulano, que mataran a mengano, que desaparecieran a zutano, qué mierda les importaba. Éstos sacaban las mejores notas en alguna Facultad y salían disparados de regreso al Perú para seguir enriqueciéndose con el sudor del pueblo peruano.

O sea pues que dividíamos el restaurant universitario en dos secciones, la de la izquierda y la de esos mierdas. Entre las dos secciones, estudiantes del mundo entero, hembritas bonitas y feas del mundo entero, y, por qué no, a lo mejor también entre las dos secciones estaban los belaundistas españoles, argentinos, o tunecinos, por ejemplo, y su dialéctica respuesta negativa, al otro lado, y todavía entre estos grupos, otro, el de los franceses, que eran todos dialécticos porque ningún belaundistas francés comía en el restaurant universitario, ésos comían en casita. Una sola cosa era denominador común entre todos los comensales: la comida. Poca y mala.

Pero había algo que sí era macanudo: las fiestas. Las fiestas, al menos para mí, eran ocasión para una buena tranca, pero no en un café sino en casa de algún simpatizante o amigo del Partido. A éstos yo los dividiría entre los que sí se la pegaban, y entre los que chupaban poco porque había que guardar hígado para la revolución. Por esas épocas, yo pertenecía al grupo que iba a llegar a la revolución con el hígado hecho leña. Pero en el fondo, creo que había encontrado mi tarea revolucionaria: la de animador de clandestinidades, la de animador de guerrillas, porque lo cierto es que sin mí las fiestas tendían más bien al huaynito tristísimo, y más que las risas de los festejantes se escuchaban a veces los alaridos de los bebes. Abundaban los bebes, ya que las compañeras de los camaradas estaban habituadas a parir en el París de la vida dura, y como no tenían con quién dejar a los futuros hijos de la revolución, los que ya crecerían sin ninguno de los traumas burgueses de los que yo parecía ser víctima insalvable, los traían en ataditos andinos sobre la espalda y los colocaban en una especie de barriadita que se instalaba en algún rincón de la fiesta. Era enternecedor el asunto: un huaynito, un berrido del huaynito, una compañera acallando el berrido teta en mano en plena fiesta, mientras yo me deshacía contando chistes y creando situaciones exageradas, un poco por joder, y un poco porque el vino era pésimo y había que emborracharse rápido para poder seguir bebiendo. A veces, también, las situaciones exageradas no las creaba yo, sino algún camarada profundamente enamorado de su francesita también simpatizante, aunque con graves problemas de idioma.

Era el caso del camarada Espartaco, que sí que se las traía con su francesita con graves problemas de idioma. No entendía nada, la pobre Pavlovita, y por su culpa tuvimos que vivir un montón de fiestas enteras, en cámara lenta, había que tener paciencia de santo, en todo caso, porque no se podía cantar una sola canción ni contar un solo chiste al ritmo normal, sino a poquitos, a poquitos y por partes, una frase, una traducción, otra frase en castellano, otra frase en francés, y así sucesivamente hasta que cuando llegábamos al final del chiste sólo la Pavlovita se reía, y creo que por cortesía o en todo caso porque del Perú lejano y andino no podía llegar nada que no fuera mejor que en Francia.

Otro problema era los que sufrían. Era peligrosísimo sufrir en París, por aquel entonces, porque no bien a uno lo dejaba botado su hembrita, por ejemplo, se le aparecía por ahí un simpatizante, le ponía la mano en el hombro, lo acompañaba en su dolor, lo acompañaba después hasta su hotel, lo acompañaba después hasta su cuarto, lo acompañaba después a llorar a la hembrita, después hasta las mil y quinientas, y por último a leer un librito que ahí traía de casualidad. Y como cantaba Bienvenido Granda
totáal/si me hubieras querido
, si me hubieras querido no hubiera conocido este mundo mejor que tu amor, no habría descubierto la solidaridad, no estaría sublime leyendo aquí en el Grupo, este grupo que es mejor que tú y donde lo único que me jode es la mirada inquieta de ese huevón de Víctor Hugo, pero dicen que es el artista del Grupo y que hay que tener paciencia con él.

Así eran, entraban todavía enamoradísimos al hotel, y a la mañana siguiente entraban totalmente amnésicos a su primera reunión de lectura. Después los agarraba la solidaridad del restaurant universitario, después empezaban a sospechar de Enrique, después me decían, Víctor Hugo, no estoy de acuerdo con algunas de tus actitudes, y después, por un tiempo muy largo, se convertían en los cuadros más sólidos y menos emborrachables del mundo. De esto último, en todo caso, puedo dar fe, porque yo me negaba a creer que hubieran amnesiado hasta tal punto a la hembrita que los plantó una noche, al borde del Sena, o algo tristísimo así, pero nada, nada, por más que me los llevaba a la Place de la Contrescarpe, por más que les decía que no se preocuparan, yo pago, hermano, por más que pagaba y pagaba otra vuelta y les hablaba de que hasta Dios amó, lo cual, además, es letra de valsecito peruano y podía generarles pena, vía nostalgia criolla, vía valsecito muy popular y que además se llama El Plebeyo, nada, no recordaban a nadie por ninguna parte, no se les había perdido nada, no recordaban nada, y no habían sufrido nunca por nadie. Yo a veces regresaba a mi altísima miseria llorando a mares y escuchando una voz de altoparlante que me decía: Martín, no puedes seguir bebiendo así, Marx en
El 18 Brumario
decía, Martín, esto vamos a tener que hablarlo en el Grupo, Martín… Mi abuela materna habría entre suspirado y exclamado: ¡Santo cielo! ¡Felizmente que existe mi techo!

UN RINCÓN CERCA DEL CIELO N.° 3

Sí, felizmente existía mi techo. Porque uno podía pasarse días, semanas, meses, descubriendo que el mundo es diverso, complejo, que el mundo está lleno de alegrías y de lágrimas en los ojos, y que la claridad nunca es tan meridiana como lo pretendía mi Director de Lecturas en el mundo del Grupo. En un techo leía yo aquellas cartas de Marx a su hija, diciéndole que dejara en paz al poeta Heine con sus desvarios, me enteraba de que Lenin era capaz de todo menos de escucharse una sintonía de Beethoven, por temor a que le hiciera trizas un alma cuyo tiempo completo estaba consagrado a la revolución. Allí aprendí que también para ellos existía la debilidad y aprendí a admirarlos más por aquellos momentos en que fueron hombres sentados a la mesa con su esposa, quejándose del frío y de un cheque que no llegaba, años y años antes de que mi Director de Lecturas los convirtiera en bustos de mármol con obras de mármol en varios tomos plagados de mandamientos entre divinos, para ángeles muy ordenados, y de mármol. No, la vida no era tan simple. Y, como decía no sé quién, en invierno es mejor un cuento triste. En todo caso, a mí el panadero de la esquina sólo me saludaba cuando en París aparecía un rayo de sol.

Me volvía emotivo en las largas horas que pasaba encerrado trabajando en mi cuartito. Y francamente, solo en ese techo, conocí algo, mucho, de aquella solidaridad internacional que tanto me cautivaba en
L'espoir
, la novela de Malraux sobre la guerra civil española. Claro, me sirvió de mucho en la vida, pero de nada en la literatura, porque un día en que se me estaba filtrando demasiada lluvia por las rendijas de la claraboya, arrojé a la basura el manuscrito del libro de cuentos que estaba escribiendo, y me arranqué con uno sobre los sindicatos pesqueros y sus pescadores sindicalizados. El tono era solemne, sublime, y me imagino que también realsocialista; era, en todo caso, terriblemente bienintencionado. Cito un párrafo, a guisa de ejemplo:

Siendo aún muy niño, y siendo mi padre dueño de enormes flotas pesqueras, solía yo acompañarlo a visitar ese trozo de mar peruano que él creía, por derecho divino, pertenecerle, y que, por ser yo su hijo, debería recibir algún día en herencia, de acuerdo a lo prescrito por el Código Civil Peruano de 1936. Pero algo notable ocurría en mí desde entonces. Yo debía ser un niño de la aurora, esa luz sonrosada que precede inmediatamente la salida del sol. Y, cuando los sindicatos pesqueros se hacían a la mar, nunca vi en ellos ganancia, como solía ver mi padre. Desde muy temprano en mi vida, en ello no vi otra cosa que esa solidaridad de los hombres de la mar adentro.

De antología, el parrafito, pero qué iba a hacer, si a menudo mi vida era también de antología allá en mi techo. Estaba yo escribiendo de lo real y de lo socialista, estaba yo escribiendo emotivamente, y de pronto pasaba Carmen la de Ronda, cien kilos a los veinte años, belleza y alegría populares en el rostro todo el día, aun mientras se limpiaba medio edificio burgués a cambio de un rincón, cerca del cielo, un bebe recién nacido porque una mujer que no pare no es mujer, y Paco su esposo, que merece párrafo aparte, todo en un cuartito igual al mío, aunque ella ahí además cocinaba, lavaba, cantaba y recibía a sus amigos españoles los domingos. Pasaba Carmen y me tocaba la puerta.

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